Comprando por Comprar
Pese a que seamos muchos los que no dudamos
en quejarnos de la precariedad laboral y de que los sueldos de ahora son muy
inferiores a los que se percibían por el mismo trabajo hace diez años, las
campañas de rebajas de los grandes y pequeños comercios siguen haciendo sus
agostos varias veces al año a costa de nuestra ingenuidad.
No compramos por
necesidad, sino por no dejar pasar la oportunidad de aprovecharnos de una
supuesta ganga. Acabamos sacrificando las verdaderas necesidades que deberíamos
cubrir hoy por lo que quizá necesitemos mañana y nos pueda salir más caro. Así
de “racionales” somos y así nos vemos después.
Consumismo Furibundo- Campaña pública de educación para evitar el consumismo absurdo. |
Desde que al mundo le dio por la globalización, esa fiebre consumista
nos está afectando casi todo el año, porque somos tan dados a adoptar las costumbres y las celebraciones de tantas
otras culturas, que acabamos subiéndonos a cualquier carro, pero pagando
siempre. Porque la única justificación que tienen esas celebraciones es
crear una ocasión extraordinaria para llenar la caja de las grandes multinacionales
y de los pequeños comercios que se apuntarían a un bombardeo con tal de obtener
su porción del pastel.
El mundo parece encantado de que cada vez más
gente celebre Halloween o el Black Friday porque generan un negocio
millonario a costa de la buena fe de la gente. Y las empresas que participan no
desaprovechan la oportunidad de convertir lo que inicialmente se celebraba un
único día en una semana o incluso en más tiempo para que más gente pique y
acabe comprando más o incluso endeudándose más. Porque no faltan quienes
compran viajes, ordenadores, móviles u otros productos de elevado coste a
crédito.
¿Cómo se entiende que una sociedad con
salarios tan bajos como la nuestra sucumba en masa ante estos espejismos que
crea el marketing?
Las empresas se
crean para ganar dinero, nunca para perderlo. Cuando hablamos de multinacionales, con
mayor motivo se va a cumplir esta máxima. Un producto que la semana pasada
costaba 30€ no puede costar 20€ o incluso 15€ esta semana, a menos que su valor
real sea mucho menos de 15€. Esto bastaría para entender las muchas voces que
se están alzando en redes sociales para denunciar que muchos comerciantes
inflan el precio de los artículos justo antes del Black Friday para rebajarlo
después y tratar de convencer de que el descuento es real. Como bien nos
advierte desde hace tanto tiempo la sabiduría popular “Nadie da duros a cuatro pesetas”.
Pero no dejamos de caer en la trampa ni de
sucumbir a la tentación de conseguir algo al menor precio posible. De eso se
valen los comercios, de hacernos creer que les sacaremos algo por menos de lo
que vale en realidad, para acabar vaciándonos los bolsillos y las cuentas ellos
a nosotros.
Lo más paradójico
es que nos dejamos engañar para acabar adquiriendo cosas que no necesitamos y
que quizá ni lleguemos a utilizar.
Si nos acostumbrásemos a comprar cuando
verdaderamente necesitamos las cosas, todas estas estrategias de marketing que
mueven tantos millones dejarían de tener sentido. Del mismo modo, si nadie
atendiese las llamadas relacionadas con el telemarketing, muchas empresas
deberían replantearse su modo de captar clientes.
La globalización
ha acabado imponiéndonos un tipo de mundo en el que parece que todo es
susceptible de ser vendido o comprado y en el que insisten en hacernos creer que necesitamos todo lo que se nos oferta
como el propio aire para respirar. Pero, por otro lado, ese nuevo mundo emergente es cada vez más
frío y distante en el trato directo al cliente, al consumidor o al usuario de
cualquier servicio.
Se muestran muy amables cuando nos llaman a
horas imposibles para ofrecernos determinado producto o servicio, pero una vez
lo hayamos contratado, todo serán trabas para tratar de que nos solucionen
algún problema o para darnos de baja. Todas las opciones pasan por registrarse
a través de alguna web, pagar por Pay Pal, enviarles documentación por e-mail,
descargarse e instalarse determinadas aplicaciones en el móvil o pasarse horas
al teléfono hablando con un robot que nunca acaba de transferirle nuestra
llamada a un operador de carne y hueso que pueda ayudarnos. Ya no hablemos de
los bancos que nos cobran por tener nuestro dinero con ellos, nos indican el
cajero automático para cualquier operación y a los que ya no se puede ir sin
haber concertado una cita previa.
Antes, en las oficinas con atención al
público nos atendían, nos escuchaban, despejaban nuestras dudas, nos trataban
como lo que éramos: sus clientes. Ahora nos derivan a un portal de internet que
no siempre funciona.
Para ellos sólo somos meros peones que les
permiten seguir engrosando sus fortunas. Les da absolutamente igual cómo nos
sintamos tratados porque nos creen perfectamente prescindibles. Pero, ¿podrían prescindir de verdad de todos
nosotros?
Como consumidores, tenemos mucho más poder
del que imaginamos. Y las mismas armas que utiliza la globalización para
hacernos sucumbir ante el consumismo desenfrenado nos pueden servir para hacer
que, por lo menos, muchos de los que abogan por esa globalización se tengan que
replantear algunas cosas.
Las redes sociales
son nuestro mejor recurso para concienciarnos y concienciar a otros de que otra
forma de consumir es posible, a la vez que mucho más asequible, sostenible y
sana.
Las grandes multinacionales del comercio, los
bancos, las aseguradoras, las eléctricas o las empresas tecnológicas tienen
mucho poder, pero no subestimemos
nuestro poder como consumidores. La última palabra la tenemos nosotros
porque sólo nosotros deberíamos decidir qué hacemos con nuestro dinero. Nadie
puede obligarnos a gastarlo en cosas que no necesitamos o en servicios que no
nos dejan satisfechos.
Tenemos la suerte de vivir en una sociedad en
la que hay mucha competencia en todos los sectores. No tenemos que quedarnos
con una compañía determinada ni tener nuestras cuentas en un banco concreto.
Afortunadamente, podemos elegir.
También podemos
aprender a decidir por nosotros mismos qué día vamos a ir a comprar lo que
necesitemos de verdad, al margen de los calendarios, de la fantasía impostada
de todo lo que comporta la Navidad y de esa fiebre de tratar de comprar los
afectos con objetos traducibles a dinero. Los besos, los abrazos, los momentos
compartidos con aquellos en cuya compañía nos sentimos más a gusto, son la
mejor manera de celebrar cualquier día del año, sin necesidad de que nos lo
recuerden en la tele, en la radio ni en internet. Lo que sentimos de verdad ha
de surgir desde dentro, no sernos impuesto desde fuera, porque entonces, deja
de ser auténtico.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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