Haciéndonos Trampas al Solitario

En el oficio de vivir  todos somos meros aprendices, con independencia del número de años que carguemos sobre nuestras espaldas. Porque la vida no es un proyecto que se pueda planificar con el propósito de eliminar los factores de riesgo, economizar recursos o agilizar su vertiente burocrática. La vida se parece más a una caja de sorpresas para las que, la mayoría de las veces, nadie nos ha preparado y no nos queda otro remedio que aprender a improvisar. Así, no es extraño que nos equivoquemos tantas veces ni que acabemos tropezando otras tantas con la misma piedra.

En este ejercicio continuo de improvisación y de encadenar errores con aciertos, cada uno va definiendo sus estrategias para afrontar ese día a día que a veces se nos puede antojar como una rutina eterna y otras veces como una auténtica montaña rusa en la que no ganamos para sobresaltos.

Por mucho que intentemos tenerlo todo bajo control, adaptándonos a un patrón de comportamientos que nos permitan llevar una vida ordenada en la que podamos sentirnos seguros y, al mismo tiempo, darles confianza a aquellos que de una u otra forma dependen de nosotros, es indiscutible que el azar, la providencia o la buena o la mala fortuna acaban ejerciendo una influencia en nosotros y en todo lo que nos acaba aconteciendo que no podemos prever con antelación y que muchas veces consigue descolocarnos por completo.

Hay quienes se enfrentan a estos caprichos del destino con absoluta resignación y amparándose en la existencia de fuerzas de la naturaleza o dioses que nos castigan o nos premian por algo que supuestamente hemos hecho bien o mal. Lejos de vivir los azotes del azar como una amenaza, intentan aprender de cada experiencia, por muy negativa que sea, y seguir creciendo gracias a ella.

Otros se desesperan y reniegan de esos mismos dioses al considerar que son muy injustos por cebarse así con ellos o con sus familias. Estos golpes del destino pueden acabar moldeándoles y obligándoles a cambiar su percepción de la vida, llevándoles a cuestionar sus valores, sus principios, su escala de prioridades. Se vuelven más escépticos y más desconfiados en general, optando por no hacerse ilusiones y por no esperar nada que no provenga de su propio esfuerzo.


Pero nunca faltan aquellos que, ya desde muy niños, aprenden a hacerse trampas al solitario. Son aquellas personas que, pase lo que pase, parece que siempre caen de pie, igual que los gatos. Independientemente de que sean más o menos inteligentes y de que tengan mejor o peor suerte en la vida, ellos siempre le darán la vuelta a todas las situaciones que les comprometen para que parezcan justo lo contrario.

Estas personas son aquellas que, cuando suspenden un examen, siempre es porque las preguntas estaban mal formuladas o porque el profesor les tiene manía. Es igual que sepan que no habían estudiado lo suficiente, porque nunca lo reconocerán. Ellos no fracasan. Son los otros quienes les obligan a fracasar. Lo mismo les pasa cuando tienen problemas en el trabajo por su actitud con los compañeros o con sus superiores, o por su falta de aptitud para llevar a cabo las tareas que se le encomiendan. Siempre será culpa de los demás. Y, en su ambiente doméstico y familiar, siempre será su pareja la que se llevará los problemas del trabajo a casa y la que acabará pagando sus propias frustraciones con él o con ella, o serán los hijos los que sólo se le acercarán para ver si pueden sacarle algo, o los suegros los que se aprovechen de su buena fe. Nunca admitirán su parte de responsabilidad en sus problemas o diferencias con los demás porque nunca cuestionarán su modo de conducirse por la vida.

Mentirse a uno mismo es decidir transitar por un camino que sólo puede conducirnos al cinismo y a una pseudorealidad que corre paralela a la realidad de los demás, pero que nada tiene que ver con ella.

A veces, en lugar de permanecer pegados a la imagen idílica de nosotros mismos que creemos ver en el espejo o en los maravillosos muros de nuestras redes sociales, sería preferible que nos tropezásemos violentamente con la realidad y nos diésemos un baño de humildad para tratar de despejarnos.

La vida tiene momentos muy duros de sobrellevar y acostumbra a situarnos en encrucijadas que tienen difícil salida y que siempre nos obligan a tomar decisiones complicadas que, a su vez, implican renuncias importantes. No podemos tenerlo todo ni tampoco serlo todo. Pero, dentro de lo que podemos tener y de lo que podemos ser, deberíamos aprender a aceptar que todos podemos equivocarnos y que a veces perdemos nuestras apuestas.

Somos meros aprendices en este oficio que es estar vivo e intentar seguir estándolo. No tratemos de creernos superhéroes invencibles ni nos sintamos más dignos por pasear nuestra prepotencia con una altivez impropia de seres mortales. Bajemos a la tierra, ensuciémonos las manos con ella y dejemos de comportarnos como niños en medio de una rabieta. La madurez que dan los años debería servirnos para responsabilizarnos de las personas que somos en realidad, con nuestras luces, pero también con todas nuestras sombras. El azar puede influir en nuestras vidas al sorprendernos con aquello que no esperamos, pero somos nosotros los únicos que podemos decidir qué hacemos con la sorpresa que ese azar nos ha traído. Y, en esa decisión, de nada nos servirá que optemos por disfrazar nuestras emociones ni tampoco que escondamos la cabeza debajo del ala. La realidad es la que es y hacernos trampas al solitario, sólo servirá para que nos la escondamos a nosotros mismos, nunca a los demás.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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