Apostándonos la Vida

Con frecuencia, tendemos a creer que tenemos todas nuestras necesidades básicas cubiertas y que, por muy duras que sean nuestras condiciones laborales o por muy difíciles que se nos pongan las cosas, siempre conseguiremos salir adelante sin necesidad de arriesgarnos a saltarnos ninguna ley.

Pero no siempre somos conscientes de que en el mundo hay muchas personas que, aunque lo pretendiesen, no podrían creer lo mismo que nosotros y sienten amenazada, no ya sólo su seguridad, sino también su supervivencia y la de los suyos. Cuando se vive bajo regímenes gubernamentales que vulneran por decreto todos los derechos fundamentales de sus ciudadanos; cuando las calles de la ciudad donde vives  están controladas por francotiradores pagados por uno u otro poder que disfrutan disparando al azar a inocentes que no han hecho otra cosa que salir a intentar comprar algo para comer; cuando las bombas te dejan sin techo y sin parte de tu familia; cuando tu dinero no vale nada y te has quedado sin nada, entonces no te queda lugar para albergar al miedo porque nada de lo que esté por venir puede ser peor que lo que ya te ha pasado.

Desde nuestro estado del bienestar y nuestra impuesta seguridad, a veces nos cuesta entender cómo hay personas que se arriesgan a cruzar países en guerra y a embarcarse en una lancha o en un cayuco arrastrando a sus hijos pequeños o a sus mujeres embarazadas hacia nadie sabe dónde, sin tener la garantía de que llegarán sanos y salvos.





Tan acostumbrados estamos a querer que nos lo aseguren todo, que no nos cabe en la cabeza que otros puedan ser tan “inconscientes”. ¿De qué nos sirve la conciencia cuando no nos queda nada más? 

Pero, lejos de empatizar con esas personas que alcanzan nuestras costas o se dejan la vida frente a ellas, lo que hacemos algunas veces es criminalizarlas. Lejos de verlas como personas desvalidas que se lo han jugado todo tratando de salvar la vida y la de los que les quedan, lo que percibimos es una especie de amenaza:

“Vienen a quitarnos el poco trabajo que tenemos, a aprovecharse de nuestro sistema de ayudas públicas, de nuestra sanidad gratuita y universal, de nuestras escuelas y nuestros parques”.

No queremos acordarnos de aquellos republicanos españoles que en el año 1939 cruzaban la frontera de La Jonquera cargados con sus pocas pertenencias, huyendo de las represalias del bando nacional. Tampoco queremos acordarnos de muchos de esos mismos españoles que acabaron en los campos de Argelès, enterrando a sus critauras recién naciedas en la arena de la playa,  o en los hornos de los campos de concentración alemanes. Vemos esas historias en el cine y se nos encoge el alma, pero en cambio, cuando tenemos la posibilidad de evitar que esas escenas se puedan a llegar a repetir en la vida real, nos puede la indiferencia.

Refugiados españoles cruzando la frontera francesa de El Perthús. Foto de Three Lions/ Getty images

Cierto es que, como todo en la vida, ni todos los que juegan el rol de víctimas son realmente tales, ni todos a los que les toca jugar el rol de polis malos, lo acaban siendo. Siempre existe la posibilidad de que, entre los que llegan a nuestro país huyendo de la guerra y la miseria, se cuelen terroristas, traficantes de toda índole y, en definitiva, personas que no buscan precisamente un lugar mejor donde vivir y un puesto de trabajo digno, sino una oportunidad de ampliar su campo de acción para continuar viviendo a costa de la buena fe de los demás. Pero ese tipo de personas se dan en todas partes. El pillaje, la estafa o la usura son tan antiguos como la propia humanidad. No señalemos con el dedo acusador a los que acaban de llegar cuando igual tenemos la casa llena de ellos y no hemos sido capaces de darnos cuenta.

Es evidente que, desde la política, queda mucho trabajo por hacer para conseguir una gestión más eficiente de la inmigración, de la asignación de ayudas públicas, del funcionamiento de la sanidad pública, la educación, las condiciones laborales y el establecimiento claro de los deberes de todos los ciudadanos y no sólo de los derechos.

Pero flaco favor le hacemos a esa política cuando decidimos no ir a votar y permitir que los que están en los extremos de la coherencia, sean de izquierdas o de derechas, resulten los grandes beneficiados de nuestra manifiesta indiferencia.

Nuestro hartazgo de la clase política, que por otro lado resulta más que comprensible por la mucha decepción que nos están provocando sus señorías desde sus escaños en la última década, está provocando que ganen voz y voto una serie de ideas que son más propias de la Alemania nazi que de la España del siglo XXI.

La ley mordaza, que tan criticada fue en su momento, nos puede llegar a parecer un abanico de libertades si la comparamos con lo que puede traernos el futuro si consentimos ponerlo en manos de la ultra derecha o de la ultra izquierda, porque todos los extremos conducen al caos

Prohibir nunca es el camino para llegar a ninguna parte. Se puede poner orden en las instituciones, en lugar de eliminarlas por decreto. Se pueden mejorar las leyes sin necesidad de derogarlas y se pueden renegociar las condiciones de cualquier acuerdo sin necesidad de cortar por lo sano, a golpe de decretazo. Las imposiciones, el gobernar para el pueblo pero sin el pueblo y el dictar leyes a medida de los intereses de aquellos que nos han puesto en el poder deberían incluirse como delitos muy graves en el código penal y grabarse con penas de cárcel.

Nuestras abuelas siempre decían que, de jóvenes, en los años 30, tuvieron mucha más libertad que sus hijas en los años 50. ¿Nuestros hijos llegarán a decir lo mismo cuando se comparen con nosotros? ¿De verdad nosotros, la primera generación de la democracia, habremos sido más libres que nuestros hijos?

La historia es cíclica, como una noria. Cuando creemos estar en la cima, a punto de alcanzar el cielo (los avances en ciencia, en educación, en arte, en calidad de vida), empezamos a descender hasta estamparnos contra el suelo (guerras, epidemias, invasiones, exterminios, pillajes, Inquisición) .

Por desgracia, tras cada época floreciente se han sucedido etapas de lo más oscuras, como si la humanidad tuviese miedo, de repente, de ser demasiado positiva y decidiese volverse en su propia contra, autodestruyéndose.

Esperemos que mañana no tengamos que ser nosotros los que nos echemos a la espalda un saco con lo imprescindible para huir de un país que no escucha a sus ciudadanos, que criminaliza a las víctimas de la violencia machista, que prioriza la bandera y el concepto de Patria por encima del derecho a la sanidad, a la educación, a la igualdad de género en las empresas e instituciones, a la igualdad de oportunidades independientemente de dónde hayas nacido o de que tengas o no una discapacidad, a la vivienda sostenible, a las pensiones de jubilación dignas, a los empleos de calidad y a la libertad de expresión.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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