Celebrando lo que Sentimos

Bien avanzado el siglo XV, Jorge Manrique escribió Las Coplas a la muerte de su padre, cuyos primeros versos todos los que ya empezamos a tener una edad tuvimos que aprendernos mientras cursábamos la asignatura de literatura en la segunda etapa de EGB.

Monumento a Jorge Manrique en Paredes de Nava.

Letras muy tristes que hablaban de evidencias demasiado crudas como para comprenderlas en la adolescencia, una edad en la que los cambios hormonales y las fluctuaciones de nuestros sueños podían hacernos girar como una noria, elevándonos al cielo por momentos y haciéndonos descender hasta el mismo infierno en cuestión de muy poco tiempo. Pasar de sentirnos invencibles y capaces de cambiar cualquier realidad para hacerla más habitable, a sentirnos los más vulnerables. Qué curioso… no podíamos comprender la trascendencia de los versos de Manrique porque la vida aún no nos había permitido adquirir la experiencia necesaria, pero nuestras inquietudes, nuestras inseguridades y nuestros anhelos ya nos dejaban entrever esa mezcla de gozo y de dolor de la que hablaba el poeta, esa sensación fluir como ríos hacia un mar que es el morir, aunque mientras discurramos libremente experimentemos momentos que nos lleven a sentirnos muy vivos y muy orgullosos de lo que somos capaces de lograr.


A veces olvidamos esa naturaleza nuestra que es tan efímera, y de verdad nos creemos que estaremos aquí toda la vida y que seguiremos siendo autosuficientes. Nos engañamos pensando que la enfermedad es una realidad con la que siempre se tropiezan otros y que a nosotros nunca nos va a encontrar. Que seremos capaces de batallar en cualquier adversidad que nos haga frente y que saldremos victoriosos porque la suerte, o Dios o el destino siempre velarán por nosotros. Qué ilusos… Tan grande es nuestro ego y tan fuerte nuestra soberbia, que pensamos que nos bastamos con nosotros mismos y dejamos de lado a demasiada gente que, seguramente, nos echa de menos y lamenta que ya no contemos con ella para celebrar los momentos importantes de la vida, tanto los buenos como los malos.

¿Cuántas familias no se limitan a encontrarse sólo por compromiso, en los días que impone el calendario? Navidad, el aniversario de la abuela, la boda o el funeral de algún pariente común. Pero el resto del año dejamos de ejercer de hermanos o incluso de hijos y de padres. Nos excusamos en la falta de tiempo, en la vida tan ajetreada que llevamos todos, en lo que se dispara la factura del teléfono o en la dichosa distancia, aunque apenas nos separen unos pocos kilómetros o incluso únicamente un par de calles. Lo simplificamos todo en unas pocas palabras sueltas y mal escritas en un frío WhatsApp, que además es gratuito. Y sustituimos los abrazos y los besos por unos ridículos emoticonos de colores que acaban reduciendo nuestras relaciones familiares a cuatro pantallazos en medio de una rotunda soledad.

Es curioso que después, cuando sufrimos la pérdida de uno de esos seres queridos a los que, mientras aún vivía, arrinconamos tan fácilmente, nos duela su marcha y nos entren las ganas de buscar entre sus cosas para sentir que no le hemos perdido del todo. Entonces queremos atesorar sus fotos y los objetos que le acompañaron buena parte de su vida. Y lamentamos tener que resignarnos a no verle nunca más y a no tener más momentos para recordar con esa persona.

Creer que nos queda mucho tiempo por vivir y que ya encontraremos el momento para celebrar juntos algo en el futuro es uno de los peores errores que podemos cometer en la vida.

Porque la vida es imprevisible y nunca tenemos la certeza de que mañana vamos a seguir aquí. Los sentimientos hacia las personas que nos importan de verdad no deberían aplazarse nunca, sino expresarse sin ningún pudor y sin ninguna reserva. Si queremos a alguien, mejor se lo decimos ahora, le abrazamos ahora, le besamos ahora, le pedimos disculpas ahora o le perdonamos ahora. No esperemos a que sea demasiado tarde y no podamos hacerlo nunca.


No esperemos a darnos cuenta de lo que sentimos cuando el objeto de esos sentimientos ya haya dejado de existir.

Las redes sociales están repletas de cartas a personas muertas. Cartas de amor, pero también de disculpa, de tiempo perdido, de arrepentimiento, de orgullos ofendidos y de mucho dolor. El dolor que nos queda cuando el otro o la otra ya no pueden escuchar lo que seguimos sintiendo por él o por ella. Todo lo que no se dice cuando toca cae en saco roto. 

Todo lo que no se llora en su momento, se nos enquista dentro y nos acaba amargando la vida. Curiosamente, todas esas cartas de nuestro tiempo también son como las coplas de Manrique. Son palabras que se han acabado pronunciando demasiado tarde y que defienden, erróneamente, que cualquier tiempo pasado fue mejor. Eso es lo que creemos cuando sentimos que hemos llegado tarde, que hemos perdido nuestra oportunidad con esa persona que ya no va a contestarnos si la llamamos por teléfono o ya no va a poder acudir a la celebración de nuestro cumpleaños, ni acompañarnos a ese restaurante en el que nunca quedamos para celebrar que, simplemente, seguimos vivos.

Pensemos en el daño que nos hacemos cada vez que acudimos a la falta de tiempo para justificar nuestro aislamiento. Pensemos en la distancia que vamos trazando día a día y que va in crescendo  entre quienes supuestamente nos importan y nosotros y en los muros de malos entendidos que, sin darnos cuenta, estamos levantando a nuestro alrededor. No sólo estamos condenando a la gente que nos quiere a estar más sola, sino que nosotros mismos estamos derivando en ermitaños urbanitas. Si despreciamos los besos y los abrazos que creemos no necesitar en el presente, en el futuro quizá deberemos conformarnos con los pétalos de las flores que depositemos sobre las tumbas de aquellos a quienes echemos de menos, porque sus abrazos y sus besos se habrán ido con ellos y ya no podrán consolarnos.

No nos resignemos a llorar por lo que no supimos valorar a tiempo. Atrevámonos a ser dignos de nuestras propias emociones y a ser consecuentes con ellas. Volvamos a encontrar cinco minutos para llamar a un hermano, para jugar con un sobrino, para disfrutar de un paseo con nuestro padre o nuestra madre o de la conversación, siempre mágica, con alguno de nuestros abuelos si aún tenemos la suerte de conservarlos. Nunca será tiempo perdido, sino asombrosamente bien ganado y entonces, quizá cualquier tiempo pasado dejará de parecernos mejor, porque al fin nos sentiremos satisfechos con nuestro tiempo presente. El único que nos pertenece en realidad.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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