Dialogando entre Besugos

Como muy bien escribía Armando Matías Guiu en 1989, muchas veces no pensamos lo que decimos ni tampoco decimos lo que pensamos. Como en tantas otras cosas en las que ocupamos el tiempo los humanos, a la hora de comunicarnos con nuestros iguales nos empeñamos en no poner los cinco sentidos y, así, casi nunca nos enteramos de nada, porque nos preocupa más escucharnos a nosotros mismos que tratar de entender lo que nos explica el otro.

Queremos convencer, pero no parecemos muy dispuestos a que nos convenzan. No paramos de hablar ni de argumentar, pero no dudamos en recriminarle a los demás que hagan lo mismo.


Nunca como ahora habíamos asistido a un despliegue tan amplio de oferta formativa en todo lo referente a inteligencia emocional, escucha activa, empatía, habilidades sociales y muchas otras competencias relacionadas que, se supone, deberían servirnos para acercarnos más unos a otros, para mejorar nuestra forma de interrelacionarnos, para evitar conflictos del todo innecesarios y para aprender de las diferencias en lugar de interpretarlas como amenazas.

Pero el caso es que, en la práctica, el impacto de dichas formaciones en nuestro día a día está muy lejos de alcanzar los objetivos pretendidos. Las conversaciones de toda la vida están emigrando a marchas forzadas al mundo virtual en forma de mensajes cortos en los que cada vez hay menos palabras y más símbolos de colores que no siempre son utilizados por los emisores de los mensajes ni se interpretan por sus receptores de la forma más acertada. Hemos llegado al punto en que, un simple like o un triste emoticono pueden provocar una discusión tremenda entre los emisores y los receptores de esos mensajes. Mensajes que, por otra parte, no suelen ser nada trascendentales, sino de lo más banales.

¿De qué nos sirve asistir a cursos de inteligencia emocional si luego sólo sabemos hablar a través de teclados y pantallas? ¿De verdad creemos que la escucha activa es estar todo el día pendientes del sonido de los whatsApps cuando entran en nuestros móviles?

La verdadera comunicación es otra cosa. El verdadero diálogo debería ser otra cosa. 

Dialogar no tiene por qué conllevar que convenzamos al otro de que está equivocado y de que nuestra postura es la más razonable. Tampoco implica que debamos aceptar que los equivocados somos nosotros y adoptar como por arte de magia la postura de nuestro oponente como propia. Dialogar implica dejar hablar, escuchar y estar abiertos a descubrir aquello que aún no conocemos y que nos puede ayudar a entender mejor al otro. Desde luego no tiene nada que ver con gritar, ni con atacar, ni con sacar temas que no vienen a cuento para descolocar al otro y ganarle terreno. Tampoco tiene que ver con el insulto gratuito, ni con las preguntas trampa ni por supuesto con las, últimamente tan famosas, fake news (noticias falsas).

Se trata, más bien, de intentar levantar un puente que nos permita acercar posturas, llegar a acuerdos que beneficien a ambas partes y sentar las bases para nuevos diálogos que nos permitan ir mejorando la relación y creciendo con ella. Pero, lejos de aplicarnos el cuento, lo que hacemos es parapetarnos en nuestro ensimismamiento mental y alejarnos cada vez más de los que piensan diferente. Del mismo modo, la otra parte se encasta en mantener intactas sus propias convicciones y no muestra ningún gesto que nos lleve a pensar en un posible acercamiento.

Si esto es muy grave en nuestros escenarios cotidianos (entre familiares, entre amigos, entre vecinos),  mucho más grave resulta cuando se da en escenarios públicos (en programas de televisión en directo, en ruedas de prensa de todo tipo, o en la política). Se supone que las personas que ocupan escaños en el congreso de los diputados o sillas en las tertulias televisivas han estudiado las reglas de la comunicación, pero el caso es que, en muchas ocasiones, estas reglas no se respetan en absoluto y se acaban saltando de la manera más bochornosa y vergonzante. Más que asistir a tertulias sobre la actualidad o a comparecencias en el congreso, pareciera que tenemos delante a cuatro payasos sin demasiada gracia o a un grupo de gladiadores matándose entre ellos en un circo romano.


¿De verdad hemos consentido con nuestros votos que esas 350 personas que se supone que nos representan al conjunto de ciudadanos de este país en el congreso sean quienes decidan por nosotros y por el futuro de los que vendrán?

Definitivamente, tenemos pendiente aprender a escucharnos mejor, a leer esas letras pequeñas que tantas veces nos saltamos por la pereza y a interpretar mejor los gestos y las miradas de quienes tratan de vendernos tantas motos de humo. Si nos fijásemos más en todos esos detalles, veríamos que las palabras suelen ir por un camino mientras que los gestos y las miradas toman el camino contrario. Nos mienten más que hablan. Nos utilizan porque nos necesitan para llegar a dónde quieren ir, pero una vez consiguen su objetivo, nos olvidan y nos dejan tirados a nuestra pobre suerte. Parece que lo único que hay que tomar en consideración son los índices de audiencia o los porcentajes en intención de voto de cada partido en las encuestas. Lo demás pasa a un segundo plano.

La información veraz, el trabajo bien hecho, la ética, la moral, el gobierno responsable y la pretendida transparencia se han vuelto definitivamente valores invisibles, inexistentes. Da igual quien ocupe las sillas del poder y da igual qué medio de comunicación informe. Todos acabarán sacrificando la verdad en beneficio de sus propios intereses.  

Y seguiremos hablando, unos y otros, no con la intención de dialogar, sino con el único propósito de mantenernos atrincherados en nuestras particulares torres de Babel. Quizá nos creemos dueños de nuestras particulares realidades y nos encante sentirnos muy dignos de nuestra fidelidad ciega hacia ellas, pero no somos capaces de advertir que, al aislarnos tanto de la realidad de los demás, estamos perdiendo perspectiva y nos estamos autocondenando a quedarnos cada vez más solos.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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