Relaciones Interpersonales y Big Data
Los seres humanos necesitamos relacionarnos
continuamente con otros seres humanos para conseguir un desarrollo óptimo y
para aprender a adaptarnos a las exigencias de la sociedad a la que
pertenecemos. Los niños que nacen con
dificultades que ponen en entredicho su desarrollo físico y/o psíquico,
constituyen un triste ejemplo de las limitaciones que se sufren cuando la
propia biología levanta barreras a su alrededor que dificultan la relación con
los otros o incluso la llegan a impedir por completo.
A veces tendemos a no darle demasiada
importancia a lo que aprenden los niños en sus primeros años. Damos por hecho
que aprender a hablar, a caminar o a vestirse solo son logros muy sencillos que
todo el mundo puede y debe alcanzar sin ningún tipo de problema. Pero nos
equivocamos al obviar la complejidad que se esconde detrás de cada uno de esos “pequeños” logros. En condiciones
normales, toda esa complejidad se estructura en diferentes etapas,
perfectamente organizadas, que se van sucediendo unas a otras de manera
completamente natural y sin esfuerzo aparente por parte de los niños. Pero,
cuando se dan complicaciones durante el período prenatal o cuando ya partimos
de una combinación de genes que acaba condenando a la persona que está por
nacer en un ser dependiente de por vida, esas etapas no se suceden del modo en
que deberían hacerlo y la persona que pasa por ellas no es capaz de asimilar
esos “sencillos” conocimientos.
Todo lo que
sabemos y lo que somos se ha ido desencadenando a partir de esas primeras
relaciones que
establecimos en su día con nuestros padres y hermanos, con nuestros abuelos,
con nuestros tíos y primos o con nuestros vecinos. El primer día de parvulario,
los primeros compañeros de juegos a la hora del recreo, los primeros maestros,
las primeras lecciones. Todo ello contribuyó a marcarnos un camino que nos ha
ido conduciendo hasta el momento y el lugar en los que nos hayamos ahora.
Somos el producto
de todo lo que hemos experimentado gracias a la interacción con los demás. Una interacción que, en las
últimas décadas se está desarrollando cada vez más en entornos virtuales.
Internet revolucionó la última década
del siglo pasado y no ha parado de expandirse ni de perfeccionarse. Los
aparatos que utilizamos diariamente ya poco tienen que ver con los que usábamos
sólo veinte, diez o cinco años atrás. Ya casi todos han pasado a formar parte de lo
que se ha dado en llamar “internet de
las cosas”, pues llevan incorporados una serie de dispositivos que nos
permiten interactuar con ellos, al tiempo que las compañías que los
comercializan recaban una ingente cantidad de información referente a nuestros
hábitos de consumo que, a su vez, les permite adelantarse a nuestras supuestas
necesidades y ofrecernos nuevos productos antes incluso de que seamos conscientes
de que los necesitamos.
Los móviles que utilizamos diariamente para mandarnos WhatsApps o consultar el Facebook cuentan con este tipo de dispositivos, capaces de brindarle información a nuestros contactos de dónde estamos en cada momento y de lo que estamos haciendo, aunque conscientemente no mostremos ningún interés en airear esos detalles de nuestra cotidianeidad a nadie. Pero el teléfono ya se encarga de espiarnos y de explicarle a quien lo quiera consultar a qué hora lo utilizamos por última vez. Del mismo modo, las diferentes redes sociales también se encargan de sugerirnos determinados productos o servicios en función de nuestras aficiones o del tipo de compras que hemos realizado últimamente por internet.
Los móviles que utilizamos diariamente para mandarnos WhatsApps o consultar el Facebook cuentan con este tipo de dispositivos, capaces de brindarle información a nuestros contactos de dónde estamos en cada momento y de lo que estamos haciendo, aunque conscientemente no mostremos ningún interés en airear esos detalles de nuestra cotidianeidad a nadie. Pero el teléfono ya se encarga de espiarnos y de explicarle a quien lo quiera consultar a qué hora lo utilizamos por última vez. Del mismo modo, las diferentes redes sociales también se encargan de sugerirnos determinados productos o servicios en función de nuestras aficiones o del tipo de compras que hemos realizado últimamente por internet.
Todo ello forma parte de lo que se ha
bautizado como Big Data, bases de
datos, procedimientos y aplicaciones informáticas que, por su elevado volumen,
su naturaleza diversa y la velocidad a la que han de ser procesados, ultrapasan
la capacidad de los sistemas informáticos habituales.
Estas macro bases de datos pueden resultar muy ventajosas cuando lo
que se pretende es analizar todos los datos de que se dispone sobre la
incidencia de una enfermedad concreta a nivel mundial y tratar de unificar
criterios a la hora de tratar de prevenirla o de combatirla en el menor tiempo
posible. Lo mismo ocurría cuando se trata de tratar de atrapar a una banda de
crimen organizado o de perseguir delitos fiscales. Pero, es indudable, que también puede acarrearnos muchos
inconvenientes a nivel de usuarios pasivos de toda esta tecnología. Sin
darnos cuenta, cada vez que la utilizamos, estamos
poniendo en riesgo nuestra privacidad,
nuestro derecho a reservarnos cierta información para nosotros solos. Y es
evidente que esta nueva forma de relacionarnos con los instrumentos que
utilizamos y con las personas que interactúan con nosotros a través de esos
mismos instrumentos, quizá nos acabará pasando factura y es posible que pronto
muchos de nosotros debamos reciclarnos
en las habilidades sociales que habremos ido arrinconando y olvidando en
pro de las nuevas tecnologías.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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