Paliando el Dolor

Cuando hablamos de DOLOR tendemos a asociarlo a dolor físico y a relacionarlo con los achaques propios de la edad. A medida que nos hacemos mayores y nuestro organismo cambia, se manifiestan los quejidos de nuestras articulaciones y nuestra circulación sanguínea puede resultar más dificultosa causándonos pesadez en las piernas o problemas cardíacos, por poner algunos ejemplos. Pero el caso es que ese dolor físico no entiende de edades y puede aparecer en cualquier momento de la vida, siendo a veces agudo, como los sufridos cólicos del lactante en bebés o cuando se trata de una fractura ósea o de un esguince muscular consecuencia de algún accidente, pero pudiendo tener también una naturaleza crónica, como es el caso de la fibromialgia, las nefropatías o la enfermedad de Crohn.


No obstante, tardamos más en asociar esa idea de dolor con el malestar psíquico. La mente acostumbra a ser la gran olvidada y no faltan las voces que, aún hoy, cuestionan el padecimiento de quienes sufren una depresión, un ataque de ansiedad, un brote psicótico o un episodio de fuga. Lo que acontece dentro de la mente humana sigue pareciéndonos como algo intangible, que preferimos considerar tabú antes de aventurarnos a abordarlo y a intentar comprenderlo. Pese a los muchos avances en psiquiatría, psicología y neurología, seguimos sin entender el dolor que sufren los pacientes que son derivados a profesionales de estas ramas de la medicina. Y lo más triste de todo es que seguimos hablando de ellos como de unos pobres locos a los que deberíamos dejar por imposibles, porque son incapaces de lidiar con sus vidas y no paran de llamar la atención para que sean otros los que les saquen las castañas del fuego.

Que una persona se sienta superada por las vicisitudes de su vida cotidiana y sufra un ataque de pánico, una manifestación de fóbica ante la presencia de un insecto concreto o una reacción histérica no significa en absoluto que sea más débil que otra que pueda controlar la situación. Sencillamente, a veces basta una gota de agua para provocar que el vaso se desborde.

Las personas somos como espejos en los que nos miramos mutuamente unas a otras. Y en ese ejercicio de modelado los primeros años de nuestra vida juegan un papel primordial. Los niños pequeños son como esponjas que lo absorben todo, interiorizando los comportamientos, las normas y las maneras de resolver problemas de aquellos que están a cargo de su crianza y de su educación. Así, hay niños que aprenden muy pronto a conseguir cuanto desean a base de rabietas o de hacerse las víctimas. Quizá porque ése es el modo en que ven que su padre o su madre lo consiguen todo del otro o de la otra. Otros niños, en cambio, aprenden a desarrollar la responsabilidad y a esforzarse encarecidamente por lograr los objetivos que persiguen. La felicidad de los primeros siempre va a depender de los demás y sus vidas, seguramente, van a estar protagonizadas por la queja, la culpa y la decepción. La de los segundos, en cambio, sólo dependerá de ellos mismos, conseguirán vidas más satisfactorias y sus relaciones con los demás serán mucho más plenas, cobrando protagonismo la autosuficiencia, la mutua aceptación y la empatía.

La manera de afrontar el dolor físico o emocional también será muy distinta en función de que adoptemos el rol de víctimas o el de personas autosuficientes. En las primeras parecerá que el dolor es mucho más intenso e insoportable. Las quejas serán continuas y las visitas a los centros de salud se harán mucho más frecuentes, culpando a familiares y al personal médico de su angustiosa situación.

Las personas autosuficientes, por muy acuciante que sea el dolor que padezcan, conseguirán sobrellevarlo de una forma mucho más manejable. Lejos de culpar a otros de su situación ni de desesperarse y perder los nervios, estas personas buscarán toda la información posible sobre su dolencia para tratar de afrontarla sabiendo desde el principio a qué deberán atenerse. No dudarán en consultar una segunda opinión ni en barajar diferentes alternativas de tratamiento y, cuando tengan clara la decisión a tomar, actuarán con seguridad y decisión, manteniéndose en una línea de coherencia y de aceptación. A veces, el primer paso para empezar a batallar contra los peligros que nos acechan es ACEPTAR que esos peligros están ahí delante y que, por mucho que nos lamentemos, no van a desaparecer como por arte de magia, a menos que les plantemos cara y les ataquemos con los recursos de que nos dote la medicina.

Quejarnos de dolor no va a hacer que nos duela menos; por el contrario, sólo conseguiremos obsesionarnos y no ver más allá de ese dolor. Y nunca tomaremos suficientes analgésicos como para acallarlo, porque cada vez irá a más. En cambio, si conseguimos distraer nuestra mente ocupándola en actividades que nos hagan disfrutar, como leer, pasear, jugar con nuestros niños, escuchar música, ver una película cuya trama nos sorprenda, comer un helado  o dar rienda suelta a nuestra creatividad pintando una acuarela, o moldeando un cuenco de barro, o escribiendo un post para nuestro blog… sencillamente, puede ocurrir que el dolor, sin apenas darnos cuenta, se quede adormecido en un segundo plano y ese día hayamos conseguido ahorrarnos una pastilla, con lo que nuestro organismo habrá ganado en salud.

Nuestro cerebro tiene recursos increíbles, como las endorfinas, unos analgésicos naturales que nos ayudan a paliar el dolor. 

Las endorfinas son neurotransmisores que bloquean a los receptores del dolor.

Estas endorfinas se activan cuando nos sentimos a gusto, contribuyendo a que disfrutemos aún más de la experiencia que estamos viviendo. No sólo son capaces de paliar el dolor físico sino también el malestar psíquico o emocional. Cuando una persona se siente deprimida es habitual que pierda el interés por los estímulos de su entorno y por desarrollar ninguna actividad, por simple que sea. Estas personas suelen pasar más tiempo encerradas en casa, con lo que dejan de estar expuestas a la luz natural y su día a día transcurre de una forma mucho más tediosa y gris que el de cualquier otra persona que lleve una vida mucho más activa. A veces, basta un simple paseo para que esas personas se oxigenen y recobren parte de la energía perdida. Lo peor que pueden hacer es permitir que su malestar acabe ocupando la totalidad de sus días. Uno puede padecer una enfermedad, pero no por ello tiene que dejar de ser la persona que ha sido hasta ese momento. De ahí la eterna cuestión: ¿ESTOY ENFERMO o SOY UN ENFERMO?. ¿TENGO DOLOR o SOY EL DOLOR?.

Sólo de nosotros depende tomar la decisión que nos permita seguir llevando una vida digna de ser vivida o nos posicione en en el centro del dolor hasta consumirnos completamente en él.
  

                                                                             
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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