Faltándonos el Respeto

Las relaciones humanas nunca están exentas de complicaciones porque los humanos, ya de por sí, somos demasiado complejos. A veces creemos que todo debería ser más sencillo ahora que dos mil años atrás, porque se supone que ahora tenemos más conocimientos en general que nos han enseñado estrategias menos agresivas a la hora de relacionarnos con los demás. Pero también es verdad que, cuanto más sabemos, más dudamos y muchas veces son esas terribles dudas las que nos llevan a perder los papeles con mayor facilidad de la que nos gustaría.

Saber tantas cosas, tener tan fácil el acceso a tantísima información a través de internet y de tan diversos medios de comunicación nos hace creernos dueños de la verdad absoluta, como si sólo hubiese una, como si el resto de personas con las que interactuamos no creyesen lo mismo. No somos capaces de darnos cuenta de que nosotros mismos nos manipulamos esa información utilizando un mecanismo llamado abstracción selectiva. 

Partiendo de la premisa en la que hemos decidido creer, decidimos fijarnos sólo en la información que confirma nuestras hipótesis. Así, de toda la información que pulula a nuestro alrededor, sólo permitimos que nos llegue esa porción sesgada y no siempre veraz. Es como si mirásemos a través de un túnel y nos negásemos a entender que sobre él hay toda una montaña que nos podemos estar perdiendo.


Cuanto más compleja es una sociedad, cuanto más conocimientos atesoran sus ciudadanos  o más fácil tienen su acceso a ellos, más probabilidad tienen de florecer en ella los conflictos. Tal vez por eso los libros nunca han sido del agrado de los dirigentes autoritarios, porque una sociedad leída deviene en una sociedad crítica que no va a aceptar según qué decisiones o normas que le vengan impuestas por aquellos que les gobiernen.

En principio, que una sociedad tenga acceso a la máxima información no debería suponer ningún tipo de problema ni tampoco tendría porqué generar conflicto alguno. Pero cuando esa información deja de ajustarse a la realidad para amoldarse a los intereses de unas u otras corrientes de pensamiento, ya no estamos hablando de ciudadanos bien informados, sino de ciudadanos utilizados para determinados fines sin que ni ellos mismos sean conscientes de tal manipulación. La era de la postverdad está haciendo estragos en el mundo, llegando sus tentáculos a todos los sectores y niveles. Basta que una información falsa se publique en una red social para que se propague como una epidemia y, a base de repetirse, se imponga como la única verdad posible.

En el siglo pasado, cuando los distintos gobiernos querían mantener a sus pueblos sometidos y calladitos, utilizaban la vía de la represión y del castigo ejemplar. Eso hacía que el pueblo, aunque se mantuviese tranquilo en apariencia, no dejase de desarrollar una voz crítica contra sus dirigentes que fue la que hizo posible el cambio cuando cayeron aquellas dictaduras. En el siglo XXI, utilizar las viejas estrategias de prohibir, censurar, encarcelar o incluso sentenciar a muerte por diferentes delitos sería del todo impopular y les haría perder votantes, aunque algunos partidos no han dejado de intentar rescatar tales medidas a base de resucitar leyes  que llevaban décadas caducadas, como la Ley de vagos y maleantes, rebautizada ahora como Ley Mordaza. Y otros que acaban de aterrizar en el panorama político amenazan con ir aún más lejos y llevarnos de vuelta a la España de los cuarenta o los cincuenta del siglo pasado.

Pero en la era de la postverdad, la represión explícita se convierte en un elemento del todo innecesario e incluso contraprudente. Porque, ¿para qué arriesgarnos a perder votos prohibiéndole al pueblo que se manifieste, cuando podemos manipularle sin que se dé ni cuenta y conseguir que cambie de opinión y llegue a defender lo que nos interesa a nosotros que defienda? ¿Por qué luchar a cara descubierta con el sector de la población que representa a nuestra oposición cuando podemos filtrar noticias, aunque sean falsas o sólo cuenten verdades a medias, que les hagan enfrentarse entre ellos y dudar de sus propias convicciones? A río revuelto, ganancia de pescadores. ¿Acaso los resultados de las elecciones de Andalucía no se deben a algún fenómeno parecido? A la gente, en general, no le gusta formar parte de los que pierden. Así, si se filtran los datos oportunos de las estadísticas en cuanto a intención de voto y se hace creer al pueblo que cierto partido puede ganar unas elecciones, independientemente de que esos datos se correspondan a los resultados de encuestas realizadas a muestras poco representativas de la población general, el impacto de la noticia puede hacer cambiar la intención de voto de mucha gente. Gente que no se cuestiona esos datos y tampoco pone en duda la veracidad de los escándalos que se dan en los partidos por los que no va a votar.
Cuando al pueblo llano se le dice lo que quiere oír, aunque no sea cierto, las murallas se caen y sus plazas no oponen demasiada resistencia. 

¿Podemos pensar que estamos, entonces, ante una nueva fórmula para contener a la población y mantenerla a raya? Aún es pronto para responder a esa pregunta.

Lo que sí se ha hecho ya demasiado evidente es uno de los daños colaterales que esta llamada era de la postverdad: la creciente falta de respeto en todos los ámbitos sociales.


Parece que hemos llegado a un punto de no retorno en el que todo vale. Empezando por las familias, pasando por las escuelas e institutos y acabando en la televisión o en el mismísimo Congreso de los Diputados. Nos hemos olvidado por completo de la importancia de guardar las formas en nuestras relaciones con los demás.

Las personas podemos tener nuestras propias ideas y éstas, a veces, pueden estar muy alejadas de las de los demás. Pero esas diferencias, ¿pueden llegar a justificar el insulto gratuito o la ridiculización de los otros?

Para expresar lo que pensamos o lo que sentimos, ¿es necesario que ataquemos sin piedad a los otros, hurgando en las heridas que más les duelen? ¿Es necesario desenterrar fantasmas del pasado o episodios vergonzosos que todos guardamos en la trastienda de nuestra conciencia?

¿Es necesario permitir que un niño, para salirse con la suya, llegue a insultar a sus padres y a amenazarles con no comer o con no hacer los deberes, para que podamos seguir creyéndonos padres modernos? Si no somos capaces de corregir esa muestra de mala educación en un niño, ¿cómo creemos que podremos erradicar la mala educación que se airea cada día en el Congreso de los Diputados?

Si un niño le pierde el respeto a sus padres, ¿se lo tendrá a sus profesores en el colegio o en el instituto? ¿Será capaz de respetar a sus jefes el día que empiece a trabajar?

¿Tenemos futuro como humanos si dejamos de respetarnos los unos a los otros?

Ya no estamos a tiempo de reeducar a nuestros políticos, pero nunca es tarde para intentar educar mejor a las generaciones que acaban de llegar o a las que aún están por venir. La mejor manera de educar, siempre es predicar con el ejemplo.

Respetar y exigir ser respetados es uno de los primeros cimientos que deberíamos colocar a la hora de iniciar cualquier tipo de relación con otras personas, ya se trate de empresarios/empleados, de profesores/alumnos o de padres/hijos. Delimitar espacios de convivencia en los que se pueda hablar de todo, pero sin caer en la trampa de la ofensa y en los que no se puedan traspasar líneas rojas bajo ningún concepto. Porque cuando se traspasa la línea roja del respeto, se pierde todo lo demás. Cuando le hacemos al otro aquello que más tememos que nos hagan a nosotros, ¿qué tipo de respuesta podemos esperar?

Se puede expresar todo, incluso las emociones que siempre hemos considerado como negativas y que, en realidad, no lo son. Porque uno tiene derecho a admitir ante los demás que está triste por determinada causa, o que está enojado por algo que el otro le ha hecho o no le ha hecho, o que tiene miedo porque no se siente seguro de sus propias capacidades. Pero lo que no puede hacer es disfrazar esa emoción transformándola en un ataque hacia su interlocutor. Y eso es, precisamente, lo que con más frecuencia acostumbramos a hacer algunos humanos.

El lema “la mejor defensa es un buen ataque” nos ha hecho demasiado daño y ha contribuido a confundirnos aún más, a poner en duda nuestras mejores intenciones. Porque, “si vamos de frente, se nos va a ver el plumero” y, “si nos ven débiles, aprovecharán para ensañarse más con nosotros”.

Ese jugar a no mostrarnos como somos, a escondernos un as en la manga, a decidir de antemano hasta dónde podemos contarle al otro de la historia en la que estamos implicados ambos, siempre ha sido una forma absurda de complicar esas relaciones humanas que cada vez parece que nos cuesta más entablar.

En el fondo, lo único que nos pasa es que tenemos demasiado miedo a que nos vean como somos de verdad, y preferimos ir por la vida como si estuviésemos concursando en Gran Hermano: echando mano de estrategias para tratar de quedar siempre por delante de los demás, pero muy por detrás de nosotros mismos, porque a los primeros a los que hemos dejado de respetar es precisamente a nosotros.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749


Comentarios

  1. Tienes toda la razón ,en el ámbito politico no hay ningun respeto y se expande a la población

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