Libres o Esclavos
En una de sus citas, Malcon X decía que
“nadie te puede dar la libertad, tampoco igualdad, ni justicia, ni nada. Si
eres hombre, simplemente las tomas.”
Leído así, a primera vista, nos podría
parecer una bravuconada o la actitud de alguien muy prepotente, pero a veces
nos conviene leer con más calma, ver más allá de la caligrafía recta y ser
capaces de descubrir los dobles sentidos de las palabras y las frases que le
soltamos al aire.
La libertad es una de esas palabras que
pueden llegar a tener tantos sentidos como personas traten de interpretarla.
Muchos intentan asemejarla a una lotería, a una isla paradisíaca o simplemente
a poder hacer cuanto nos venga en gana y cuando nos dé la gana. Pero,
condicionar la libertad al hecho de disponer de más dinero o más poder, ¿no la
convierte en un producto susceptible de ser comprado? Si podemos comprarla con
dinero o canjearla por otros bienes de los que estamos dispuestos a prescindir,
¿la viviremos y la disfrutaremos como una verdadera libertad? Si realmente se pudiese comprar, la
estaríamos convirtiendo en algo así como un objeto de lujo, asequible sólo para
unos pocos privilegiados. ¿Qué pasaría con los menos favorecidos social y
económicamente hablando: acaso ellos no tendrían derecho a ser libres?
Leyendo esta cita podríamos interpretar que
la libertad puede asemejarse a una actitud, a un modo de afrontar la vida.
Decidir ir contra corriente y optar por defender las propias ideas y
conducirnos guiándonos la mayor parte del tiempo por nuestras propias
convicciones, es un modo de no sucumbir ante aquellas normas injustas que no
aceptamos, ni ante la voluntad de aquellos gobernantes de abusar de su poder
para tratar de esclavizar a sus pueblos. Cuando parte de un pueblo se siente reprimido
e incluso explotado por las fuerzas de seguridad y por las instituciones en las
que ese pueblo se sustenta, es fácil que la gente sólo vea dos opciones y las
dos le supongan demasiados riesgos. Por un lado, tienen la opción de aceptar la
situación con docilidad, sin plantar batalla, resignándose a vivir unos años en
silencio, renunciando a ser quienes querían llegar a ser, educando a sus hijos
en el miedo, en la austeridad, sin permitirse soñar, viviendo una vida en
blanco y negro. Por otro lado, tienen la opción de rebelarse contra lo que
consideran injusto, arriesgándose a ser detenidos, a perder la libertad que
supuestamente aún conservan. Aunque también pueden huir, marchar a otro país,
dejarlo todo atrás, salvo sus ideas, sus principios, sus convicciones.
Pueden
encontrarse aterrizando en una celda gris en la que sobrevivirán muchos años o
morirán en pocos días o sintiendo en la cara el viento, el sol, los colores
exultantes de la naturaleza y la adrenalina palpitando en sus venas por la euforia
que les regala la sensación de estar huyendo de aquello que no les convence ni
tampoco les entiende. Pero esa sensación, aunque placentera, puede ser muy
efímera y acabar estrellándoles contra las vallas metálicas de un campo de
refugiados o contra la burocracia que les acabe obligando a regresar al mundo
del que pretendían huir. En ocasiones, las huidas también
pueden tener los finales más deseables, pero luego puede cobrar protagonismo la
nostalgia o la morriña, que dirían los gallegos, por aquello y aquellos que
hemos dejado atrás.
Los que se quedan por propia voluntad, nos
parece que son los que optan por callar, por silenciar sus emociones, por dejar
de soñar, por convertirse en una especie de autómatas que se imitan unos a
otros, siempre en guardia para que nadie cometa un desliz que llame la atención
de los poderosos para que posen su dedo acusador sobre ellos. Son los que,
según el psicoanalista Erick Fromm, tienen miedo a la libertad, que no a las
supuestas consecuencias de ser libres.
A veces dejamos de hacer cosas basándonos en
los supuestos inconvenientes que encierran. Pero luego, si cambiamos de opinión
y lo intentamos, nos damos cuenta de que lo que más nos cuesta siempre es dar
el primer paso. Una vez empezamos a andar, todo parece rodar solo. Una etapa
nos lleva a la otra y, casi sin darnos cuenta, alcanzamos sin demasiada
dificultad el objetivo que nos habíamos fijado. Porque lo que nos frenaba, en
realidad, no eran los inconvenientes, sino nuestra propia inseguridad, la duda de si
seríamos capaces o no de lograrlo.
Con la libertad nos acostumbra a pasar lo
mismo: nos da miedo ser libres, porque ser libres implica tomar decisiones
continuamente y algunas de esas decisiones no son precisamente fáciles. No
estamos seguros de ser lo suficientemente capaces de tomar las riendas de
nuestras propias vidas. Siempre es más cómodo seguir al rebaño estándar, imitar
lo que hacen todos, quejarnos de lo que se quejan todos: de llevar una vida en
blanco y negro y de sentirnos esclavos.
Pero esclavos, ¿de qué, de quién?
Tendemos a criticarlo todo con una facilidad
pasmosa. Parece que nos gusta pensar que siempre nos engañan en todas las
empresas en las que trabajamos. Que se aprovechan de nuestra buena fe y de
nuestra manía de intentar trabajar bien. Siempre nos acaban pagando menos de lo
que realmente merecemos; siempre nos encomiendan tareas engorrosas y nos
presionan para que produzcamos más y mantengamos una actitud más proactiva,
mostrando más iniciativa, más flexibilidad y menos hostilidad y desconfianza hacia
quienes nos mandan.
Ciertamente, en el terreno laboral, no vivimos precisamente un buen momento. La
precariedad campa a sus anchas, los salarios son menores ahora que hace diez
años y la exigencia es muy superior. Pero todo eso, ¿justifica que nos sintamos
esclavizados?
¿Qué es la esclavitud? ¿Se puede comprar como
un producto en un mercado, igual que pretendíamos hacer con la libertad, o
quizá se asemeja más a una actitud, a un modo de vida que acaba eligiendo la
propia persona?
Cuando leemos episodios de nuestra historia
reciente no es difícil toparnos con testimonios de personas que se han visto
privadas de libertad durante unos años o unas décadas de sus vidas. A veces
como castigo por delitos graves o menos graves y de los que no entraremos a
cuestionar sus motivos ni las circunstancias que les llevaron a cometerlos,
pero en muchas ocasiones los protagonistas de esas páginas tan negras de la
hemeroteca se han visto entre rejas o hacinados en campos de concentración
simplemente por sus ideas, por su raza o por su religión.
Desde el descubrimiento de la existencia de
los campos de exterminio que los nazis sembraron por buena parte de la vieja
Europa, no han dejado de salir a la luz diferentes fotografías, libros,
novelas, diarios, dibujos, documentales, películas y entrevistas a los
supervivientes grabadas en diferentes épocas. Sus testimonios son demoledores,
pero al mismo tiempo, también son capaces de transmitirnos esperanza. Porque,
pese al horror que vivieron, algo les obligó a sobrevivir y a no perder la fe
en sí mismos. Les arrebataron sus posesiones,
les mataron a sus seres queridos, les despojaron de sus ropas y de su
pelo, pero nunca consiguieron robarles su dignidad, la libertad de no dejarse
morir allí, sucumbiendo al macabro capricho de aquellos salvajes.
Muchos de los supervivientes coinciden en ese
deseo de no dejarse vencer, de no perder de vista el verdadero sentido de sus
vidas y de mantener la mente ocupada dejándola volar lejos de aquellos muros y
de aquellas alambradas. Los niños acostumbraban a dibujar mariposas y las
pintaban de vivos colores. Era su forma de seguir soñando la libertad que les
habían secuestrado.
Una de aquellas niñas se llamaba Helga
Weissovà. Nació el mismo año que Anna Frank y también era judía. Vivía en
Praga, con sus padres, y le gustaba mucho escribir y pintar. Cuando fue
deportada al campo de Tezerin, a unos 50 kilómetros de Praga, tenía sólo 12
años. A aquel campo habían ido a parar diferentes artistas judíos a quienes los
nazis les confiaron el trabajo de realizar falsificaciones de muchas de las
obras pictóricas que les habían incautado a las familias judías más ricas de
Praga. Muchos de ellos trabajaron sin descanso copiando aquellas obras que
luego los nazis colocaban como auténticas en el mercado del arte. Entre
aquellos pintores, no faltaron quienes trataron de aprovechar su trabajo en
aquellos barracones para proveerse de diferentes materiales (fragmentos de
papel, cartulinas, pinturas o lápices) que luego les regalaban a los niños del
campo para que pudiesen abstraerse de aquella oscura realidad mientras hacían
sus dibujos. Aquella licencia les podía
costar castigos brutales o incluso la muerte, pero ver la satisfacción en las
caras de aquellos niños les merecía correr todos los riesgos. Muchos de
aquellos dibujos se conservan hoy, expuestos en una sala de la Sinagoga Pinkas
de Praga. Muchos de ellos muestran mariposas capaces de erizarnos la piel y de
despertarnos todas las emociones.
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Dibujo de Helga Weissovà |
De los 15.000 niños que fueron deportados a
Tezerín y algunos serían enviados después a Auschwitz, sólo sobrevivieron unos cien. Entre
ellos estaba Helga Weissovà, quien ha llegado a ser conocida como la “niña que
pintó el Holocausto”. Sobrevivió a cuatro campos de concentración y pudo
recuperar sus dibujos porque, al trasladarla desde Tezerín hasta Auschwitz, le
pidió a su tío que se los escondiera entre unas piedras de un muro del campo.
Si personas que han estado
privadas de su libertad son capaces de demostrar esa pasión por vivir y por
convertir lo que otros considerarían una tremenda desgracia en el motor que las
impulse a desarrollar todo su potencial humano y a ser cada día mejores, ¿de
qué podemos quejarnos quienes tenemos la suerte de no estar confinados en
ningún infierno?
Si esas personas, aun estando
encerradas, se sentían libres de seguir siendo quienes eran y nunca dejaron de
luchar por seguir siéndolo, ¿vamos a encontrar nosotros argumentos para
justificar nuestro convencimiento de que vivimos como esclavos?
Ser libres o esclavos no tiene
nada que ver con el modo cómo somos tratados por los demás, sino con lo que
pensamos de nosotros mismos. No hay muro, ni reja, ni cerrojo que pueda
privarnos de soñar si nuestra voluntad es seguir haciéndolo. En cambio, no hay campo abierto, ni mar en
calma, ni cielo inmenso que consiga invitarnos a correr, a nadar o a volar, si
nuestros pies y nuestras manos se sienten atados por las cuerdas invisibles con
las que las inmoviliza nuestra propia mente.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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