Rotos y Descosidos
Los que tuvimos el privilegio de pasar muchas
horas junto a nuestras abuelas, también tuvimos la inmensa suerte de poder
conocer un mundo que ya casi se ha desvanecido al ir despoblándose a marchas forzadas.
Las nuevas generaciones hemos ido emigrando en busca de vidas mejores para
acabar aterrizando en este otro mundo en el que todo parece más al alcance de
la mano, pero también cualquier pequeña cosa se nos complica mucho más.
Aquellas mujeres que tan estoicamente
soportaban las inclemencias de la vida y nos contaban pacientes sus batallitas
de juventud con una luz en la mirada de una fuerza extraordinaria, muchas veces
eran analfabetas que nunca habían podido acceder a la información que contenían
los libros ni tampoco valerse de las indicaciones escritas de las calles para
moverse por ellas. Pero no parecían tener demasiados problemas para encontrar
lo que buscaban ni tampoco para hacerse entender y entender a sus semejantes.
Transmitían tanta sabiduría innata que nos parecían diosas intocables e
incuestionables. Lo que ellas decían se convertía para nosotros en una especie
de dogma de fe. Además, para no saber leer, sabían usar palabras llenas de propiedad
y de sentido común. Constantemente acudían al refranero para explicar cualquier
circunstancia y siempre acababan encontrando la que encajaba mejor con la
situación en cuestión.
Uno de aquellos refranes era “Nunca falta un roto para un descosido”.
Solían usarlo para explicarse cómo determinadas personas con un montón de
supuestos defectos podían llegar a encontrar pareja. De esta explicación podría
derivarse la recurrida frase “Son tal
para cual”. En estas sentencias populares no faltan buenas dosis de
prejuicios y de descaradas distorsiones de la realidad de los implicados en
ellas. Pero es verdad que, al menos cuando escuchábamos a nuestras abuelas
pronunciándolas con tanta seguridad, por poco que conociéramos a los sujetos
que eran objeto de ellas, entendíamos sus razonamientos e incluso los
compartíamos. Porque resultaba fácil comprender que una persona poco agraciada
físicamente no pudiese captar la atención de otra persona físicamente atractiva
o que alguien con pocas luces en el terreno del conocimiento fuese incapaz de
enamorar a un o a una sabelotodo. Nos parecía lógico emparejar a personas que
se pareciesen en cuanto a defectos o a virtudes.
Definitivamente, el mundo que conocieron
nuestras abuelas, se supone que tendría que tener muy poco que ver con el
nuestro, pero quizá erramos al pensarlo. Porque evolucionan los tiempos, pero
no siempre evolucionamos las personas.
Las generaciones de ahora hemos tenido
bastante más suerte de la que tuvieron nuestras predecesoras. Para empezar, ninguna
guerra nos ha destrozado la infancia, ni la adolescencia, ni la juventud. Hemos
podido vivir otro tipo de situaciones de distinta gravedad, pero nada que ver
con las circunstancias que tuvieron que padecer nuestros abuelos. Hemos podido
formarnos, viajar, conocer otras culturas, abrir la mente a otras posibilidades
que nuestras sabias abuelas ni se hubiesen planteado. Y hemos conocido
infinidad de personas diferentes que nos han ido aportando muchas cosas buenas
y malas que hemos ido asimilando e integrando en nuestro rompecabezas
particular. A estas alturas, deberíamos haber aprendido que el aspecto físico
de alguien no tiene por qué convertirle en más o menos interesante y que la inteligencia no siempre se identifica
con lo que uno sabe o no sabe, sino con la maestría que demuestra manejando lo
que necesita saber para sentirse útil y perfectamente integrado en su mundo.
Una persona puede ser muy bella y en cambio resultar detestable por su actitud
prepotente, mientras que otra puede ser poco agraciada y ser capaz de iluminar
una noche sin luna con su simpatía hacia quienes la rodean.
En el fondo, todos tenemos partes rotas y descosidas, que intentamos disimular
como buenamente podemos. A veces logramos que pasen totalmente desapercibidas
ante los ojos de los demás. Pero otras resultan tan evidentes que llegamos al
extremo de sentir vergüenza y de pedir disculpas por nuestros errores, por
nuestra incapacidad para afrontar una determinada tarea o simplemente por no
ser capaces de haber advertido algo que para otras personas era muy importante.
Pero esas taras nuestras, que son las
taras de todos, no deberían servirle a nadie para tratar de hacer leña del
árbol caído ni para mofarse de nuestras supuestas desgracias.
¿Quién ha dicho
que en este mundo sea obligatorio ser perfecto?
¿Conocemos a alguien que lo sea?
¿Cómo sería
una persona perfecta?
Pero, ¿de
verdad nos compensa disfrazarnos de esa manera? ¿Alguna vez se nos ha ocurrido
preguntarnos si las personas a las que seguimos son sinceras en sus perfiles?
Tendemos a recibir
lo mismo que damos.
Si empezamos a relacionarnos con otras personas utilizando la mentira ¿podemos
esperar que ellas sean del todo sinceras con nosotros?
Si nos sentimos rotos y nos ponemos una
máscara para que no vean nuestras cicatrices ni nuestras lágrimas, quizá
quienes decidan interactuar con nosotros hagan exactamente lo mismo. Acabamos atrayendo lo que somos en realidad.
Si tenemos claro quiénes somos y qué queremos encontrar, dejemos de simular lo
que no somos.
A veces, personas que coinciden al estar pasando ambas por un mal momento se conocen debido a ese factor común y acaban manteniendo una relación sentimental cimentada precisamente sobre ese apoyo mutuo que se están dando en sus respectivos duelos. Pero, superadas esas situaciones complicadas, ¿son siempre esas parejas capaces de continuar adelante?
Hay personas que superan sus problemas más
fácilmente que otras y necesitan retomar sus vidas y seguir adelante. Si
resulta que la persona que tienen al lado no ha conseguido superar la
circunstancia que las unió en un principio, la sentirán más como un lastre que
como una aliada. Y este cambio de visión puede acabar resquebrajando la
relación y dándola por finiquitada.
Para que una relación entre dos personas
funcione éstas se tienen que aportar valor mutuamente. No basta con partir de
la misma línea de salida, no basta con tener gustos similares, ni tampoco basta
con confundir el apoyo mutuo con el amor. En el AMOR intervienen muchos más
factores.
De modo que las sabias sentencias de nuestras
abuelas no nos sirven como brújula para explorar el mundo en el que nos movemos
hoy en día. Nuestra vida es mucho más compleja que la suya y todo en ella
evoluciona mucho más deprisa que en su tiempo. Ellas veían el matrimonio como
una unión para toda la vida. Daba igual si en él había amor o no, si eran
capaces de comunicarse satisfactoriamente con sus maridos, si echaban de menos alguna cosa o si les
sobraban otras. La mayoría de aquellas mujeres nunca se atrevió a plantearse si
eran felices o no, aunque muchas, cuando se enfadaban, no dudaban en renegar de
su suerte vomitando frases como “Si yo volviese a tener 20 años, no dejaría que
ningún desgraciado me embaucase”. Se
quejaban de sus vidas, pero nunca se habrían separado de sus parejas porque les
habría supuesto tener que cambiar demasiadas cosas, reinventándose a sí mismas
y empezando a batallar ellas solas. Y ese miedo a ser libres, esa desconfianza
en las propias capacidades las obligaba a conformarse y a seguir aguantando
hasta el final de sus días. También hay que recordar que estas mujeres vivieron
gran parte de sus vidas bajo una dictadura y que, de haber dejado a sus
maridos, habrían incurrido en un delito considerado muy grave, que les habría
costado la cárcel o incluso algo peor.
Hoy en día, resignarse de esa manera no tiene
ningún sentido, pero también es verdad que cada persona entiende la vida según
lo que ha experimentado en ella y que algunas pecan de ser demasiado
dependientes de sus parejas. Dependientes no ya en el sentido económico, sino
en el emocional.
El mundo actual cambia continuamente y nos
obliga a evolucionar a su mismo ritmo. Si nos quedamos rezagados, nos dejan
fácilmente fuera de juego. No podemos sentarnos pacientemente a hacer ganchillo
para matar el tiempo como hacían nuestras abuelas. Ahora hemos de continuar
formándonos, aun a edades avanzadas para evitar caernos en la obsolescencia. Si
en una pareja, uno de sus miembros decide relajarse y dejar de evolucionar, la
otra parte puede sentirse defraudada y decidir dejar de remar por los dos, para
empezar a hacerlo por su cuenta. Es lógico. Ya no estamos en el siglo pasado,
ya no tememos las represalias de la iglesia ni de nadie. Somos más conscientes
que nunca de que sólo tenemos una vida y de que bien haríamos en dignarnos a
vivirla plenamente.
Si en algún momento de nuestra vida nos hemos
sentido rotos o descosidos, ya es hora de que cerremos y cosamos nuestras
heridas con firme determinación. La vida no surgió de la interacción del agua y
de los microorganismos para que nosotros la desaprovechemos lamiéndonos
nuestros rasguños, sino para que nos hagamos dignos de merecerla, procurando
dotarla de sentido.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Comentarios
Publicar un comentario