Calor y Mal Humor

Todos somos conscientes de la mucha importancia que tienen para nosotros la luz solar, el agua y los alimentos que tomamos diariamente para mantenernos vivos. Pese a que a veces tendemos a olvidarlo, somos seres biológicos que precisamos del cumplimiento de una serie de condiciones óptimas para lograr nuestra subsistencia. En ese sentido, no somos muy distintos de esas plantas de interior con las que adornamos las estancias de nuestros hogares ni de esas otras que viven a la intemperie en nuestros balcones o jardines. Como todas ellas, necesitamos de esos estímulos externos para evitar que nuestra naturaleza se resienta.


Pero, ¿qué ocurre cuando esos estímulos resultan nocivos para nuestra salud? ¿Qué ocurre cuando la temperatura se eleva tanto en los meses de verano que preferiríamos estar en invierno? Si no tratamos de ponerle remedio, nos ocurrirá como a esas plantas de interior cuando las sacamos de su zona de confort y las ponemos en la terraza. En poco tiempo se resecan hasta el punto de desvanecerse las hojas y el tallo, pudiendo llegar a morir de calor.

Muchos médicos coinciden en recomendarnos que bebamos más agua, que evitemos la exposición directa al sol entre las 12:00 y las 17:00 horas, que hagamos ejercicio por la mañana temprano o cuando refresca al atardecer, que nos protejamos con crema solar de factor elevado, que nos cubramos la cabeza con una gorra o un sombrero y que comamos de manera más ligera (más fruta, más verduras, menos salsas, nada de alcohol y el mínimo de azúcar posible). Todas esas recomendaciones están muy bien, pero pese a seguirlas al pie de la letra, seguimos teniendo demasiado calor y nuestro ánimo está por los suelos.



Es verano, mucha gente disfruta de sus merecidas vacaciones y los días son más largos. Por nuestro organismo circula más serotonina que durante las estaciones más frías. La serotonina es la hormona de la felicidad, porque nos incita a sentirnos más activos y optimistas. Pero el caso es que, cuando las temperaturas se acercan a los 40ºC, por mucha serotonina que tengamos en las venas, nos sentimos cansados, abatidos e irritables. Nos cuesta dormir por las noches y, cuando lo logramos ya de madrugada, el despertador no tarda en sacarnos de nuestro letargo para anunciarnos el comienzo de otro día de calor insoportable. No descansamos, nos cuesta concentrarnos y nuestra agilidad mental se entorpece y nos obliga a reaccionar de forma más lenta y también más errática.

¿Por qué nos sucede todo esto?

Como a las plantas, el exceso de calor también nos reseca a los seres humanos. Para evitar que esas temperaturas externas calienten por encima de lo que se considera óptimo nuestras células y nuestros órganos, el hipotálamo empieza a trabajar a toda máquina para conservar la temperatura óptima de nuestro organismo. Esa lucha conlleva adoptar la estrategia de liberar agua de las células que expulsamos a través del sudor. Cuanto más sudamos, más agua necesitamos ingerir para no llegar a deshidratarnos. Y así, entramos en un círculo vicioso en el que, cuanto más bebemos, más sudamos y cuanto más sudamos, más bebemos. Este mecanismo de defensa se desactiva cuando la temperatura exterior se normaliza, pasada la ola de calor y todo vuelve poco a poco a sus valores deseables.

Mientras el hipotálamo no deja de velar día y noche por mantener a raya nuestra temperatura corporal, corremos el riesgo de que desatienda alguna que otra de sus funciones y ello acabe repercutiendo en nuestro estado de ánimo.

El calor no afecta sólo a los seres biológicos. También algunos electrodomésticos se resienten cuando la temperatura del exterior es tan elevada. Los motores de las neveras y de los congeladores han de trabajar mucho más, consumiendo con ello mucha más energía, para mantenerse a la temperatura para la que están programados habitualmente.

Desde la sociología, se han llevado a cabo diferentes estudios en los que el protagonista ha sido el calor. Pero, ¿qué tiene que ver el calor con las relaciones interpersonales? Pues mucho más de lo que a priori nos parecería.




Ya en 1833 el sociólogo francés Adolphe Quételet formuló la que bautizó como “Ley térmica de la delincuencia”, para aventurar la hipótesis de que los delitos violentos son más probables en los períodos de fuerte calor”.  Esta ley partía de las siguientes premisas:

-   Los delitos contra los bienes y el patrimonio se cometen en mayor medida en los meses de invierno.

-    Los delitos contra las personas se cometen más en los meses de verano.

-    Las agresiones de carácter sexual se producen más en primavera.

Según Quételet, en los climas fríos se daban índices de agresión interpersonal muy inferiores a los registrados en los climas moderadamente cálidos, mientras que en los países donde las temperaturas acostumbran a ser extremadamente altas esos índices de agresión de mantenían estables. Esta hipótesis fue corroborada en 1999 por Vlier y colaboradores, en un estudio transcultural que recogía los datos de 136 países.

Otro estudio llevado a cabo por Anderson en 1987 consideró los delitos violentos (asesinatos, violaciones y atracos a mano armada) y los no violentos (hurtos o robos de automóviles) cometidos por todo el territorio de EEUU durante una década entera (de 1971 a 1980). Tras revisar todos los casos, se pudo deducir una relación directa y lineal entre temperatura elevada y delitos violentos y, aunque menos intensa, también entre temperatura elevada y delitos no violentos). También se vio que la incidencia del delito violento fue significativamente mayor durante los meses de verano.

Del mismo año 1987 data el trabajo de Rule y colaboradores, quienes expusieron a sus sujetos de estudio a un experimento dividiéndolos en dos grupos con condiciones distintas. El primer grupo fue sometido a una temperatura calurosa (33ºC), mientras que el segundo lo fue a otra más fresca (21ºC). A ambos grupos les fue encomendada la tarea de escribir el final de una historia sencilla e incompleta que les proporcionaba el experimentador. Algunos componentes de la historia tenían cierto potencial para la agresión. El resultado fue que los sujetos expuestos a la temperatura más elevada mostraron mayor propensión a completar sus historias con finales agresivos. Según Rule, el calor preactiva los pensamientos agresivos.

Por último, otro autor, Baron (1972) defiende la idea de que la relación entre el calor y la agresión no es directa y lineal como defendía Rule, sino que se acercaría más a la hipótesis de Quételet. Según Baron y Bell (1975) la provocación o el ataque generan afecto negativo y la temperatura calurosa también. Si se suman ambos efectos, se puede sobrepasar el límite en que la lucha cede su paso a la huida. Las situaciones intermedias de calor sin provocación o de provocación sin calor generan un afecto negativo intermedio y, por tanto, alta agresión. La interpretación de Baron se conoce como la “relación de U invertida entre calor y agresión”.

En la actualidad esta relación entre calor y agresión se sigue investigando y no faltan estudios que vendrían a avalar la tesis de que en los meses más calurosos del año los índices de casos de violencia de género son más elevados que durante los meses más fríos. También se da la circunstancia de que estos casos ocurren con más frecuencia durante los fines de semana y en períodos de vacaciones. Curiosamente, también es después de las vacaciones de verano cuando se presentan más demandas de divorcio.

Lo bueno que tiene la ciencia es que no se rige por dogmas absolutistas, sino que se sustenta en teorías que, en cualquier momento, pueden ser refutadas si los resultados de estudios posteriores las acaban contradiciendo.

Es evidente que, no por tener que soportar más calor del que estamos habituados a soportar nos vamos a convertir ahora todos en personas agresivas o incluso en criminales. Pero sí es verdad que la mayoría de las personas reconocemos estar más irritables y tener mucha menos paciencia con los demás que cuando la temperatura es más soportable. Si alguien tiene tendencia a la agresividad ya en condiciones normales, resulta comprensible que, si la elevada temperatura le hace estar más susceptible, también le resulte mucho más difícil controlar sus impulsos y se muestre más violento o violenta. Aunque nuestra capacidad de comprender que el calor pueda propiciar el aumento de estas conductas tan indeseables no significa que las tengamos que justificar. La agresión nunca debería estar justificada bajo ningún concepto.

A parte de las recomendaciones médicas que apuntábamos al principio, hay recomendaciones de carácter más psicológico que podrían servirles a estas personas de verbo y puños fáciles para calmar sus frustraciones. Pegarle o matar a otra persona no las va a liberar de esa furia que sienten dentro de sí mismas. Bien al contrario, las acabará hundiendo mucho más.

La mayoría de nosotros tenemos que lidiar todos los días con situaciones que nos superan y que nos obligan a replantearnos muchas cosas, pero no por eso vamos por ahí a tortazo limpio como en aquella película que hace unos años protagonizó Michael Douglas, “Un día de furia”.

Si nos dignásemos a preguntarnos cómo está viviendo la misma situación de la que nos quejamos tanto nosotros, nuestro compañero o compañera de al lado, esa simple muestra de empatía contribuiría a que nos sintiésemos un poco aliviados. Porque, en medio de situaciones complicadas es cuando más se agradece encontrarte en el camino con personas que, aunque no te conozcan ni las conozcas de nada, están pasando por el mismo trance que tú. Sólo por eso ya nos merece la pena respirar hondo, contar hasta diez y buscar en quienes no rodeen esa complicidad, esa mirada empática que nos reconforte.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749


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