Distorsionando Afectos

Cuando intentamos captar una imagen a través de nuestra cámara digital o de la cámara del móvil, a veces nos pasa que capturamos una forma extraña que no se parece en nada a lo que teníamos delante de los ojos mientras tratábamos de encuadrar la foto, justo antes de pulsar el disparador.

Esas imágenes raras y del todo incomprensibles serían un ejemplo muy claro de lo que entendemos por distorsión. Distorsionar significa deformar la realidad haciéndola parecer otra cosa.


En psicología, cuando hablamos de distorsiones cognitivas nos referimos a las distintas formas que, involuntariamente, elegimos para deformar nuestra realidad, para entender sólo aquello que parece confirmar nuestras hipótesis.

Así, podemos sobregeneralizar a la hora de juzgar el comportamiento de alguien que se ha equivocado o irnos de un extremo al otro cuando cuestionan nuestras decisiones, como si no existiesen los matices y nos lo tuviésemos que jugar todo a una sola carta. También podemos obsesionarnos con la idea de que todo el mundo está confabulado contra nosotros, sólo porque llevamos una mala racha y nada parece salirnos a derechas. O podemos enfocar nuestro punto de mira en un reducido fragmento de la realidad que creemos tener delante y ser incapaces de captar lo que hay alrededor de ese fragmento.

Hay infinidad de formas de desdibujarnos lo que tenemos ante los ojos, de ver solo lo que queremos o lo que más tememos, de mirar sin ver o de ver lo que no existe en realidad. 

Cuanto más hemos evolucionado los humanos, más compleja ha devenido nuestra mente y más difíciles de interpretar han resultado sus mecanismos.

Hemos sido capaces de alcanzar retos que nuestros antepasados Neandertales no habrían podido ni imaginar, pero en cambio, en el terreno afectivo, en todo lo que concierne a nuestras emociones, demasiadas veces seguimos pareciéndonos a aquellos hombres que todo lo arreglaban a golpe de porra, dominados completamente por sus instintos más primitivos.

Basta recrearse en las tramas de diferentes novelas de todas las épocas o en muchas de las películas que se siguen estrenando en pleno siglo XXI o detenernos a desentrañar las letras de muchas canciones que han conseguido millones de descargas en la red, para concluir que nuestra asignatura pendiente es la educación emocional. 

No sabemos relacionarnos unos con otros. No sabemos estar a la altura de lo que nuestras parejas esperan de nosotros ni nos atrevemos a tomarnos la libertad de dejarnos ir, de mostrarnos como somos de verdad, sin pantallas de protección, a corazón abierto. Nos aterra que descubran lo que de verdad sentimos y pensamos, que nos pillen atrapados en un momento de debilidad, que nos encuentren con el pie cambiado, que sepan de nuestras dudas y que puedan creer que nos tienen del todo ganados para poder hacer de nosotros lo que buena o malamente quieran.

Y, para disimular esas realidades interiores nuestras, ¿qué hacemos?

Pues disfrazarlas, distorsionarlas, haciendo que parezcan justo lo contrario.

Si entramos en casa con miedo a que nos reprendan por llegar tarde y no haber avisado, lo disimulamos mostrando cara de pocos amigos y atacando antes de que, supuestamente, nos ataquen.

Si nuestra pareja nos pide perdón por algo, en lugar de restarle importancia al supuesto agravio y de mostrarnos cariñosos con ella, muchas veces tendemos a echarle más leña al fuego, haciéndole ver hasta qué punto ha hecho las cosas mal y debe enmendarse.

O, si nos sentimos abatidos, cansados o deprimidos por alguna circunstancia, en lugar de expresarlo abiertamente y de buscar consuelo en el otro, lo que hacemos a menudo es mostrarnos esquivos, malhumorados y más silenciosos de lo habitual, como si la otra persona tuviese alguna culpa de lo que nos pasa.

Todas estas estrategias que utilizamos para desenfocar nuestras propias lentes, lejos de servirnos para resolver las situaciones que nos superan, lo único que consiguen es que las personas con las que convivimos acaben distorsionando también sus lentes cada vez que nos enfocan, captando una realidad que en nada se parece a la que estamos padeciendo internamente. Muchas veces, son esas imágenes extrañas que en un momento dado otros captan de nosotros las que acaban desencadenando los peores desenlaces.

Si no queremos seguir cayendo en los tópicos del tipo “No eres tú, soy yo” y perdiendo el afecto de quienes tenemos la suerte de tener al lado, tal vez deberíamos dejarnos de experimentar con nuestras propias emociones y dejarlas expresarse libremente, sin filtros ni corazas.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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