Contando las Horas

Si al nacer viniéramos con un manual de instrucciones bajo el brazo en el que se nos informase del tiempo de que dispondremos para realizar todo lo que tendremos que acabar haciendo, quizá no cometeríamos la torpeza de dejar escapar tantas horas  ni tantos días sin llenarlos de contenido, sólo esperando a que algo nos suceda.

Si nos fijamos, tendemos a pasarnos la vida esperando que acontezcan determinados momentos. Ya nuestra propia vida empieza con una larga espera, de nueve meses en los hijos biológicos, pero que se puede alargar a varios años en los casos de adopciones internacionales. Desde bien niños ya nos acostumbramos a imitar de nuestros adultos de referencia esa manía de matar el tiempo esperando lo que tememos o lo que más deseamos. El primer día de colegio, los domingos para disfrutar de los caprichos en familia, las vacaciones de verano, el regreso a las clases y volver a estar con los compañeros, el paso al instituto, el primer amor, la fecha de ese examen tan decisivo, el viaje de fin de curso, la primera entrevista de trabajo o el día de nuestra boda.

De adultos, muchos nos pasamos la semana esperando que llegue el viernes y que el sábado logremos acertar la combinación de la Primitiva.

También nos abandonamos a la espera cuando sabemos que vamos a perder a un ser querido y que sólo es cuestión de tiempo porque no hay nada que hacer. Esa espera resulta insoportablemente dura y nos acaba sumiendo en una terrible contradicción. Por un lado, no queremos que llegue esa hora temida, porque no queremos perder a esa persona que tanto nos importa, pero por otro, al ser conscientes de que cada hora que pasa se alarga su agonía innecesaria, acabamos deseando que la muerte llegue cuanto antes y le ayude a descansar en paz.


Pero, ¿qué hacemos mientras esperamos? ¿Cómo llenamos ese tiempo intermedio, ese puente que nos lleva desde el momento en que nos anuncian que algo está próximo a ocurrir hasta que finalmente ocurre? ¿Sabemos entretenernos pensando y haciendo otras cosas? O, por el contrario, ¿nos obsesionamos con ese futuro inmediato o no tan inmediato y esa obsesión nos impide concentrarnos en el resto de nuestra vida?

Si partimos de la base de que todos somos únicos, tampoco hay dos esperas iguales. Dependiendo de cómo seamos cada uno, así enfrentaremos nuestra particular espera.

Hay quien se la toma con mucha filosofía, no perdiendo la paciencia ni los nervios en ningún momento, resignándose al dictamen final, sea cual sea. 

Otros, en cambio, no tienen espera y, literalmente, se suben por las paredes. Se irritan, se descorazonan y pagan su frustración con quienes tengan más a mano en ese momento, pese a que no tengan culpa alguna de lo que se supone que va a pasar.

Y no faltan quienes deciden no reaccionar en absoluto, simulando que no se han enterado de lo que está por venir. Niegan la realidad porque les falta el coraje para enfrentarse a ella y siguen con su vida, como si nada pasara.

Pero el caso es que las cosas acaban pasando cuando llega su hora. Esa carta de Hacienda que decidimos no abrir por miedo a que nos informe de una inspección o de una sanción, aunque no la abramos, seguirá su curso y recibiremos otra, cuyo contenido será aún más perjudicial para nosotros. Ese sobre con los resultados de las pruebas médicas que nos hicimos llegará un día u otro y, el hecho de que demoremos su apertura, no cambiará en absoluto la naturaleza de su contenido. Quizá sean buenas noticias y esos días de espera desesperada hayan merecido la pena. Pero quizá contenga el diagnóstico más temido y nos ponga entre la espada y la pared.

A veces nuestras esperas no tienen nada que ver con exámenes académicos ni médicos, sino con decisiones que tomamos libremente en un intento de mejorarnos a nosotros mismos.
Cuando, en un determinado momento de nuestras vidas, decidimos que queremos algo mejor: Poder dejar de trabajar en lo que lo hacemos, para pasar a desarrollar un empleo más cualificado, que nos permita no ya ganar más dinero, que quizá también, pero sí sentirnos más realizados y poder aprender a fluir con lo que hagamos cada día. Aunque ese tipo de cambios nunca son inmediatos. Siempre requieren de una importante inversión de tiempo y recursos para prepararnos adecuadamente y poder optar al tipo de ofertas de trabajo que deseamos. Muchas veces esa espera se traducirá en algunos años, años en que tendremos que compaginar el trabajo actual con los estudios necesarios para optar a ese deseado trabajo futuro. Esa espera no será fácil porque muchos factores se nos pondrán en contra hasta llevarnos al límite de plantearnos tirar la toalla.

El psicólogo austríaco Walter Mischel estudió en los años 60 del siglo pasado lo que él denominó la demora de la gratificación. Con este concepto se refería a la importancia de controlar nuestros impulsos, de ser capaces de renunciar a lo que nos apetecería obtener ahora mismo en pro de obtener una recompensa mucho mejor si somos capaces de esperar un poco más. Es el caso de las personas que deciden sacrificar parte de su tiempo libre para dedicarlo a prepararse para intentar conseguir un empleo mejor, que les permita sentirse más realizadas personal y profesionalmente. Renunciar a salir con los amigos, la pareja o la familia, a pasar más tiempo con los hijos o simplemente a descansar en el sofá frente a la tele o leyendo un buen libro con un bol de palomitas de maíz, siempre cuesta y hay que hacer un ejercicio de voluntad tremendo para superar esa tendencia a dejarse llevar por los deseos inmediatos, por esos impulsos inconscientes que estudiaba Mischel en los niños de 4 años cuando les hacía elegir entre poder comerse un malvavisco inmediatamente o esperar un tiempo y poder comerse dos. A los niños pequeños les cuesta demorar la satisfacción de sus deseos más inmediatos porque no tienen suficientemente desarrollado el lóbulo frontal de sus cerebros. Aunque, pese a esa dificultad, Mischel observó diferencias de comportamiento entre los niños que estudió. Después de seguir estudiando a ese mismo grupo de niños durante catorce años pudo concluir que los que se mostraban más impulsivos tendían a tener una autoestima más baja que los que eran capaces de demorar la gratificación. Estos últimos se mostraban más flexibles, obtenían mejores resultados académicos y eran personas más competentes socialmente hablando.

A veces cometemos el error de medir la vida por esos momentos que más hemos esperado o temido, como si despreciáramos el resto, como si cada día que vivimos no pudiésemos considerarlo un grato milagro.

Cualquier biografía se acostumbra a estructurar a partir de esos momentos que sus protagonistas consideraron cruciales, otorgándoles una importancia que, en realidad, es muy posible que no merezcan. Porque las cosas, mientras nos suceden, no sabemos si acabarán siendo decisivas o las acabaremos olvidando. Lo que las hace extraordinarias es el modo cómo decidimos interpretarlas.

¿Por qué no nos planteamos la posibilidad de reinterpretar nuestro día a día, cuestionándonos la importancia que le estamos otorgando a cosas que, quizá, no sean ni tan importantes ni tan necesarias?

Dejemos de contar las horas y los días que faltan para que nos pase algo importante. Hagamos que hoy, ahora mismo, lo que nos está pasando sea lo más importante.

Estamos vivos y sólo tenemos este momento. Seamos dignos de él. No viajemos a través de sus minutos y segundos en modo piloto automático, como si nos resbalara el tiempo, como si no nos importase en absoluto. Porque, si no nos importa el presente, es que no merecemos ningún futuro.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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