Comprando por Comprar

Pese a que seamos muchos los que no dudamos en quejarnos de la precariedad laboral y de que los sueldos de ahora son muy inferiores a los que se percibían por el mismo trabajo hace diez años, las campañas de rebajas de los grandes y pequeños comercios siguen haciendo sus agostos varias veces al año a costa de nuestra ingenuidad.

Por mucho que creamos haber madurado con los años, seguimos creyéndonos demasiados cuentos y cayendo en demasiadas trampas. Leemos las palabras “descuento”, “rebajas” o “liquidación” en los escaparates de las tiendas y es como si nos sorbieran el seso y nos obligasen a entrar y comprar, aunque no necesitemos nada de lo que nos ofrecen y luego tengamos problemas para llegar a final de mes. Es lo que tienen las tarjetas de crédito, que al permitirnos pagar sin llevar dinero encima y darnos un amplio margen de maniobra, nos parece que no gastamos nada en realidad. Hasta que recibimos los extractos del banco y nos sobrevienen los dolores de cabeza.

No compramos por necesidad, sino por no dejar pasar la oportunidad de aprovecharnos de una supuesta ganga. Acabamos sacrificando las verdaderas necesidades que deberíamos cubrir hoy por lo que quizá necesitemos mañana y nos pueda salir más caro. Así de “racionales” somos y así nos vemos después.

Consumismo Furibundo- Campaña pública de educación para evitar el consumismo absurdo.

Hasta hace un tiempo, este comportamiento era propio de las Navidades. Todos intentábamos tirar la casa por la ventana, comprando como si se fuese a acabar el mundo: comida, regalos, caprichos personales, viajes, etc. Todo con el único objetivo de quedar por encima del hermano, del cuñado, de los consuegros o de los vecinos. Aunque luego la cuesta de enero nos hiciera desfallecer en el intento de ascenderla.

Desde que al mundo le dio por la globalización, esa fiebre consumista nos está afectando casi todo el año, porque somos tan dados a adoptar las costumbres y las celebraciones de tantas otras culturas, que acabamos subiéndonos a cualquier carro, pero pagando siempre. Porque la única justificación que tienen esas celebraciones es crear una ocasión extraordinaria para  llenar la caja de las grandes multinacionales y de los pequeños comercios que se apuntarían a un bombardeo con tal de obtener su porción del pastel.

El mundo parece encantado de que cada vez más gente celebre Halloween o el Black Friday porque generan un negocio millonario a costa de la buena fe de la gente. Y las empresas que participan no desaprovechan la oportunidad de convertir lo que inicialmente se celebraba un único día en una semana o incluso en más tiempo para que más gente pique y acabe comprando más o incluso endeudándose más. Porque no faltan quienes compran viajes, ordenadores, móviles u otros productos de elevado coste a crédito.

¿Cómo se entiende que una sociedad con salarios tan bajos como la nuestra sucumba en masa ante estos espejismos que crea el marketing?

Las empresas se crean para ganar dinero, nunca para perderlo. Cuando hablamos de multinacionales, con mayor motivo se va a cumplir esta máxima. Un producto que la semana pasada costaba 30€ no puede costar 20€ o incluso 15€ esta semana, a menos que su valor real sea mucho menos de 15€. Esto bastaría para entender las muchas voces que se están alzando en redes sociales para denunciar que muchos comerciantes inflan el precio de los artículos justo antes del Black Friday para rebajarlo después y tratar de convencer de que el descuento es real. Como bien nos advierte desde hace tanto tiempo la sabiduría popular “Nadie da duros a cuatro pesetas”.

Pero no dejamos de caer en la trampa ni de sucumbir a la tentación de conseguir algo al menor precio posible. De eso se valen los comercios, de hacernos creer que les sacaremos algo por menos de lo que vale en realidad, para acabar vaciándonos los bolsillos y las cuentas ellos a nosotros.

Lo más paradójico es que nos dejamos engañar para acabar adquiriendo cosas que no necesitamos y que quizá ni lleguemos a utilizar. 

Cuando necesitamos algo de verdad, vamos directamente al lugar donde sabemos que podemos encontrarlo, lo pagamos sin cuestionarnos si es caro o barato y nos lo llevamos. Así de simple. No perdemos horas ni días visitando tiendas sin parar, mirándolo todo y compitiendo con las amigas a ver quién compra más. Porque vamos al grano y lo que nos interesa es no perder el tiempo.

Si nos acostumbrásemos a comprar cuando verdaderamente necesitamos las cosas, todas estas estrategias de marketing que mueven tantos millones dejarían de tener sentido. Del mismo modo, si nadie atendiese las llamadas relacionadas con el telemarketing, muchas empresas deberían replantearse su modo de captar clientes.

La globalización ha acabado imponiéndonos un tipo de mundo en el que parece que todo es susceptible de ser vendido o comprado y en el que insisten en hacernos creer que necesitamos todo lo que se nos oferta como el propio aire para respirar. Pero, por otro lado, ese nuevo mundo emergente es cada vez más frío y distante en el trato directo al cliente, al consumidor o al usuario de cualquier servicio.

Se muestran muy amables cuando nos llaman a horas imposibles para ofrecernos determinado producto o servicio, pero una vez lo hayamos contratado, todo serán trabas para tratar de que nos solucionen algún problema o para darnos de baja. Todas las opciones pasan por registrarse a través de alguna web, pagar por Pay Pal, enviarles documentación por e-mail, descargarse e instalarse determinadas aplicaciones en el móvil o pasarse horas al teléfono hablando con un robot que nunca acaba de transferirle nuestra llamada a un operador de carne y hueso que pueda ayudarnos. Ya no hablemos de los bancos que nos cobran por tener nuestro dinero con ellos, nos indican el cajero automático para cualquier operación y a los que ya no se puede ir sin haber concertado una cita previa.

Antes, en las oficinas con atención al público nos atendían, nos escuchaban, despejaban nuestras dudas, nos trataban como lo que éramos: sus clientes. Ahora nos derivan a un portal de internet que no siempre funciona.

¿Por qué consentimos que estas empresas y estos bancos sigan viviendo a costa nuestra?

Para ellos sólo somos meros peones que les permiten seguir engrosando sus fortunas. Les da absolutamente igual cómo nos sintamos tratados porque nos creen perfectamente prescindibles. Pero, ¿podrían prescindir de verdad de todos nosotros?

Como consumidores, tenemos mucho más poder del que imaginamos. Y las mismas armas que utiliza la globalización para hacernos sucumbir ante el consumismo desenfrenado nos pueden servir para hacer que, por lo menos, muchos de los que abogan por esa globalización se tengan que replantear algunas cosas.

Las redes sociales son nuestro mejor recurso para concienciarnos y concienciar a otros de que otra forma de consumir es posible, a la vez que mucho más asequible, sostenible y sana.

Las grandes multinacionales del comercio, los bancos, las aseguradoras, las eléctricas o las empresas tecnológicas tienen mucho poder, pero no subestimemos nuestro poder como consumidores. La última palabra la tenemos nosotros porque sólo nosotros deberíamos decidir qué hacemos con nuestro dinero. Nadie puede obligarnos a gastarlo en cosas que no necesitamos o en servicios que no nos dejan satisfechos.
Tenemos la suerte de vivir en una sociedad en la que hay mucha competencia en todos los sectores. No tenemos que quedarnos con una compañía determinada ni tener nuestras cuentas en un banco concreto. Afortunadamente, podemos elegir.

También podemos aprender a decidir por nosotros mismos qué día vamos a ir a comprar lo que necesitemos de verdad, al margen de los calendarios, de la fantasía impostada de todo lo que comporta la Navidad y de esa fiebre de tratar de comprar los afectos con objetos traducibles a dinero. Los besos, los abrazos, los momentos compartidos con aquellos en cuya compañía nos sentimos más a gusto, son la mejor manera de celebrar cualquier día del año, sin necesidad de que nos lo recuerden en la tele, en la radio ni en internet. Lo que sentimos de verdad ha de surgir desde dentro, no sernos impuesto desde fuera, porque entonces, deja de ser auténtico.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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