Rebeldía o Conformidad Social
El hecho de haber llegado hasta este preciso
momento de nuestras vidas implica haber tenido que superar diferentes etapas de
las que no siempre nos podemos llegar a sentir demasiado orgullosos. Crecer,
madurar, adquirir los conocimientos necesarios para manejarnos con nuestro día
a día, moldearnos a base de equivocarnos y de lograr algunos aciertos y
adaptarnos de la forma menos traumática posible a las exigencias de la sociedad
a la que pertenecemos no son precisamente hitos fáciles de alcanzar.
La vida es un proceso de cambios constantes
de los que no siempre conseguimos salir bien parados. Y cuanto más compleja se
hace la sociedad a la que se pertenece, más barreras se levantan en torno a los
jóvenes que tratan de abrirse paso a través de ella en un intento de encontrar
su lugar en el mundo.
Cuando hablamos de jóvenes rebeldes, los
padres siempre son los que acaban padeciendo la peor parte de la historia.
Primero porque son ellos los que deben soportar las faltas de respeto, la
desobediencia, el desinterés por los estudios y los muchos excesos de sus
difíciles hijos. Después porque, desde la propia familia y a veces también
desde otros ámbitos relacionados, se les culpa a ellos de ser demasiado
permisivos, de no saber imponerse y de haber sobreprotegido demasiado a su
prole.
Como en tantos otros casos, aquí también nos pierde la tendencia a
sobregeneralizar demasiado. De padres autoritarios pueden salir hijos muy
responsables, pero también hijos muy rebeldes. De la misma manera que de padres
más permisivos, podemos encontrarnos con idénticos resultados.
Una persona no
es sólo la educación que recibe, sino también los genes que hereda y la forma
cómo conjuga todo ello con sus propios carácter, temperamento y personalidad.
Buscar culpables tan a la ligera, lejos de resolver el problema, sólo
contribuye a agravarlo.
Los adultos tendemos a creer que nosotros
siempre hemos sido como somos ahora, que siempre nos hemos guiado por el
sentido común, que nunca les hemos faltado el respeto a nuestros mayores y que
siempre nos hemos conducido con la rectitud que se esperaba de nosotros. Pero
esa memoria selectiva que tanto se empeña en escondernos los recuerdos que
invalidarían esa concepción idílica de nosotros mismos, nos convierte en verdaderos
cínicos cuando interactuamos con nuestros hijos y les exigimos un nivel de
excelencia que nosotros fuimos incapaces de alcanzar cuando éramos como ellos.
Autores de la literatura, la música y el cine
siempre han intentado reflejar los problemas con los que han tenido que
lidiar las personas en diferentes épocas históricas. En lo referente a la
adolescencia, en cualquiera de esas épocas, la sociedad siempre se ha quejado
de la falta de compromiso de esos jóvenes y de la poca mano dura de sus
progenitores a la hora de educarles. Es un clásico que se repite en cada
generación.
El cine nos brindó otro ejemplo de rebeldía
con la película REBELDE SIN CAUSA, estrenada en 1955 y protagonizada por James
Dean y Natalie Wood, dos actores que, curiosamente, perdieron la vida demasiado jóvenes. Esta
concepción de la rebeldía se ajusta más a la rebeldía adolescente que
referíamos en párrafos anteriores. Se trataba de retratar a la generación que tomó el relevo después de la Segunda Guerra
Mundial. Una generación de jóvenes demasiado consentidos por sus progenitores,
que no valoraban nada de lo que tenían la suerte de tener y que no mostraban
interés por nada. Nuevamente, vemos que vuelven a abusar de la sobregeneralización,
al centrarse en unos pocos jóvenes que seguramente respondían a ese perfil, y
no ser capaces de ver a muchos otros jóvenes que luchaban diariamente por
alcanzar sus metas y por no defraudar a sus familias.
Dos décadas más tarde, en 1971, desde la música una
joven hispano-británica conocida como Jeanette nos empezó a cantar aquello de
“Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así, porque nadie me ha tratado con
amor, porque nadie me ha querido nunca oír.”
Muchos jóvenes de aquella década y de alguna
década posterior nos identificamos plenamente con aquellas letras y con aquella
voz indefensa hasta el punto de hacerlas nuestras. Lo teníamos todo; éramos la primera generación de la democracia,
tuvimos la suerte de poder acabar los estudios obligatorios y de poder decidir
si los continuábamos o no. Nunca nos faltó comida en la mesa, ni ropa en el
armario. Podíamos comprar libros, revistas, discos. Ver la televisión, ir al
cine y a las discotecas. Comparados con los adolescentes que fueron nuestros
padres, éramos unos privilegiados, pero aun así nos quejábamos, como el pollito
Calimero, de ser unos incomprendidos y no dudábamos en rebelarnos, en
desobedecer, en cuestionar las verdades absolutas que trataban de imponernos
nuestros padres. Y bendita la hora en que decidimos no conformarnos, no asentir. sin conocimiento de causa. Porque, si ahora somos como somos y nos encanta ser
así, es precisamente porque en aquel entonces supimos mantenernos firmes y
decididos a no dejar de ser nunca nosotros mismos.
Jorge Bucay, en su taller de El camino de la
Autodependencia plantea la interesante cuestión de “Si uno no es rebelde de
adolescente, ¿cuándo lo va a ser?”
Hay batallas que hay que librarlas desde muy
jóvenes, porque después ya no te brindan opción alguna de ganarlas.
En la niñez
se dan los caldos de cultivo idóneos para sembrar con éxito las semillas
del espíritu crítico, de la confianza, de la autoestima, de la empatía o de la
solidaridad. Esas semillas maduran, pero las plantas que crecen de ellas pasan
por un período muy crítico durante la adolescencia, al estar sometidas a los
caprichos de los cambios hormonales y las tormentas emocionales de los jóvenes
que las mantienen vivas en su interior. Si logran preservarlas de ambos tipos
de influencias, las plantas seguirán creciendo de forma óptima y esos jóvenes
llegarán a buen puerto. Pero, si por el contrario, son azotadas con demasiada
virulencia, no conseguirán salir a flote, dejando a los jóvenes que las
albergan a la deriva, con un montón de trabajo pendiente de realizar en lo
referente a autoestima, habilidades sociales y competencias.
A veces confundimos la rebeldía con las
muestras de mala educación y no tienen por qué ir unidas. Una persona rebelde
puede haber recibido una educación exquisita y ser incapaz de faltarle el
respeto a nadie. Pero eso no implica que deba aceptar ciertas reglas que no le
convencen o, sencillamente, no le convienen a sus intereses.
Ni todo aquello en lo que se nos exige
respeto es respetable, ni todos los actos que se consideran rebeldes lo son en
realidad.
De la misma manera, la conformidad no siempre
es lo más deseable. Suele ser lo más conveniente porque, supuestamente, nos
evita muchos problemas a la hora de relacionarnos con los demás. Pero a veces
acaba creando otros mucho más graves e indeseables.
El tema de la conformidad social se empezó a estudiar en 1932 a raíz de los
experimentos que llevó a cabo el psicólogo Arthur Jenness con algunos
estudiantes de psicología. En ellos descubrió el cambio de actitud que
experimentaban algunos de esos estudiantes cuando tenían que tomar las
decisiones en grupo. Muchos de ellos respondían de modo muy distinto a cómo lo
habían hecho previamente de forma individual. La presión del grupo, el miedo a
disgustar a los demás o incluso a hacer el ridículo les condicionaba a la hora
de contestar, de manera que tendían a conformarse con lo que determinaba la
mayoría, aunque no se ajustase del todo a lo que pensaban ellos realmente.
Otros estudios clásicos sobre la conformidad
social, son los Solomon Asch (1951) y los de Crutchfied (1955) que descubrieron cómo acaba influyendo el grupo
en las opiniones de sus miembros.
En 1973, Rosenfeld
clasifica en 3 grupos las variables que determinan el grado de conformidad de
los sujetos al grupo al que pertenecen:
a) Características de personalidad de los miembros del grupo que
predisponen a conformarse:
- El grado de sumisión, el autoritarismo y la necesidad de aprobación
social producen una mayor conformidad de los individuos al grupo.
- En cambio, niveles altos de autoconfianza, inteligencia, originalidad
y necesidad de logro, disminuyen dicha conformidad.
b) Relaciones intragrupales:
- Variables como la cohesión del grupo, la atracción del grupo sobre los
miembros, la importancia que los miembros le conceden al grupo y su grado de
interacción estarían relacionadas con el grado de conformidad que los miembros
acaban mostrando hacia el grupo.
c) Variables externas:
- Tamaño del grupo. Muestran más conformidad los grupos pequeños y más
estructurados.
- Variables relacionadas con la tarea. Se da mayor conformidad cuando se
trata del desempeño de tareas difíciles y cuando los problemas planteados
encierran novedades. No conocer el terreno que se pisa favorece que se dude
mucho más y se tienda a compartir la opinión mayoritaria.
- Variables relacionadas con el contexto o situación. Cuando hay presión
externa para alcanzar el consenso suele aumentar el nivel de conformidad. Lo
mismo ocurre ante una situación de emergencia o cuando la situación se presenta
ambigua.
Desde que empezó a estudiarse el fenómeno de
la conformidad social, se han descrito diferentes subtipos de conformismo,
siendo la clasificación de Herbert
Kelman una de las más conocidas. En ella se plantean 3 modalidades
distintas:
Cumplimiento: El sujeto está de acuerdo con la opinión del
resto, pero no por ello deja de mantener la suya propia.
Identificación: El sujeto comparte la opinión del grupo
únicamente mientras forma parte de él.
Internalización: El sujeto mantiene la opinión grupal aun
después de abandonar al grupo.
De todo lo expuesto, podemos deducir que las
relaciones interpersonales resultan mucho más complejas de lo que, a priori,
nos podrían parecer. No podemos limitarnos a ceder siempre al capricho de los
demás, pero tampoco podemos ir continuamente metidos en el papel de James Dean
en Rebelde sin causa. La rigidez en una u otra dirección podría convertirnos en
unos perfectos indeseables.
Tampoco podemos mantener, ya en la madurez,
los mismos argumentos que utilizábamos en nuestra adolescencia para rebelarnos
contra todo aquello que no entendíamos y que, lejos de admitir dicha
ignorancia, nos obligaban a arrojar contra los demás reproches del tipo “tú no
me entiendes”.
Por muy duro que haya sido el pasado de
alguien, no le da derecho a pasarse el resto de su vida utilizando su
particular “saco de causas” para justificar su perenne rebeldía o su sacrificado conformismo perpetuo. Se supone que
madurar implica aprender a cerrar viejas heridas, a pasar página, a perdonar a
quienes no hayan sabido o no hayan podido hacerlo mejor con nosotros y a
perdonarnos también a nosotros mismos por las culpas que hemos ido acumulando
sin ningún sentido.
A diferencia de lo que cantaba Jeanette en los 70, el mundo no nos
hace rebeldes, sino que somos nosotros mismos los que decidimos hacernos de una
manera o de otra. No podemos controlar lo que nos va a pasar en la vida, pero
siempre tendremos la libertad de decidir qué hacer con todo lo que nos pase o
nos deje de pasar. Sólo en nosotros reside la potestad de decidir no amargarnos
la vida con aquello que ya no podemos cambiar.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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