Desprestigiando la Formación
En un mundo tan cambiante y vertiginoso como
el que habitamos, la formación ha pasado de ser algo que debía adquirirse en
las primeras etapas de la vida para poder acceder con más garantías al mercado
laboral a convertirse en una necesidad que debe satisfacerse periódicamente a
lo largo de toda nuestra vida laboral.
Hasta no hace tantos años, buena parte de esa
formación se adquiría en el puesto de trabajo. Los jóvenes empezaban como
aprendices en una empresa y, poco a poco, iban aprendiendo a utilizar con éxito
los diferentes recursos de cada profesión. Con el tiempo, conseguían subir de
categoría profesional y podían llegar a convertirse en oficiales en su ramo. En
aquel tiempo, no faltaban buenos profesionales de cualquier sector profesional.
Las universidades eran terrero casi exclusivo de los hijos de familias más
pudientes o de buenos estudiantes que conseguían su sueño de llegar a pisarlas
a base de mucho esfuerzo y del apoyo de becas que combinaban con trabajos mal
remunerados durante los fines de semana y los períodos de vacaciones. Los
planes de formación profesional se instauraron para abonar un terreno
intermedio entre los aprendices y los titulados superiores y acabaron
garantizando la continuidad de muchas profesiones y dotándolas, a su vez, de su
merecido reconocimiento a nivel académico y empresarial. Durante un tiempo,
resultaron ser la opción más acertada para que muchos jóvenes no abandonasen
los estudios y se forjasen un futuro nada desdeñable.
Fue algo más tarde, durante los años de la “España va bien de Aznar”, cuando todos
empezamos a volvernos locos y ocurrieron dos cosas contrapuestas que están en
el origen de los problemas que padecemos hoy. Por un lado, muchos padres y
alumnos empezaron a mirar la universidad como ese bien preciado al que todos
teníamos derecho, independientemente de nuestra economía y de nuestra capacidad
intelectual. La opción de la formación profesional pasó entonces a un
desmerecido segundo plano. Por otro lado, muchos otros estudiantes, cansados de
esforzarse o de simular ese esfuerzo para
sólo conseguir encadenar suspensos, decidieron dejar los institutos
antes de concluir la formación obligatoria para trabajar en sectores como la
construcción, atraídos por los salarios altos. No era de extrañar en aquellos
años que muchos jóvenes que aún no habían alcanzado ni los veinte años se
permitiesen lujos que otros jóvenes que decidieron seguir estudiando y
esforzándose por alcanzar un futuro mejor no podrían ni soñar.
Si abandonar las aulas sin haber concluido la
formación obligatoria es un asunto serio y grave por las repercusiones que
tendrá para esa persona el resto de su vida, hacerle creer a un alumno que
tiene derecho a ir a la universidad aunque su capacidad intelectual y su
expediente académico nos desvelen que no sería considerado apto para iniciar
estudios universitarios no es menos serio ni tampoco menos grave, porque le
condena a ser un fracasado, cuando podría haber tenido éxito de haber tomado
una opción menos ambiciosa pero más ajustada a sus verdaderas capacidades.
Hablar de derechos es entrar en una dinámica de lo
más delicada. Porque muchas veces nos llevan a malinterpretar las cosas y a
tomar, en consecuencia, decisiones muy equivocadas. Claro que todos somos
iguales ante la ley, ante Dios y ante los hombres. Claro que todos merecemos
las mismas oportunidades. Pero se nos escapa que, cuando hablamos de aptitudes,
no todos contamos con las mismas. Uno no
puede esperar convertirse en médico sólo porque le gusta ver series como Anatomía
de Grey o en ingeniero aeronáutico porque le encanta viajar en avión. Algo
más tendrán que poner ambos de su parte que esa fascinación por las
experiencias que presuponen viven esos profesionales cada día. Y, entre ese
algo más, debería tener muchísimo peso el expediente académico de esos alumnos:
Sus fortalezas y sus competencias.
Cuando la universidad aún era un terreno
limitado a buenos estudiantes, tuviesen recursos propios o accedieran a ella
gracias a las becas, su prestigio era muy superior al que tiene ahora mismo.
Porque había una nota de corte para acceder a cada facultad y las plazas eran
limitadas. Eran años en que el negocio de la formación aún no se había
desarrollado hasta los niveles en que lo está hoy.
Cuando todos nos volvimos locos y, de
repente, muchos padres consideraron que la mejor opción para sus hijos era la
universidad, aunque no tuviesen claro qué querían estudiar y aunque sus notas
no fueran las que cabría esperar en esas circunstancias, los oportunistas
encontraron su nicho de mercado y empezaron a levantar para esos alumnos y sus
ingenuos padres el mundo que soñaban, pero dentro de una burbuja de cristal. Y
empezaron a proliferar nuevas universidades y nuevos institutos supuestamente
prestigiosos en los que realizar después de la carrera estudios de postgrado.
Si en el mercado
hay más demanda de un tipo de servicio, si crece el número de personas que
quieren acceder a formarse, aunque no cumplan los requisitos de admisión, esos
buitres de los negocios no van a permitirse desaprovechar esa cuota de mercado. Por el contrario, harán todo lo
posible para que se vaya incrementando. Si esas nuevas universidades han de
bajar sus notas de corte, no dudarán en hacerlo ni en admitir a un montón de
alumnos que, habiendo podido tener una buena salida en la formación
profesional, se acabarán conformando con un paso mediocre por la formación
superior.
De todo esto se deduce que la formación se está convirtiendo en una
fábrica de precariedad y de mano de obra cualificada y barata. No es de
extrañar que muchos países europeos se frieguen las manos cuando ven llegar a
nuestros graduados. Les formamos nosotros, pero los acaban aprovechando ellos
porque nosotros no somos capaces de ofrecerles nada que merezca la pena. Así se explica que, en un país con una
población universitaria tan elevada como el nuestro, ya falten médicos,
ingenieros o informáticos. No es difícil entender por qué los mejores de
cualquier sector, lejos de aceptar las migajas que les ofrece nuestro corrupto
sistema, decidan emigrar en busca de oportunidades más serias. Muchos de los
que se quedan son los que se conforman y acaban aceptando cualquier trabajo que
nada tiene que ver con lo que han estudiado o uno que sí tiene relación con su
formación, pero en el que nunca llegarán a sentirse realizados por la
precariedad del puesto.
¿Cómo le vamos a pedir a nuestros estudiantes
que se esfuercen y que sean rigurosos en sus trabajos de carrera, de máster o
de tesis doctoral si los políticos que, supuestamente, les representan se
saltan cada día todos esos principios a la torera?
¿Cómo pedirles que sigan confiando en los
órganos que dirigen la universidad, cuando algunas de sus piezas clave se dejan
comprar por algunos de esos políticos que lo acaban corrumpiendo todo?
¿Cómo impedir que se planteen cambiar de
universidad cuando a ellos se les exige un nivel de excelencia que esos
políticos no muestran ni por asomo?
Lejos de demostrarles que todos tenemos los
mismos derechos, lo que les estamos transmitiendo es un mensaje muy distinto:
“Con dinero o con poder, todo se puede comprar. Los títulos universitarios
también, por supuesto”.
¿Por qué el currículum manipulado de
cualquier político puede abrirle cualquier puerta giratoria y retribuirle con
un salario de muchos ceros, mientras que el de cualquier otro ciudadano de a
pie que haya estudiado en la misma universidad y posiblemente con resultados
más brillantes sólo le sirva para abrirle las puertas de la precariedad?
¿Hay alguna
explicación lógica para tal desvergüenza?
Desde la política se cometen cada día todo
tipo de tropelías: Abusos de poder, tráfico de influencias, corrupción a todos
los niveles, falsedad documental, fake news para perjudicar a los adversarios,
etc. Cualquier cosa antes que gobernar, que mirar de solucionar los problemas
que padece el pueblo que les ha puesto en el poder o en la oposición. Todas
esas prácticas son detestables y denunciables, pero cuando se dedican a jugar a
desprestigiar la formación de tantas personas ajenas a sus modus operandi
traspasan descaradamente una línea roja y ningún ciudadano de a pie debería
tolerarlo.
Cuestionar la calidad de la formación que
reciben nuestros estudiantes es como tirarnos piedras a nosotros mismos, pues
le damos licencia a la clase empresarial para precarizar aún más las
condiciones laborales que se acabarán encontrando esos estudiantes cuando
finalicen sus estudios.
Dejemos de mirarnos el ombligo y de procurar
sólo por nuestros propios intereses. Algún día, esos jóvenes que hoy
consentimos tan alegremente que las empresas ninguneen y precaricen serán
quienes tendrán que pagarnos nuestras pensiones de jubilación con sus
cotizaciones. O nos ponemos las pilas y procuramos que esas cotizaciones suyas
empiecen a ser más altas o nuestro futuro aún será más precario que su
presente.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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