Educando Príncipes y Princesas

Una de las principales funciones de cualquier organismo vivo es la reproducción. Da igual si hablamos de protozoos, de escarabajos o de seres humanos. La finalidad de la vida es perpetuarse en la descendencia que deja, a su paso, cada generación de individuos de la especie a la que se pertenezca.

Si ese reproducirse para tratar de perpetuar la especie es algo que cobra carácter innato e instintivo  en el resto de especies sin que ninguna de ellas pierda su limitado tiempo en cuestionarse nada al respecto, la especie humana, como en tantas otras cosas, opta por marcar la diferencia y complicarse la existencia  planteándose demasiados interrogantes y perdiendo un tiempo precioso diseñando un futuro para esa descendencia que casi siempre acaba distando mucho de lo planeado.

Es evidente que ser padre es la mayor responsabilidad que alguien puede asumir en la vida y que nadie nace preparado para afrontar un reto de esa naturaleza. Si no hubiésemos evolucionado y continuásemos viviendo como el resto de los animales, todo sería mucho más sencillo. Como ellos, actuaríamos por instinto, con el único objetivo de sobrevivir. Pero los humanos, desde el principio, fuimos más ambiciosos. No nos conformamos con lo que teníamos a nuestro alcance y quisimos probar ideas nuevas. Gracias a ese ingenio acabamos creando herramientas, aprendimos a domesticar a algunos animales para que nos sirvieran de alimento sin necesidad de salir a cazar todos los días, empezamos a cultivar plantas que pudiesen alimentarnos o curarnos, mejoramos nuestras viviendas, inventamos la rueda, fuimos capaces de construir embarcaciones que nos permitiesen pescar o aventurarnos a descubrir nuevos territorios que conquistar en  la otra orilla del mar. Tras siglos de evolución y de una sucesión constante de mentes innovadoras, hoy somos lo que somos y el mundo es el que es.

Fieles a esa mentalidad emprendedora que nos caracteriza, los humanos afrontamos la paternidad pensando en cómo lograr que esos hijos que están por venir tengan una vida mejor que la nuestra. Ese deseo de prosperidad es una constante que se repite en todas las generaciones. Incluso en situaciones de pobreza extrema y de situación de guerra o postguerra en la que escasea lo más esencial, los padres tienden a reservar el poco alimento que tienen para sus hijos, sacrificando a veces la propia vida o arriesgándose a acabar en la cárcel o asesinados por robar para saciar el hambre de sus pequeños.

Las personas que en su infancia pasaron hambre y otras calamidades, son las primeras que, a la hora de afrontar la paternidad  se comprometen a no permitir que sus hijos corran la misma suerte. Es lógico, porque nadie como ellas saben lo mal que se vive en esa incertidumbre.

Pero, como en todo, en tiempos de bonanza económica, tendemos demasiado rápido a olvidarnos de tener clara la diferencia entre lo verdaderamente necesario e importante y aquello que en realidad es superfluo e irrelevante.



Uno de los errores de pensamiento en el que con más mayor frecuencia caemos los humanos es la bipolaridad, irnos de un extremo al otro, jugando al todo o nada. O algo nos parece buenísimo o definitivamente lo condenamos a ser malísimo. No creemos en la importancia de aprender a situarnos en los términos medios. Si en nuestra infancia nos faltó algo, determinamos que a nuestros hijos no les faltará absolutamente de nada. Y es en esa intención ingenua de querer dárselo TODO donde cometemos nuestro peor error. Porque, lejos de educarles en que aprendan a valorar las cosas por la importancia que tienen en realidad y no por el precio que nos cuestan, lo que hacemos es educarles para que se crean príncipes y princesas que, sólo con formular sus deseos, les serán concedidos por sus sufridos padres. Lo que ignoran esos niños y niñas es que ese trono prometido no existirá en el futuro para el que se están preparando y ésa es, sin lugar a dudas, la parte más triste de la historia.

Últimamente se han puesto de moda palabras como el EMPODERAMIENTO en la educación. Es evidente que no podemos educar a los niños que hoy tienen 6 o 10 años del mismo modo en que se educaba a los niños de esas mismas edades hace una, dos o tres décadas. Los escenarios actuales son muy diferentes y la diversidad cultural que protagoniza ahora la realidad cotidiana en las aulas escolares exige que se implanten nuevos programas educativos que impliquen el uso de otras estrategias a la hora diseñar los temarios a tratar en cada curso, la forma de exponer esas clases, de idear las actividades fomentando el trabajo en equipo, la empatía, los valores o el propio empoderamiento.

La empresa BusinessKids, dedicada a fomentar el emprendimiento infantil, propone 10 premisas para trabajar con los niños:

1-  Dejarlos librar sus propias batallas- Para que este cometido les lleve a buen puerto, los padres tienen que abstenerse de solucionarles el problema. Dejarles experimentar, permitirles equivocarse, para que sean ellos mismos los que aprendan a levantarse después de cada caída y para que puedan sacar sus propias conclusiones de lo aprendido.

2-  Enseñarlos a negociar- Para que aprendan que nada resulta gratuito y que conseguir algo, implica tener que hacer algo a cambio. Si el niño quiere determinado regalo por su cumpleaños, es bueno que entienda que sus padres van a tener que hacer un esfuerzo importante para poder satisfacerle, por lo que no esperarán menos esfuerzo por su parte (tendrá que sacar buenas notas, arreglar su habitación cada día o colaborar en cualquier otra tarea doméstica).

3-   Darles la oportunidad de tomar sus propias decisiones – Con ello se sentirán más seguros de sí mismos a la hora de poder escoger la ropa que se van a poner cada día, la actividad extraescolar que van a realizar a partir del siguiente curso o si prefieren ir al cine o salir con sus amigos en bici. Pero también serán más conscientes de sus errores, cuando la decisión no haya sido la más acertada.

4-   Fomentar su seguridad, respaldándoles las buenas ideas – Hay niños y niñas muy inteligentes o hábiles en determinadas competencias, pero que no tienen el convencimiento de serlo. Bien por timidez, o por miedo a equivocarse o a hacer el ridículo delante de sus compañeros, no se ven capaces de dar rienda suelta a sus ideas. Cuando se da esta situación, siempre hay que animarles a que pierdan ese miedo y a que crean más en sus posibilidades.

5-   Escuchar su opinión – Es bueno permitir que los niños participen en la toma de decisiones importantes en la familia. Si bien es verdad que, para afrontar determinados asuntos, por su complejidad, la opinión de los niños casi nunca resultará relevante, también es cierto que dejarlos al margen les llevará a sentirse excluidos de alguna forma. Siempre es bueno que opinen, para que se sientan útiles, aunque finalmente no tomemos la decisión que ellos habrían apoyado.

6-  Enseñarles a ser independientes-  Tengan la edad que tengan, es importante aprender a dejar de verlos como a bebés indefensos e ir demandándoles cierto grado de responsabilidad sobre sí mismos y los asuntos que les atañen en función de la edad que vayan alcanzando. Dedicir, negociándolo siempre con los niños, a partir de qué edad han de empezar a vestirse solos, hacerse su cama, recoger sus ropas y sus juguetes, empezar a ir y volver solos del colegio, hacer pequeños recados, etc. Todo ello para que entiendan que tienen derechos, pero también obligaciones y que madurar implica ser capaz de no depender de que otros te lo hagan todo.

7- Nutrir su conocimiento- Al margen de estar pendientes de su buen aprovechamiento escolar, es bueno estar alerta y saber detectar las capacidades en las que destacan los niños para fomentar que las desarrollen de forma más óptima en actividades extraescolares o procurándoles que tengan acceso a los materiales de los que precisarían para profundizar más en determinados conocimientos o habilidades.

8-   Motivarles cada día- Un reto difícil, porque la vida tan ajetreada que llevamos no siempre nos permite disponer de todo el tiempo que querríamos dedicar a esos niños y, a veces, los nervios y las prisas nos hacen decirles cosas que no querríamos decirles en realidad. Pero hemos de tratar de evitar las frases que puedan tener connotaciones negativas en los niños. Decirle a un niño que no sirve para algo es como sentenciarle a que se crea un perdedor. Asimismo, tampoco es nada positivo optar por la postura contraria y hacerle creer que puede hacer cualquier cosa cuando en realidad sabemos que no es así. Lo ideal es que aprendan a condicionar los logros (siempre que sean objetivos) con el esfuerzo personal.

9-   Fortalecerlos para que puedan enfrentar las burlas y las críticas- La burla y la crítica son tan antiguas como la especie humana. Por mucho que se insista desde el ámbito educativo y desde las propias familias en educar a los niños en la empatía, en el respeto, en la cooperación y en la igualdad, la realidad sigue escupiendo ejemplares que no se ajustan a esos valores deseables y muchos otros niños sufren las consecuencias. Es primordial enseñarles a los niños a hacer oídos sordos de esos ataques que no se sustentan en otro argumento que el de la envidia o el hacer daño gratuitamente. En cambio, deben aprender a tener muy en cuenta los argumentos de la crítica sana, la crítica constructiva, porque les puede ayudar a mejorar y a seguir progresando en la buena dirección.

10- Predicar con el ejemplo- La mejor manera de enseñarle a un niño a comportarse cómo creemos que es debido, es adoptando nosotros mismos ese comportamiento que esperamos ver en ellos. Bien es sabido que aprendemos por imitación. Por muy buenas palabras que utilicemos para explicarles cualquier norma o cualquier supuesta lección de vida, si luego resulta que, en la práctica, estamos haciendo justo lo contrario de lo que les estamos pidiendo que hagan, acabarán haciendo lo mismo que nosotros.

Vistas estas 10 premisas, el EMPODERAMIENTO puede resultar una buena estrategia para fomentar la madurez de los niños, convirtiéndolos en personas independientes y productivas. Pero nunca debería ir de la mano de la sobreprotección paterna, porque entonces deja de tener un sentido positivo para convertirse en mero DESPOTISMO.

Ningún padre debería tolerar que sus hijos traten de ocupar su lugar en la jerarquía familiar. Que se les subleven como insoportables dictadores que se nieguen en rotundo a acatar las normas que les imponen sus padres y que acaben implantando ellos las suyas propias. Cuando se le pierde el respeto a los padres de esa manera, ¿qué clase de respeto van a tenerle a sus profesores o a cualquier figura que represente alguna autoridad?

Permitir que los niños se salgan con la suya de esa manera es convertirlos en personas del todo indeseables que lo tendrán muy difícil para encajar en cualquier tipo de sociedad.

Dejemos de quejarnos ante ellos de lo que a nosotros nos faltó de pequeños y ellos tienen la inmensa suerte de poder disfrutar. No menospreciemos tan a la ligera el legado que nuestros padres sí supieron transmitirnos y que sería el mejor regalo que podríamos ofrecerles a nuestros hijos: el ser capaces de vivir con menos, pero disfrutar más intensamente de las cosas y de las personas, el saber ponernos en el lugar de los demás, el respeto hacia nuestros mayores, la capacidad de mantenernos firmes y determinados a la hora de luchar por algo, la perseverancia, la resiliencia, el altruismo o tantas otras buenas cosas que han contribuido a hacernos mejores personas.

Si queremos a nuestros niños, no les hagamos creer que son príncipes ni princesas, porque entonces nos creerán reyes y omnipotentes y, cuando les neguemos algo, nos atacarán sin piedad. Porque no querrán entender que no disponemos de más recursos, que somos simples trabajadores que tienen un montón de facturas a las que hacer frente cada mes y que el dinero no nos llueve del cielo precisamente.

Enseñémosles que son hijos de esos trabajadores normales y corrientes que no pueden comprarles todo lo que piden, pero sí pueden procurarles toda la seguridad, todo el amor y todos los valores que necesitarán para hacerse PERSONAS RESPETABLES.

Los bienes materiales se estropean, pasan de moda, caen en la obsolescencia. Los valores de los que nos nutrimos las personas permanecen mientras vivimos e incluso después de nuestra muerte, en la memoria de quienes nos han querido y respetado.




Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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