Celebrando lo que Sentimos
Bien avanzado el siglo XV, Jorge Manrique escribió Las Coplas
a la muerte de su padre, cuyos primeros versos todos los que ya empezamos a
tener una edad tuvimos que aprendernos mientras cursábamos la asignatura de
literatura en la segunda etapa de EGB.
Letras muy tristes que hablaban de evidencias demasiado crudas como para comprenderlas en la adolescencia, una edad en la que los cambios hormonales y las fluctuaciones de nuestros sueños podían hacernos girar como una noria, elevándonos al cielo por momentos y haciéndonos descender hasta el mismo infierno en cuestión de muy poco tiempo. Pasar de sentirnos invencibles y capaces de cambiar cualquier realidad para hacerla más habitable, a sentirnos los más vulnerables. Qué curioso… no podíamos comprender la trascendencia de los versos de Manrique porque la vida aún no nos había permitido adquirir la experiencia necesaria, pero nuestras inquietudes, nuestras inseguridades y nuestros anhelos ya nos dejaban entrever esa mezcla de gozo y de dolor de la que hablaba el poeta, esa sensación fluir como ríos hacia un mar que es el morir, aunque mientras discurramos libremente experimentemos momentos que nos lleven a sentirnos muy vivos y muy orgullosos de lo que somos capaces de lograr.
Monumento a Jorge Manrique en Paredes de Nava. |
Letras muy tristes que hablaban de evidencias demasiado crudas como para comprenderlas en la adolescencia, una edad en la que los cambios hormonales y las fluctuaciones de nuestros sueños podían hacernos girar como una noria, elevándonos al cielo por momentos y haciéndonos descender hasta el mismo infierno en cuestión de muy poco tiempo. Pasar de sentirnos invencibles y capaces de cambiar cualquier realidad para hacerla más habitable, a sentirnos los más vulnerables. Qué curioso… no podíamos comprender la trascendencia de los versos de Manrique porque la vida aún no nos había permitido adquirir la experiencia necesaria, pero nuestras inquietudes, nuestras inseguridades y nuestros anhelos ya nos dejaban entrever esa mezcla de gozo y de dolor de la que hablaba el poeta, esa sensación fluir como ríos hacia un mar que es el morir, aunque mientras discurramos libremente experimentemos momentos que nos lleven a sentirnos muy vivos y muy orgullosos de lo que somos capaces de lograr.
A veces olvidamos esa naturaleza nuestra que es tan efímera, y de verdad nos creemos
que estaremos aquí toda la vida y que seguiremos siendo autosuficientes. Nos
engañamos pensando que la enfermedad es una realidad con la que siempre se
tropiezan otros y que a nosotros nunca nos va a encontrar. Que seremos capaces
de batallar en cualquier adversidad que nos haga frente y que saldremos
victoriosos porque la suerte, o Dios o el destino siempre velarán por nosotros.
Qué ilusos… Tan grande es nuestro ego y tan fuerte nuestra soberbia, que
pensamos que nos bastamos con nosotros mismos y dejamos de lado a demasiada
gente que, seguramente, nos echa de menos y lamenta que ya no contemos con ella
para celebrar los momentos importantes de la vida, tanto los buenos como los malos.
¿Cuántas familias no se limitan a encontrarse
sólo por compromiso, en los días que impone el calendario? Navidad, el
aniversario de la abuela, la boda o el funeral de algún pariente común. Pero el
resto del año dejamos de ejercer de hermanos o incluso de hijos y de padres.
Nos excusamos en la falta de tiempo, en la vida tan ajetreada que llevamos
todos, en lo que se dispara la factura del teléfono o en la dichosa distancia,
aunque apenas nos separen unos pocos kilómetros o incluso únicamente un par de calles.
Lo simplificamos todo en unas pocas palabras sueltas y mal escritas en un frío
WhatsApp, que además es gratuito. Y sustituimos los abrazos y los besos por
unos ridículos emoticonos de colores que acaban reduciendo nuestras relaciones
familiares a cuatro pantallazos en medio de una rotunda soledad.
Es curioso que después, cuando sufrimos la
pérdida de uno de esos seres queridos a los que, mientras aún vivía,
arrinconamos tan fácilmente, nos duela su marcha y nos entren las ganas de
buscar entre sus cosas para sentir que no le hemos perdido del todo. Entonces
queremos atesorar sus fotos y los objetos que le acompañaron buena parte de su
vida. Y lamentamos tener que resignarnos a no verle nunca más y a no tener más
momentos para recordar con esa persona.
Creer que nos
queda mucho tiempo por vivir y que ya encontraremos el momento para celebrar
juntos algo en el futuro es uno de los peores errores que podemos cometer en la
vida.
Porque la vida es imprevisible y nunca
tenemos la certeza de que mañana vamos a seguir aquí. Los sentimientos hacia
las personas que nos importan de verdad no deberían aplazarse nunca, sino
expresarse sin ningún pudor y sin ninguna reserva. Si queremos a alguien, mejor
se lo decimos ahora, le abrazamos ahora, le besamos ahora, le pedimos disculpas
ahora o le perdonamos ahora. No esperemos a que sea demasiado tarde y no
podamos hacerlo nunca.
No esperemos a
darnos cuenta de lo que sentimos cuando el objeto de esos sentimientos ya haya
dejado de existir.
Las redes sociales
están repletas de cartas a personas muertas. Cartas de amor, pero también de disculpa,
de tiempo perdido, de arrepentimiento, de orgullos ofendidos y de mucho dolor.
El dolor que nos queda cuando el otro o la otra ya no pueden escuchar lo que
seguimos sintiendo por él o por ella. Todo lo que no se dice cuando toca cae en
saco roto.
Todo lo que no se llora en su
momento, se nos enquista dentro y nos acaba amargando la vida.
Curiosamente, todas esas cartas de nuestro tiempo también son como las coplas
de Manrique. Son palabras que se han acabado pronunciando demasiado tarde y que
defienden, erróneamente, que cualquier tiempo pasado fue mejor. Eso es lo que
creemos cuando sentimos que hemos llegado tarde, que hemos perdido nuestra
oportunidad con esa persona que ya no va a contestarnos si la llamamos por
teléfono o ya no va a poder acudir a la celebración de nuestro cumpleaños, ni
acompañarnos a ese restaurante en el que nunca quedamos para celebrar que, simplemente, seguimos vivos.
Pensemos en el daño que nos hacemos cada vez
que acudimos a la falta de tiempo para justificar
nuestro aislamiento. Pensemos en la distancia
que vamos trazando día a día y que va in crescendo entre quienes supuestamente nos importan y
nosotros y en los muros de malos
entendidos que, sin darnos cuenta, estamos levantando a nuestro alrededor. No
sólo estamos condenando a la gente que nos quiere a estar más sola, sino que
nosotros mismos estamos derivando en ermitaños
urbanitas. Si despreciamos los besos y los abrazos que creemos no necesitar
en el presente, en el futuro quizá deberemos conformarnos con los pétalos de
las flores que depositemos sobre las tumbas de aquellos a quienes echemos de
menos, porque sus abrazos y sus besos se habrán ido con ellos y ya no podrán
consolarnos.
No nos resignemos
a llorar por lo que no supimos valorar a tiempo. Atrevámonos a ser dignos de nuestras
propias emociones y a ser consecuentes con ellas. Volvamos a encontrar cinco
minutos para llamar a un hermano, para jugar con un sobrino, para disfrutar de
un paseo con nuestro padre o nuestra madre o de la conversación, siempre
mágica, con alguno de nuestros abuelos si aún tenemos la suerte de
conservarlos. Nunca será tiempo perdido, sino asombrosamente bien ganado y
entonces, quizá cualquier tiempo pasado dejará de parecernos mejor, porque al
fin nos sentiremos satisfechos con nuestro tiempo presente. El único que nos
pertenece en realidad.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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