Patrias y Muñecos Rotos
Aunque a muchos les cueste admitirlo una vez
alcanzada cierta edad, todos hemos sido adolescentes alguna vez y nos hemos
atrevido a soñar despiertos y a adoptar como propias las ideas de muchos otros
soñadores que se atrevieron a pasar a la acción e incluso a dejarse la vida en
sus intentos por tratar de doblegar la realidad que no se resistían a aceptar.
La adolescencia es un período de la vida muy peculiar en el que muchos hemos
necesitado cuestionarnos las normas establecidas y hemos querido sustituirlas
por otras más dignas. No es extraño que cincuenta años después de las muertes
de líderes como Martin Luther King o Ernesto Che Guevara, los nietos de sus
contemporáneos de buena parte del mundo vistan camisetas con sus perfiles más
conocidos o sigan proclamando sus ideas a los cuatro vientos: “I have a dream”
“Prefiero morir de pie a vivir siempre arrodillado”.
Lástima que ambos “influencers” del siglo
pasado perdieran sus vidas de la misma manera y por idénticos motivos: le
resultaron demasiado molestos a otros. Y quizá no sólo por las ideas de
construir un mundo mejor, sino también por las sombras que no suelen acompañar
a sus leyendas. A veces, en nuestro empeño por creer a aquellos que admiramos,
olvidamos que todos tenemos escondida una cara B y que nada es lo que parece y
lo que parece ser, no siempre acaba siendo como intuimos.
Cierto es que hay personas que ya parecen
haber nacido demasiado maduras y que no se permiten ni un triste desliz en
ninguna etapa de sus vidas. Son aquellas cuya fuerza motriz no es el deseo,
sino el deber. “Debería ser más íntegro, más serio, más recto, más
perseverante, más honesto, más fuerte, más ejemplar”, … y, en definitiva, menos de verdad. Porque la perfección nunca se
ha entendido bien con nuestra condición humana. La sabiduría popular siempre ha
defendido la tesis de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces
con la misma piedra.
Pero también es cierto que muchas veces,
incluso aquellos que más se han equivocado de jóvenes, son los que más interés
parecen tener en ocultar sus supuestas debilidades. Como si las personas
pudiésemos alcanzar los conocimientos y las experiencias que nos han traído
hasta el punto donde estamos ahora sin necesidad de mojarnos ni de morder el
polvo ni una sola vez.
Como hemos visto, muchos de esos sueños
adolescentes, desgraciadamente, tienen que ver con la política y con el ingenuo
deseo de cambiar el mundo para poder dejarles una herencia más respetable a
nuestros hijos y nietos. Una empresa muy loable en la que muchos no dudan en
embarcarse dejándose guiar por otras personas que no siempre resultarán las más
recomendables, porque tras las grandes ideas y los contundentes discursos no
siempre se esconden intenciones nobles.
En todas las épocas históricas desde que los
humanos guardamos nuestras memorias por escrito, hemos sido testigos de cómo
esas jóvenes promesas de futuro eran captadas para engrosar las listas de
hombres de iglesia o de soldados dispuestos a morir por sus respectivas
patrias. Apenas unos niños estrellándose contra una realidad que se creyeron
capaces de cambiar, pero que finalmente pudo con ellos, reduciéndolos a meros
muñecos rotos.
En las guerras, nunca mueren aquellos que las provocan. Los que caen
son los pobres peones, los que tienen que aprender a matar contra su voluntad
para tratar de evitar que les maten a ellos. Que sean de izquierdas o de
derechas no les convierte en más o menos especiales. Son idénticos en su
desgracia y en su desamparo. Y es muy probable que, si caen por la patria, les
acabe cubriendo la misma bandera.
En un mundo globalizado en el que casi
pasamos más horas habitando espacios virtuales que físicos, ¿tiene sentido
seguir reivindicando una patria o una bandera?
Soñar con poder cambiar el mundo sigue siendo
igual de lícito ahora que durante la revolución del mayo francés en 1968, o en
plena revolución rusa en 1917 o en los días de 1789 en que las guillotinas no
paraban de cortar cabezas nobles en la revolución francesa. Pero, si somos un poco
autocríticos, habremos de reconocer que aquellas revoluciones no contribuyeron
precisamente a mejorar el mundo. No nos hicieron más libres ni consiguieron que
viviésemos en países más democráticos.
La Rusia de los zares
cayó en manos de los bolcheviques y el resto del mundo supo de los estragos que
causó y sigue causando el comunismo en buena parte de Europa, Asia y
Latinoamérica. Unas ideas que, en sus inicios, se presentaban como una especie
de panacea contra los gobiernos absolutistas, pero que resultaron ser tan
restrictivas y mortíferas como las que se hubiesen dado cita en un tratado
sobre la tiranía.
Y de las manifestaciones que se iniciaron en
la Sorbona de París en 1968 poco se sacó en claro. Cierto es que, cincuenta años después, seguimos hablando de ellas y de las ideas que defendían soñadores de la época
como Dany Cohn-Bendit.
Pero nada ha cambiado desde entonces, aunque
tecnológicamente hayamos dado un salto gigantesco. Hemos sustituído los cafés
de antaño por las redes sociales de ahora, pero las quejas son las mismas y
la precariedad que nos rodea es una triste copia de lo que pudo haber sido y no
fue. Da igual quien esté en el poder, da igual qué ideas defienda ni qué
mecanismos idee para tenernos más controlados, sin que aparentemente nos demos
cuenta y nos sigamos creyendo libres.
Por un lado, temen que soñemos despiertos y
que nos vengamos arriba, porque entonces surgen movimientos ciudadanos como el
15M o como las diadas catalanas. Pero por otro, les viene bien muy nuestro
supuesto espíritu combativo y revolucionario para justificar la implantación de
medidas cada vez más restrictivas a la libertad de expresión. Ellos no atacan,
sólo se defienden. Y lo hacen jugando con todos nosotros, haciéndonos creer que
nuestros votos pueden servir para cambiar los escenarios e incluso las
fronteras. Qué ilusos somos.
Aunque nuestras voces fuesen tenidas en
cuenta y cambiase la forma de este estado caduco y sembrado de muertos sin
identificar y de monumentos a los culpables de que tantas familias hayan tenido
que llorar a tantos muñecos rotos, ¿acaso los que nos gobernasen serían dignos
de nuestra lucha? ¿Acaso el poder no corrompe a todos por igual? ¿Merece la
pena jugarse la libertad o la vida por una patria o por una bandera?
Como cantaba hace unos años Amaya Montero de
la Oreja de Van Gogh: “Nuestra patria existe donde estemos tú y yo”.
Si hemos de rompernos en mil pedazos, que sea
persiguiendo nuestros propios sueños. Nunca los de un partido político, ni los
que utilicen palabras huecas para rellenarlas con nuestra sangre y nuestras
ilusiones: Patria, Nación, Bandera o República. Mejor luchemos por hacer de
nuestra vida un espacio digno de ser experimentado, en el que las emociones no
tengan que reprimirse por miedo a ser malinterpretadas y las personas que
elijamos para acompañarnos nunca se sientan discriminadas por pensar como
piensen o por rezar a quien le recen. Si seguimos queriendo cambiar el mundo,
empecemos por nosotros y el resto, se irá viendo.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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