Rebeldía o Conformidad Social

El hecho de haber llegado hasta este preciso momento de nuestras vidas implica haber tenido que superar diferentes etapas de las que no siempre nos podemos llegar a sentir demasiado orgullosos. Crecer, madurar, adquirir los conocimientos necesarios para manejarnos con nuestro día a día, moldearnos a base de equivocarnos y de lograr algunos aciertos y adaptarnos de la forma menos traumática posible a las exigencias de la sociedad a la que pertenecemos no son precisamente hitos fáciles de alcanzar.

La vida es un proceso de cambios constantes de los que no siempre conseguimos salir bien parados. Y cuanto más compleja se hace la sociedad a la que se pertenece, más barreras se levantan en torno a los jóvenes que tratan de abrirse paso a través de ella en un intento de encontrar su lugar en el mundo.

Cuando hablamos de jóvenes rebeldes, los padres siempre son los que acaban padeciendo la peor parte de la historia. Primero porque son ellos los que deben soportar las faltas de respeto, la desobediencia, el desinterés por los estudios y los muchos excesos de sus difíciles hijos. Después porque, desde la propia familia y a veces también desde otros ámbitos relacionados, se les culpa a ellos de ser demasiado permisivos, de no saber imponerse y de haber sobreprotegido demasiado a su prole.

Como en tantos otros casos, aquí también nos pierde la tendencia a sobregeneralizar demasiado. De padres autoritarios pueden salir hijos muy responsables, pero también hijos muy rebeldes. De la misma manera que de padres más permisivos, podemos encontrarnos con idénticos resultados. 

Una persona no es sólo la educación que recibe, sino también los genes que hereda y la forma cómo conjuga todo ello con sus propios carácter, temperamento y personalidad. Buscar culpables tan a la ligera, lejos de resolver el problema, sólo contribuye a agravarlo.


Los adultos tendemos a creer que nosotros siempre hemos sido como somos ahora, que siempre nos hemos guiado por el sentido común, que nunca les hemos faltado el respeto a nuestros mayores y que siempre nos hemos conducido con la rectitud que se esperaba de nosotros. Pero esa memoria selectiva que tanto se empeña en escondernos los recuerdos que invalidarían esa concepción idílica de nosotros mismos, nos convierte en verdaderos cínicos cuando interactuamos con nuestros hijos y les exigimos un nivel de excelencia que nosotros fuimos incapaces de alcanzar cuando éramos como ellos.

Autores de la literatura, la música y el cine siempre han intentado reflejar los problemas con los que han tenido que lidiar las personas en diferentes épocas históricas. En lo referente a la adolescencia, en cualquiera de esas épocas, la sociedad siempre se ha quejado de la falta de compromiso de esos jóvenes y de la poca mano dura de sus progenitores a la hora de educarles. Es un clásico que se repite en cada generación.

Desde el mundo de la literatura, nos encontramos con LA FORJA DE UN REBELDE, una trilogía autobiográfica del escritor español Arturo Barea. A través de esas 3 novelas, el autor nos rebela cómo se forjó su rebeldía. De familia humilde, estudió en un colegio religioso y después pasó por diferentes empleos mal pagados o directamente no pagados, descubriendo muy pronto las diferencias de clase social en el Madrid de principios de siglo. Le tocó vivir tiempos convulsos y conocer a personajes de la peor calaña, como el general Franco o Millán Astray durante la Guerra del Rif. Más tarde viviría la Guerra Civil y acabaría exiliándose en Inglaterra, donde publicaría esta obra entre 1941 y 1946. Estaríamos ante un ejemplo de rebeldía que encontraríamos repetido en muchas historias de republicamos de aquellos días. Personas que acabaron perdiendo la vida en el frente, siendo fusiladas junto a cualquier cuneta o tapia de cementerio tras la Guerra Civil lo teniendo que abandonar su país en busca de un lugar donde nadie quisiera matarles sólo por no comulgar con las ideas de un dictador. Basándose en esta obra, el director de cine Mario Camus realizó una serie para televisión en 1990.



El cine nos brindó otro ejemplo de rebeldía con la película REBELDE SIN CAUSA, estrenada en 1955 y protagonizada por James Dean y Natalie Wood, dos actores que, curiosamente, perdieron la vida demasiado jóvenes. Esta concepción de la rebeldía se ajusta más a la rebeldía adolescente que referíamos en párrafos anteriores. Se trataba de retratar a la generación que tomó el relevo después de la Segunda Guerra Mundial. Una generación de jóvenes demasiado consentidos por sus progenitores, que no valoraban nada de lo que tenían la suerte de tener y que no mostraban interés por nada. Nuevamente, vemos que vuelven a abusar de la sobregeneralización, al centrarse en unos pocos jóvenes que seguramente respondían a ese perfil, y no ser capaces de ver a muchos otros jóvenes que luchaban diariamente por alcanzar sus metas y por no defraudar a sus familias.


Dos décadas más tarde, en 1971, desde la música una joven hispano-británica conocida como Jeanette nos empezó a cantar aquello de “Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así, porque nadie me ha tratado con amor, porque nadie me ha querido nunca oír.”

Muchos jóvenes de aquella década y de alguna década posterior nos identificamos plenamente con aquellas letras y con aquella voz indefensa hasta el punto de hacerlas nuestras. Lo teníamos todo;  éramos la primera generación de la democracia, tuvimos la suerte de poder acabar los estudios obligatorios y de poder decidir si los continuábamos o no. Nunca nos faltó comida en la mesa, ni ropa en el armario. Podíamos comprar libros, revistas, discos. Ver la televisión, ir al cine y a las discotecas. Comparados con los adolescentes que fueron nuestros padres, éramos unos privilegiados, pero aun así nos quejábamos, como el pollito Calimero, de ser unos incomprendidos y no dudábamos en rebelarnos, en desobedecer, en cuestionar las verdades absolutas que trataban de imponernos nuestros padres. Y bendita la hora en que decidimos no conformarnos, no asentir. sin conocimiento de causa. Porque, si ahora somos como somos y nos encanta ser así, es precisamente porque en aquel entonces supimos mantenernos firmes y decididos a no dejar de ser nunca nosotros mismos.



Jorge Bucay, en su taller de El camino de la Autodependencia plantea la interesante cuestión de “Si uno no es rebelde de adolescente, ¿cuándo lo va a ser?” 
Hay batallas que hay que librarlas desde muy jóvenes, porque después ya no te brindan opción alguna de ganarlas.

En la niñez  se dan los caldos de cultivo idóneos para sembrar con éxito las semillas del espíritu crítico, de la confianza, de la autoestima, de la empatía o de la solidaridad. Esas semillas maduran, pero las plantas que crecen de ellas pasan por un período muy crítico durante la adolescencia, al estar sometidas a los caprichos de los cambios hormonales y las tormentas emocionales de los jóvenes que las mantienen vivas en su interior. Si logran preservarlas de ambos tipos de influencias, las plantas seguirán creciendo de forma óptima y esos jóvenes llegarán a buen puerto. Pero, si por el contrario, son azotadas con demasiada virulencia, no conseguirán salir a flote, dejando a los jóvenes que las albergan a la deriva, con un montón de trabajo pendiente de realizar en lo referente a autoestima, habilidades sociales y competencias.

A veces confundimos la rebeldía con las muestras de mala educación y no tienen por qué ir unidas. Una persona rebelde puede haber recibido una educación exquisita y ser incapaz de faltarle el respeto a nadie. Pero eso no implica que deba aceptar ciertas reglas que no le convencen o, sencillamente, no le convienen a sus intereses.

Ni todo aquello en lo que se nos exige respeto es respetable, ni todos los actos que se consideran rebeldes lo son en realidad.

De la misma manera, la conformidad no siempre es lo más deseable. Suele ser lo más conveniente porque, supuestamente, nos evita muchos problemas a la hora de relacionarnos con los demás. Pero a veces acaba creando otros mucho más graves e indeseables.

El tema de la conformidad social se empezó a estudiar en 1932 a raíz de los experimentos que llevó a cabo el psicólogo Arthur Jenness con algunos estudiantes de psicología. En ellos descubrió el cambio de actitud que experimentaban algunos de esos estudiantes cuando tenían que tomar las decisiones en grupo. Muchos de ellos respondían de modo muy distinto a cómo lo habían hecho previamente de forma individual. La presión del grupo, el miedo a disgustar a los demás o incluso a hacer el ridículo les condicionaba a la hora de contestar, de manera que tendían a conformarse con lo que determinaba la mayoría, aunque no se ajustase del todo a lo que pensaban ellos realmente.

Otros estudios clásicos sobre la conformidad social, son los Solomon Asch  (1951) y los de Crutchfied (1955) que descubrieron cómo acaba influyendo el grupo en las opiniones de sus miembros.

En 1973, Rosenfeld clasifica en 3 grupos las variables que determinan el grado de conformidad de los sujetos al grupo al que pertenecen:

           a) Características de personalidad de los miembros del grupo que predisponen                    a conformarse:

-     El grado de sumisión, el autoritarismo y la necesidad de aprobación social producen una mayor conformidad de los individuos al grupo.
-     En cambio, niveles altos de autoconfianza, inteligencia, originalidad y necesidad de logro, disminuyen dicha conformidad.

b)  Relaciones intragrupales:

-      Variables como la cohesión del grupo, la atracción del grupo sobre los miembros, la importancia que los miembros le conceden al grupo y su grado de interacción estarían relacionadas con el grado de conformidad que los miembros acaban mostrando hacia el grupo.

c) Variables externas:

-  Tamaño del grupo. Muestran más conformidad los grupos pequeños y más estructurados.
-     Variables relacionadas con la tarea. Se da mayor conformidad cuando se trata del desempeño de tareas difíciles y cuando los problemas planteados encierran novedades. No conocer el terreno que se pisa favorece que se dude mucho más y se tienda a compartir la opinión mayoritaria.
-     Variables relacionadas con el contexto o situación. Cuando hay presión externa para alcanzar el consenso suele aumentar el nivel de conformidad. Lo mismo ocurre ante una situación de emergencia o cuando la situación se presenta ambigua.


Desde que empezó a estudiarse el fenómeno de la conformidad social, se han descrito diferentes subtipos de conformismo, siendo la clasificación de Herbert Kelman una de las más conocidas. En ella se plantean 3 modalidades distintas:

Cumplimiento:  El sujeto está de acuerdo con la opinión del resto, pero no por ello deja de mantener la suya propia.

Identificación:  El sujeto comparte la opinión del grupo únicamente mientras forma parte de él.

Internalización:  El sujeto mantiene la opinión grupal aun después de abandonar al grupo.


De todo lo expuesto, podemos deducir que las relaciones interpersonales resultan mucho más complejas de lo que, a priori, nos podrían parecer. No podemos limitarnos a ceder siempre al capricho de los demás, pero tampoco podemos ir continuamente metidos en el papel de James Dean en Rebelde sin causa. La rigidez en una u otra dirección podría convertirnos en unos perfectos indeseables.

Tampoco podemos mantener, ya en la madurez, los mismos argumentos que utilizábamos en nuestra adolescencia para rebelarnos contra todo aquello que no entendíamos y que, lejos de admitir dicha ignorancia, nos obligaban a arrojar contra los demás reproches del tipo “tú no me entiendes”.

Por muy duro que haya sido el pasado de alguien, no le da derecho a pasarse el resto de su vida utilizando su particular “saco de causas” para justificar su perenne rebeldía o su sacrificado conformismo perpetuo. Se supone que madurar implica aprender a cerrar viejas heridas, a pasar página, a perdonar a quienes no hayan sabido o no hayan podido hacerlo mejor con nosotros y a perdonarnos también a nosotros mismos por las culpas que hemos ido acumulando sin ningún sentido.

A diferencia de lo que cantaba Jeanette en los 70, el mundo no nos hace rebeldes, sino que somos nosotros mismos los que decidimos hacernos de una manera o de otra. No podemos controlar lo que nos va a pasar en la vida, pero siempre tendremos la libertad de decidir qué hacer con todo lo que nos pase o nos deje de pasar. Sólo en nosotros reside la potestad de decidir no amargarnos la vida con aquello que ya no podemos cambiar.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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