Muriéndonos o Dejándonos Morir
Aunque a cualquier supuesto habitante del
espacio exterior los humanos le pudiésemos parecer todos idénticos, pese a
nuestro aspecto similar, pese a que sigamos las mismas costumbres, comamos los
mismos alimentos y suframos las mismas enfermedades, todos sabemos que no
existen dos personas iguales. Incluso en los gemelos existen diferencias que
les distinguen al uno del otro.
Si no entrásemos en matices, podríamos
afirmar que todos nacemos de la misma manera, pues todos llegamos al mundo tras
abandonar la seguridad del útero materno. Pero no todos la abandonamos igual.
Hay quien nace atravesando el canal del parto, pero hay muchos otros que nacen
por cesárea. Y, aún entre los que nacen de un modo o del otro, podríamos encontrar
mil matices que los harían diferentes: Los que han tenido que invertir muchas
horas en el trabajo de parto y los que han llegado casi sin avisar, apenas
ayudados por un par de empujones de sus madres. Los que han nacido tras una
cesárea programada, con todo bajo control en un quirófano de hospital y los que
lo han hecho tras una cesárea de urgencia, con todo improvisado, tras haber
sufrido sus madres un accidente de tráfico o una complicación cardíaca o renal.
También podríamos hallar diferencias entre los que nacen tras las 40 semanas de
gestación o los que lo hacen de forma prematura, habiendo de pasar sus primeras semanas o
incluso sus primeros meses de vida en una incubadora. Y tampoco es lo mismo nacer
en una familia en la que van a poder contar con su padre y con su madre o
hacerlo en otra en la que uno de esos progenitores no va a estar presente, bien
porque haya muerto antes del nacimiento de su hijo, bien porque se haya
desentendido de él desde que supo del embarazo de su madre, o bien porque sea
la propia madre la que haya perecido en el momento del parto o poco tiempo
después.
Incluso antes del embarazo, el modo cómo
nuestros padres decidan concebirnos ya determinará, en cierto modo, cómo
naceremos y cómo creceremos. No es lo mismo ser un hijo deseado a que nos hagan
sentir desde muy niños que no somos más que un accidente porque nadie nos
esperaba. Tampoco es lo mismo ser fruto de un embarazo natural que ser el
resultado de una reproducción asistida, bien por técnicas in vitro, bien por
una donación de óvulos o de esperma. Siguiendo esa línea, tampoco es lo mismo
nacer de la madre que vamos a conocer como tal o hacerlo de una madre con la
que nunca más tendremos contacto alguno, porque sólo se habrá prestado como
vientre de alquiler a cambio de dinero que quizá necesite para alimentar a unos
hermanos que nunca conoceremos y nunca sabremos que tenemos.
Visto así, no podemos seguir manteniendo la
hipótesis de que todos nacemos del mismo modo, porque es palmario que
estaríamos ofendiendo a la verdad.
Tampoco somos todos iguales a la hora de
morir. Dependiendo de cómo haya transcurrido nuestra vida, esa fatídica hora se
nos presentará más placentera o más insoportable. No es lo mismo morir mientras
uno aún está en activo y en plenas facultades físicas y mentales, que hacerlo
cuando ya no es consciente ni de que seguía estando vivo. Tampoco es lo mismo
enfrentarse a la muerte tras una lucha de años contra una terrible enfermedad
que acaba venciéndonos y doblegándonos, después de habernos obligado a
someternos a tratamientos durísimos que han acabado minando las pocas fuerzas
que nos quedaban, que hacerlo sin darnos cuenta, mientras dormimos, tras sufrir
un infarto, una embolia o un derrame cerebral.
![]() |
Aquel que no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo. Bob Dylan. |
Nacer y morir son procesos imprescindibles
para entender el sentido de nuestra vida. Nuestra condición de seres biológicos
nos convierte en caducables y en prescindibles. Ninguno de nosotros ha nacido
para ser eterno, ni tampoco deberíamos pretenderlo. Bien al contrario,
deberíamos perderle el miedo a la muerte y llegar a honrarla igual que honramos
cada nuevo nacimiento.
Ahora bien, tampoco es de recibo que vayamos
de un extremo al otro y que lleguemos a aceptar la muerte, simplemente
dejándonos morir a la primera de cambio, sin presentarle batalla, convirtiendo
nuestra vida en una continua queja.
Todos hemos conocido a personas que se han
pasado toda su vida lamentándose de que “se estaban muriendo”, pero nunca se
llegaban a morir. Al contrario, vivieron tanto tiempo que llegaron a enterrar a
muchos de los suyos.
Desde que nacemos, de alguna manera empezamos
a morirnos, porque se nos pone en marcha el marcador de nuestra vida y el
tiempo empieza a contar de manera inexorable, sin prisa, pero sin pausa.
Aunque, de la misma manera, cada día que amanecemos, volvemos a nacer, a sentir
que lo tenemos todo por hacer y a ilusionarnos con lo que nos deparará el día.
Como el día y la noche, el nacimiento y la muerte se alternan diariamente en un
ciclo mágico que hace que todo cobre sentido y que nos sintamos vivos. Cierto es
que llegará un día en que ese ciclo se interrumpirá, bien por un golpe de azar
desafortunado, o por una vejez avanzada que ya no nos dejará mucho más espacio
para seguir desarrollando nuestro potencial.
Alguien que desprecia su propia vida hasta el
punto de malgastarla quejándose, quizá no sea digno de vivirla. ¿Cuántos hay
que, sabiéndose a las puertas de la muerte, no estarían dispuestos a hacer un
pacto con el mismísimo diablo para poder disponer de un día más para besar a su
pareja o a sus hijos, para contemplar una puesta de sol, para ver de nuevo el
mar, sentir la lluvia caer o disfrutar de la música que más le gusta?.
Estar vivos y estar casi seguros de que
mañana vamos a seguir estándolo es el mejor regalo que pueden hacernos. Es
igual la edad que tengamos, es igual que nuestra salud esté en horas más altas
o en horas más bajas. El dolor también forma parte de la vida. Como oímos decir
a menudo, “Si tienes 50 años y no te duele nada, es que estás muerto”. Porque
la biología hace su trabajo y nuestro cuerpo no puede estar igual que hace
diez, veinte o treinta años. Pero eso no significa que nos tengamos que
deprimir y abandonarnos a un rincón a esperar la muerte. La muerte no hay que
esperarla de manera pasiva. Como alguien dijo de la inspiración, lo deseable es
que cuando llegue nuestra muerte nos encuentre trabajando. En activo, en
movimiento, encadenando esos gerundios que tanto nos motivan. Muriéndonos, pero
sin dejarnos morir.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Comentarios
Publicar un comentario