Marcándonos los Tiempos
Cuando hablamos de relojes, nos imaginamos
diferentes tipos de artilugios que, desde la antigüedad, los humanos hemos
ideado y utilizado para tratar de medir el tiempo. Podemos pensar en relojes de
arena, relojes de bolsillo, relojes de pulsera, relojes de pared,
despertadores, o incluso en los relojes de los campanarios. Analógicos unos o
digitales otros, como los de los parquímetros o los que ya vienen integrados en
los móviles o en cualquier otro dispositivo electrónico. Todos tratan de contar las horas y todos nos
acaban marcando las pautas que rigen nuestras cotidianas rutinas.
Hay otros relojes que no marcan precisamente
las horas ni tampoco resultan tangibles. No son fruto de la invención humana ni
adoptan forma física alguna, pero acaban determinando muchos aspectos de
nuestra vida y moldeándonos en función de los estímulos externos que recibimos
continuamente y de nuestras peculiaridades genéticas. Son nuestros relojes
biológicos.
Pero el caso es que hay otros muchos relojes biológicos de los que aún lo desconocemos casi todo, pero que cobran
una importancia capital en nuestra forma de comportarnos, en el modo cómo nos
alimentamos, en nuestras rutinas de sueño e incluso en el desarrollo de las
enfermedades que acabamos padeciendo. El más importante de todos ellos se
encuentra en nuestro cerebro y se le conoce con el nombre de Núcleo Supraquiasmático del Hipotálamo.
Hay otro reloj biológico que se halla en la Glándula Pineal y que tiene mucho que
ver con los cambios de estación. Situada en la parte superior del Mesencéfalo, justo por delante del Cerebelo, esta glándula secreta una
hormona denominada Melatonina.
Recibe este nombre porque algunos animales (peces, reptiles y anfibios) tienen
la capacidad de oscurecer temporalmente la piel con el cambio de estación. El
color oscuro se debe a una substancia denominada Melanina. En mamíferos, la Melatonina
es la responsable del control de los
ritmos estacionales.
El trastorno
afectivo estacional responde bien a la fototerapia, exponiendo a la persona
a una iluminación intensa durante varias horas al día. La luz actúa como un zeitgeber, sincronizando la actividad
del reloj biológico al ciclo día-noche.
Pese a que la mayoría de personas que padecen
este trastorno se deprimen en invierno, no faltan algunas que lo hacen en
verano. Si bien ambos casos responden al mismo trastorno, resultan
fundamentalmente distintos. Mientras los que padecen depresión en invierno
duermen más, tienen más apetito y engordan, los que la padecen en verano sufren
insomnio y muestran una disminución del apetito, no teniendo ningún efecto la
fototerapia en ellos.
En 1988, Ehlers,
Franck y Kupher propusieron una interesante hipótesis en la que pretendían
integrar los datos conductuales y los biológicos. Sugirieron que algunos casos
de depresión podrían desencadenarse por la pérdida
de zeitgebers sociales. Apuntaban que en los humanos las interacciones
sociales, de la misma forma que la luz, pueden actuar como zeitgebers. Las
personas tienden a sincronizar sus ritmos diarios con sus iguales. Se ha
demostrado en diferentes experimentos que mujeres que trabajan siempre juntan
tienden a sincronizar incluso sus períodos menstruales. Parejas que viven
juntas durante mucho tiempo llegan a sincronizar sus actividades diarias de tal
manera que, cuando falta uno de los miembros de la pareja, la otra se queda
como desorientada, porque de repente se siente desincronizada. Necesita volver
a reajustar sus relojes internos, readaptarse a nuevas rutinas. Esos cambios,
muchas veces, se logran después de un período de depresión.
En 1992, Szuba
y su equipo aventuran otra hipótesis sobre la misma línea de investigación,
en la que sugieren que los pacientes
depresivos que mejoran espontáneamente al ser admitidos en un centro
psiquiátrico pueden estar respondiendo a zeitgebers sociales. Al tener que
adaptarse al estructurado programa diario impuesto a los pacientes por el
personal sanitario, estas personas se ven obligadas a adoptar de nuevo unas
rutinas en sus vidas y este hecho acostumbra a resultar terapéutico por sí
mismo.
Para evitar que se pare un reloj mecánico, lo
que hacemos es darle cuerda de vez en cuando, igual que cuando detectamos que
un reloj electrónico empieza a fallar le cambiamos la pila. Estos relojes
necesitan energía para mantenerse en óptimas condiciones y que, de vez en
cuando, comprobemos que marcan la hora correcta y la rectifiquemos en caso de
haberse atrasado o adelantado.
Nuestros relojes internos adolecen del mismo
mal y precisan de la luz natural para reajustarse convenientemente. La luz
artificial consigue confundirlos y nos mantienen en alerta por más tiempo del
que deberíamos estarlo, pero con esta estrategia no sólo engañamos a nuestra
propia biología, sino que nos engañamos a nosotros mismos. Porque nos hacemos
creer que los días pueden tener más de 24 horas y eso, en el plano real, es
totalmente imposible. A la larga, lo único que conseguimos es desequilibrar
nuestros ritmos circadianos y correr el riesgo de caer enfermos.
Las salas de espera de las unidades
psiquiátricas de los hospitales están llenas de pacientes que padecen ansiedad,
trastornos de adaptación, depresión estacional, estrés agudo, insomnio, trastornos
alimentarios diversos, etc. En muchos casos, su malestar podría haberse evitado
sólo con haberse cuidado un poco más y haber estado más atentos a las alarmas
de sus propios relojes internos.
Desde las investigaciones sobre el Núcleo Supraquiasmático realizadas en los años 70, 80 y 90 del siglo
pasado, han transcurrido mucho tiempo y, afortunadamente, también nuevas
investigaciones que han conseguido confirmar o refutar hipótesis que aún no se
habían podido contrastar y arrojar un poco más de luz que ha acabado
abriéndonos muchas más puertas que han dado lugar a muchas nuevas incógnitas
que los investigadores del futuro tendrán que resolver.
Una de las investigadoras que más
descubrimientos ha realizado en los últimos años sobre esos relojes biológicos
que nos marcan las pautas de nuestro día a día es Marta Garaulet, autora del libro Los Relojes de tu Vida.
M. Garaulet nos habla de términos como CRONOBIOLOGIA y CRONONUTRICION.
Ambos términos están muy relacionados y se
refieren a que nuestro organismo tiene diferentes relojes, aparte de los ya
descritos en este post. Todos estarían controlados por el Núcleo Supraquiasmático, pero algunos tendrían la capacidad de
actuar de forma más independiente, como el caso de los situados en los adipocitos, las células de la grasa
corporal. Se ha demostrado que los relojes de estas células seguirían
funcionando aún fuera del cuerpo, cuando se las mantiene vivas en un recipiente
de laboratorio. La hora de máxima sensibilidad a la insulina, por ejemplo,
sería hacia las doce del mediodía. En cambio, a las doce de la noche, pasaría
justo lo contrario. ¿Qué significa esto? Pues que, si hemos de comer dulces o
algún alimento rico en carbohidratos, es mucho más saludable que lo hagamos al
mediodía que no a medianoche, entre otras cosas porque nuestro organismo no va
a ser capaz de digerirlo con la misma facilidad y nos va a causar malestar, nos
va a impedir un sueño reparador y va a contribuir a que ganemos peso, al tiempo
que eleve nuestros niveles de triglicéridos, colesterol y azúcar en sangre.
Las personas vespertinas, en cambio,
acostumbran a hacerlo todo más tarde, desincronizando sus relojes internos. Se
levantan más tarde, comen peor y a horas menos saludables, cenan muy tarde y
prolongan sus rutinas hasta altas horas de la noche o madrugada abusando de la
luz artificial.
M. Garaulet y su
equipo han
demostrado que, aunque ingieran el mismo número de calorías diario, dos
personas pueden obtener resultados completamente diferentes cuando tratan de
llevar una dieta de adelgazamiento. Se puede dar el caso de que la persona que
ingiera 700 calorías para desayunar y 300 para la cena logre adelgazar más que
la persona que ingiera 300 calorías para desayunar y 700 para la cena. ¿Cómo
explicamos esto? Muy sencillo: nuestro organismo tiene sus propios horarios en
cuanto a la secreción de hormonas, la liberación de enzimas que faciliten la
digestión, la inducción al sueño, la regulación de la temperatura corporal, la
activación para estar más alerta a determinada hora del día, etc. Por la mañana
siempre vamos a digerirlo todo mejor, vamos a estar más despiertos, más
concentrados, más receptivos y más animados a involucrarnos en nuevos retos.
Después de comer, en cambio, nos va a venir el bajón, que muchos hacen
coincidir con la hora de la siesta. Muchas personas refieren que, por las tardes, no son capaces de hacer
ni la mitad de las cosas que hacen por las mañanas. Esto se hace más patente
aún en los meses de invierno, en que oscurece mucho más pronto. La hora en que
almorzamos también va a influir en cómo digiramos finalmente esos nutrientes y
en que adelgacemos o engordemos. Si la comida del mediodía la hacemos más tarde
de las 15:00 horas la vamos a digerir peor y, en consecuencia, va acabar
convertida en más materia grasa que si la comiésemos entre las 12:00 y las
14:30. Nuestro cuerpo se resiste de alguna manera a desoír la alarma de sus
relojes internos. Y aunque nuestras obligaciones laborales y familiares nos
obliguen a alargar nuestras jornadas y a retrasar nuestros horarios, la hora de
la cena también debería ser más temprana y en ella deberíamos habituarnos a ingerir
menos calorías y a evitar aquellos alimentos más difíciles de digerir.
Es evidente que estos estudios también han
probado la influencia genética a la hora de comportarnos de una determinada
manera y de adoptar ciertos hábitos alimenticios, de sueño, etc. Hay personas que son portadoras de un
determinado gen que, por mucho que coman a cualquier hora del día, no engordan
y otras que son portadoras de otro gen distinto que, por muchas dietas que
sigan estrictamente, tampoco adelgazan lo que desearían. En el campo de la
genética, tenemos un mundo por descubrir aún, pero lo bueno de la investigación
es que nunca se concluye con un descubrimiento, sino que se amplía. Cada vez
que los científicos encuentran una respuesta, lejos de sentir que han alcanzado
su objetivo y que ya se pueden dar por satisfechos y darle carpetazo al asunto,
automáticamente se ven retados por nuevos interrogantes. Se les abre una puerta
que durante mucho tiempo creyeron casi infranqueable, pero en esa nueva sala,
aparecen nuevas puertas y, cada una de ellas, esconde nuevas incógnitas que,
con el tiempo, serán objeto de nuevas líneas de investigación que hoy no
podemos ni alcanzar a imaginar.
Al margen de lo que aún ignoramos, podemos
utilizar la información que ya conocemos para tener más en cuenta nuestros relojes internos. Siempre se ha dicho que el cuerpo es sabio y que, si
desatendemos sus señales, se acaba rebelando y obligándonos a ocuparnos de su
bienestar. A veces nos acordamos de hacerlo cuando ya no hay nada que hacer,
porque la enfermedad se ha impuesto y se ha instalado en nosotros de por vida.
En esos casos, sólo nos cabe lamentarnos y aceptar lo que el curso de la
enfermedad decida. Pero, mientras aún estemos a tiempo de mejorar cosas, de
cambiar hábitos perniciosos por otros más saludables, de tomarnos las cosas con
más calma, de dejar de preocuparnos por lo que aún no ha pasado y quizá no
llegue a pasar nunca para empezar a OCUPARNOS de lo que de verdad nos debería
importar, no tiene sentido que no lo hagamos.
Al margen de todo lo que creemos que somos y
de nuestro empeño en no defraudarnos ni defraudar a nadie como los familiares,
los amigos o los profesionales que somos, no olvidemos nunca que, ante todo,
somos seres biológicos con un cuerpo y una mente que han de actuar
perfectamente sincronizados si no queremos que las personas que queremos seguir
siendo acaben perdiendo el equilibrio y rompiéndose como delicados cristales de
Bohemia.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Bibliografía consultada:
Fisiología de la conducta – Neil R. Carlson –
Ariel Neurociencia - Edición de 1997
Los relojes de tu vida- Marta Garaulet-
Editorial Espasa Libros- 1ª Edición 2017
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