Mordiendo el Polvo
A lo largo de nuestra vida, pasamos por
diferentes etapas que a veces nos hacen ascender incluso por encima de nuestras
expectativas y otras, en cambio, nos empujan hacia el fondo del abismo más
deprimente.
En un momento u otro, todos hemos cometido la
torpeza de creernos el centro del mundo y de pretender que todo gire en torno a
nuestros egos y nuestros propios intereses. En ocasiones, parece que las estrellas
fugaces se alían con nuestros aires de grandeza y están por la labor de
concedernos esos breves minutos de gloria, que acaban volviéndonos un poco más
prepotentes ante quienes nos han de soportar todos los días. Pero otras veces,
el único dictado que se acaba imponiendo es el de la implacable ley de Murphy y
todo lo que hacemos nos acaba saliendo mal.
Éxito y Fracaso. Dos palabras antagónicas en
las que Rudyard Kipling veía al mismo impostor en su famoso poema SI. Tal vez
porque todos los polos, de tan extremos, se acaban tocando. Igual que el amor y
el odio, la vida y la muerte o el día y la noche. Pese a su condición de
contrarios, no pueden existir el uno sin el otro.
¿Se puede valorar el éxito en su justa medida
cuando nunca se ha experimentado un fracaso?
¿Se puede aprender de un fracaso cuando no se
ha conocido nunca el éxito?
Ambas respuestas son complicadas, porque las
personas somos el resultado de lo que vamos aprendiendo y asimilando a raíz de
nuestras experiencias. Entre los miles de millones de personas que habitamos
este planeta, no encontraremos dos itinerarios iguales ni, por lo tanto,
tampoco dos maneras idénticas de encajar las experiencias de éxito o fracaso.
Hay personas que, desde su nacimiento, han
sido instruidas para tener éxito. Todo lo que les han enseñado, lo que han
practicado e incluso los contactos que les han facilitado sus familiares y sus
profesores han ido encaminados a lograr la excelencia. Programados para no fracasar en
la vida, para no caer jamás. No les permiten ni un solo fallo, ni una muestra
de debilidad. Para estas personas, por muchos éxitos que cosechen en la vida,
su día a día debe ser un verdadero suplicio al no poder bajar nunca la guardia
y estar continuamente preocupados por controlarlo todo, sin dejar de controlar
sus propias emociones.
Tener que aprender a decir lo que más te conviene en
lugar de poder expresar abiertamente lo que de verdad sientes, aunque te estés
equivocando, te convierte en el más hábil de los farsantes y en la más
desgraciada de las personas.
Cuando estas personas se encuentran de repente en
medio de una situación que se les escapa de las manos y, por circunstancias
ajenas a su propio control, se ven abocadas al fracaso, la caída puede ser tan
estrepitosa que les cueste un mundo volver a levantarse. Llegan a morder el
polvo que tanto les han enseñado a despreciar durante toda su vida y no siempre
logran recuperar la autoconfianza perdida.
Mirar el mundo desde abajo no tiene
nada que ver con mirarlo desde arriba. La realidad que se palpa es bien
distinta, los compañeros de viaje son otros y los recursos de los que disponen
en su día a día para solucionar sus problemas son bastante más rudimentarios. Los
que logran recuperarse de esa bajada a los infiernos, lo hacen gracias a darse
un baño de humildad y a codearse con aquellos a quienes nunca se dignaron a
mirar a los ojos porque les consideraban inferiores.
Sólo conseguiremos
aprender el verdadero valor de las cosas que tenemos o queremos tener si somos
capaces de luchar por ellas empezando desde abajo, soportando el esfuerzo de
cada cuesta hacia arriba, aguantando estoicamente los golpes tras cada nueva
caída y teniendo muy presente lo que estamos dispuestos a sacrificar por seguir
adelante con nuestro empeño.
Hay otras personas que, ya desde la cuna,
aprenden que han nacido para fracasar continuamente. Bien porque sus padres
sean muy pobres y apenas puedan cubrir sus necesidades más básicas (aunque haya muchos otros padres pobres capaces de educar a sus hijos en el esfuerzo y en la autoconfianza para lograr lo que se propongan en la vida), o bien
porque, aun estando en una buena situación económica, no confían en las
posibilidades de ese hijo de llegar a triunfar en la vida. Los mensajes
subliminales y los ejemplos que verá esa persona a su alrededor serán muy derrotistas y posiblemente llegará a la conclusión de que, por mucho que se
esfuerce, nunca va a conseguir nada de lo que se proponga.
Se dan casos en que
estos niños o adolescentes, que no dejan de temer el fracaso, llegan al extremo
de no presentarse a los exámenes porque están convencidos de que van a
suspender. Al no presentarse, tienen el consuelo de que, al menos oficialmente,
no suspendieron. Pero también el alivio de no arriesgarse a aprobar, porque en
el fondo le temen más al éxito que al fracaso. Con el fracaso han convivido
siempre, ya se han habituado a él y no les exige esfuerzo alguno. En cambio, el
éxito les cogería desprevenidos, con el pie cambiado. No sabrían cómo encajarlo
ni cómo lo encajarían sus familias. Si aprueban una vez, automáticamente se
obligan a esforzarse un poco más, para tratar de aprobar también la vez siguiente.
Eso implica cambiar su actitud, sus rutinas de estudio o de trabajo. Y ese cambio
es harto difícil cuando se le ha educado desde niño sólo para fracasar.
Cuando estas personas tienen un golpe de
suerte y los demás las empiezan a considerar exitosas, no saben cómo manejarse
en su vida diaria y, en ocasiones, acaban desaprovechando las oportunidades que
les brinda su nueva situación para dejarse caer sobre su antigua zona de
confort: su fracaso. Es fácil encontrar ejemplos de esta circunstancia en casos
en que a personas que viven en situaciones precarias de repente les toca un premio
de lotería y se centran en comprar muchas cosas o en embarcarse en un préstamo para comprar un buen coche o una buena casa, sin pararse a pensar en cómo
pagarán las cuotas que queden pendientes cuando se les acabe el dinero.
Aprenden rápido a desear la forma de vida de los que tienen más dinero que
ellos, pero no se preocupan de preguntarse por el modo cómo podrán mantener esa
nueva forma de vida. Muchas personas que han vivido esa experiencia, han
acabado más arruinadas después de que les lloviese ese dinero del cielo, porque
no lo han sabido gestionar como lo habría hecho alguien que conoce los secretos
del verdadero éxito.
Si no resulta normal una vida en la que nunca
se experimente el fracaso, tampoco es normal una vida en la que no se
experimente el éxito. Ambas circunstancias siempre van muy ligadas y no tienen
por qué plasmarse en los extremos más absolutos, sino que pueden convivir
apaciblemente en los términos medios.
Todos cometemos errores todos los días, pero
también acertamos muchas veces y en muchas cosas distintas. Tanto en el ámbito
familiar, como académico, como laboral. Si no cometiésemos errores, no seríamos
personas, sino enciclopedias ambulantes y además no enciclopedias cualesquiera,
sino virtuales y que se actualizasen en tiempo real. Porque la información es
correcta por poco tiempo. Como todo producto de nuestro ingenio, está sometida
a los dictados de la obsolescencia. Lo que ahora mismo es verdad, dentro de una
hora puede dejar de serlo, si cualquier hipótesis nula ha sido refutada por
alguien en cualquier rincón del planeta. De lo que podemos deducir que, como
humanos, somos incapaces de actualizar a cada instante la ingente cantidad de
información que manejamos cada día. De ahí que no nos exijamos tal nivel de
excelencia y nos permitamos un margen de error que nos permita seguir adelante
y darnos un respiro.
Tendemos a creer que la experiencia de fracaso nunca
conlleva nada bueno. A nadie le gusta caer cuando se cree en la cúspide de su
carrera, o que le abandone su pareja cuando está convencido de que era el amor
de su vida, o que el proyecto por el que ha luchado durante tanto tiempo y por
el que ha sacrificado tantas cosas ha sido suspendido por falta de recursos
para sacarlo adelante. En todas esas situaciones, la persona puede acabar
mordiendo el polvo y viéndose abocada a una inseguridad extrema. Su mente se
puede sentir saturada de pensamientos contradictorios que, por un tiempo, no le
permitan ver ninguna luz más allá de su obsesión y su dolor por lo que le ha pasado.
La rabia, la impotencia, el desconcierto o la negación de lo ocurrido son parte
de las reacciones más habituales cuando alguien siente que ha caído y cree que
va a ser incapaz de volver a levantarse por su propio pie. El orgullo propio es
uno de los sentimientos que más cuesta erradicar en estos casos, porque a la
persona le cuesta admitir que necesita la ayuda de los demás. Pero quizá sea precisamente
ese ejercicio de humildad el primer paso necesario para empezar a levantarse.
No hemos de avergonzarnos por haber caído, sino mentalizarnos de que, gracias a
esa caída, aprenderemos a levantarnos mejor, afianzando nuestra confianza y
procurando pisar con más firmeza un suelo más sólido.
A veces las caídas son la mejor prueba de
fuego para enseñarnos que seremos capaces de volver a levantarnos y de superar
cualquier adversidad que se nos cruce en el camino. Quien nunca se ha caído no
puede tener la certeza de que será capaz de volver a empezar y de volver a
tener éxito en la vida. En cambio, el que ha sufrido una caída importante y ha
sido capaz de superar todos los obstáculos que se le han presentado a raíz de
ella, habrá aprendido que podrá con todo lo que le pase, mientras su voluntad y
su fortaleza física se lo permitan.
Que no nos dé miedo morder el polvo. A veces
es la mejor manera que tiene la vida de advertirnos de que, por aquel camino y
con aquellos compañeros de viaje, no íbamos bien. Cuando llevamos las cosas a
sus extremos, todo nos parece mucho más trágico de lo que lo es en realidad.
Porque todo en esta vida es muy relativo y todas las situaciones en las que nos
vemos implicados, siempre tienen dos formas antagónicas de interpretarse. Así,
en una caída, muchos pueden ver el declive de la persona que la ha sufrido.
Pero muchos otros, vemos la oportunidad que esa persona tiene de reinventarse,
de volver a empezar adoptando otra forma de entender, de escuchar, de valorar
lo que realmente le importe en su vida.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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