Trabajo y Edad

Nos pasamos la vida sintiéndonos demasiado jóvenes o demasiado viejos para realizar las mismas cosas. Dependiendo del momento de la vida en el que nos encontremos, consideraremos que aún estamos demasiado verdes o que se nos ha pasado el arroz para afrontar determinadas situaciones.

De niños soñamos con crecer más deprisa para lograr ser más independientes de nuestros padres, para poder ir solos donde nos dé la gana, para tomar nuestras propias decisiones y lanzarnos libremente a perseguir con ahínco nuestros propios sueños. Años más tarde, recordamos con nostalgia aquella niñez que tanta prisa teníamos por abandonar y nos lamentamos de no haberla disfrutado más, de no haber sabido centrarnos más en aquel presente tan efímero en pro de futuros que nunca se nos acabaron dibujando como habíamos imaginado.

Realmente, ¿hay una edad óptima para cada cosa en la vida?

En un mundo tan cambiante, en el que la esperanza de vida no deja de crecer y en el que el concepto de “familia” se ha transformado tanto en las últimas décadas, ¿podemos seguir anclados en la creencia de que a alguien se le está pasando el arroz para hacer algo

¿Podemos seguir defendiendo la teoría de que estudiar es sólo cosa de niños o jóvenes y que los adultos que lo siguen haciendo son una excepción y no la regla?

¿Hasta qué edad podemos considerarnos “jóvenes” en esta nueva realidad del mundo globalizado?

Si la ciencia ha conseguido que mujeres que han superado la menopausia puedan gestar niños que han sido fruto del óvulo de alguna donante más joven, contribuyendo a derribar así la fecha de caducidad de la maternidad, ¿por qué muchas empresas siguen manteniendo fechas de caducidad para acceder a la mayoría de sus puestos de trabajo?

Por un lado, esta sociedad tan compleja y tan diversa que nos engloba a todos, nos está lanzando el mensaje de que podemos ser padres pasados los 40 o los 50 años sin ningún problema. Pero, por otro, esa misma sociedad nos amenaza con dejarnos sin trabajo para poder mantener a esos hijos a esas mismas edades, porque considera que empezamos a ser demasiado viejos para trabajar.

Si tenemos en cuenta que la edad de jubilación ha pasado de los 65 a los 67 años y que se irá incrementando paulatinamente porque se prevé que no habrán recursos en las arcas del estado para afrontar tantas pensiones de jubilación en un país con uno de los índices de natalidad más bajos, hemos de reconocer que tenemos un PROBLEMA. Y este problema no se soluciona poniéndole paños calientes, ni destinando más partidas presupuestarias a ayudas sociales. Porque, lejos de solucionarlo, lo que hacemos es agravarlo.

Si con 50 años le haces creer a una persona que ya es demasiado mayor para encontrar trabajo y la acostumbras a depender de una ayuda, por pequeña que sea, esa persona ya no va a luchar por mejorar su situación. No se va a preocupar de intentar formarse en campos distintos de los que ha trabajado hasta ese momento, entre otras cosas porque se va a sentir desmotivada, sin ilusión, sin ningunas ganas. Lo más probable es que se amolde a su nueva situación e intente sumar a los míseros ingresos de la ayuda lo poco que pueda conseguir por su cuenta realizando trabajos esporádicos en la economía sumergida. Cuando se entra en esa rueda, ya es muy difícil despegarse de ella.

Es muy triste que, si vemos factible alcanzar la edad de 90 o 100 años, a mitad del camino tengamos que admitir que ya no somos válidos, que nos hemos quedado obsoletos, que prescinden de nuestros servicios porque ya no les resultan competitivos.

En el otro extremo del tiempo biológico, también nos encontramos con jóvenes de 16 o 17 años que han acabado o no la ESO o que siguen estudiando, pero quieren empezar a trabajar y se encuentran con que ninguna empresa les contrata. Cualquiera les puede ofrecer un trabajo, siempre mal pagado, pero sin papeles de por medio. Así, nos encontramos con que un menor trabajando sin contrato puede hacer de canguro por las noches, puede ayudar a su familia en un bar durante más de 8 horas al día o cargar cajas con pesos muy por encima de lo que la ley considera que podría levantar a su edad en el almacén en el que trabaja su padre. Pero no se le puede contratar legalmente porque, entonces, estarían incumpliendo la ley.
Curiosa manera de interpretar las leyes la que tenemos en este país.

Hay una ley de igualdad que, teóricamente, prohíbe la discriminación por sexo, por edad, por religión, por raza o por nacionalidad. Si las empresas cumpliesen dicha ley, tendrían que valorar a los candidatos que aspiran a sus puestos de trabajo vacantes en función únicamente de su formación y de su experiencia. De hecho, ésa es la única información que debería figurar en un currículum vitae. Porque lo que pretendemos encontrar cuando buscamos candidatos para cubrir un puesto de trabajo concreto no tiene que ser alguien con quien podamos entablar una buena relación personal o que nos parezca atractivo o atractiva por la foto, sino un profesional que sepa cumplir con las expectativas de ese puesto de trabajo. Que tenga 25 años, tenga un físico imponente, vista de forma impecable y tenga estudios superiores no nos va a garantizar que pueda desempeñar de forma óptima las tareas que le encomendemos. Que tenga 56, algo de sobrepeso, vista de manera más modesta y no tenga la formación reglada requerida para el puesto, pero en cambio, pueda aportar veinte o veinticinco años de experiencia en puestos similares, como mínimo se merecería que le diésemos la oportunidad de demostrarnos si encaja o no en el perfil que estamos buscando.

En una sociedad tan multicultural y tan cambiante como la nuestra hay cabida para todas las edades, todas las etnias, todos los credos, todas las ideas políticas, todas las nacionalidades y, por supuesto, todos los hombres y todas las mujeres.


Todos somos igual de válidos. Da igual que tengamos 16 o que tengamos 67. Los humanos somos del todo imprevisibles y, cuando nos sentimos seguros de nosotros mismos, somos capaces de todo aquello que nos propongamos, por más difícil o imposible que nos parezca. Pero, para obtener esa seguridad, primero tenemos que sentirnos arropados por otros que confíen en nosotros; alguien nos tiene que tender la mano y darnos la oportunidad de demostrarle que aún nos queda cuerda para rato, que no podremos competir con los milenials que ya nacieron conectados a dispositivos móviles, pero podemos complementarnos con ellos y formar un todo indisoluble de conocimiento y experiencia sin precedentes.

Pretender enterrar en la obsolescencia la experiencia, los conocimientos, el buen hacer de tantos años de tantos buenos profesionales de tantos sectores de actividad es como querer desprendernos de nuestras raíces y pretender vivir cortados en un jarrón lleno de agua. 

¿Cuánto se supone que sobreviviremos sin raíces, sin nadie a quien consultar cuando tengamos dudas, sin referencias previas?

Nadie niega la belleza ni la sofisticación de las rosas frescas, pero no por ello tenemos que despreciar la existencia de las demás flores del jardín. Todas son igual de necesarias y contribuyen por igual a tejer un tapiz multicolor cuyo valor no podría entenderse si faltase cualquiera de ellas.

El mercado laboral no puede abastecerse sólo de los más jóvenes, de los más agraciados físicamente y de los mejor preparados académicamente. Porque, afortunadamente, cada puesto de trabajo requiere un determinado perfil. Ni todo el mundo sirve para todo, ni tampoco, aun ajustándose perfectamente a determinado perfil, una persona va a encajar bien en ese puesto de trabajo. Porque a veces nos olvidamos de la importancia de algo tan fundamental como la ACTITUD. Pocas veces trabajamos solos. La mayoría de los trabajos implican relacionarse con muchas otras personas a lo largo del día. Ya sea compañeros de departamento, usuarios de los servicios que prestamos, clientes, proveedores o personas que nos consultan determinada información por teléfono. Podemos tener el mejor CV del mundo, pero si no sabemos adoptar una actitud que se ajuste a lo que requiere cada situación, no encajaremos bien en el nuevo trabajo y lo acabaremos perdiendo.

A veces las empresas encuentran candidatos idóneos para cubrir sus vacantes, pero luego no les llegan a contratar porque esos candidatos tienen aspiraciones salariales muy superiores a las que tales empresas ofertan. En esos casos, se ven obligadas a bajar el listón y a darles la oportunidad de acceder a esos puestos a personas menos preparadas, pero que quizá demuestran mucho más interés por aprender, por esforzarse y por satisfacer las expectativas de quien está dispuesto a contratarles. Esta situación es la que se está dando en estos momentos en el mercado laboral.

Después de unos largos años de crisis en los que las empresas no han tenido dificultades para cubrir sus vacantes con candidatos muy preparados que no han dudado en aceptar condiciones salariales muy por debajo de las que estaban acostumbrados, ahora se encuentran con que algunos de aquellos trabajadores que contrataron han abandonado sus puestos al poder optar a otras ofertas mucho más suculentas. Pero el mercado laboral ya no es el de los años de plena crisis. Ya no hay tantos candidatos selectos disponibles y, los que hay, tienen un precio inamovible. Lo mismo pasa en sectores como la industria, la hostelería o incluso en la educación o la sanidad. Faltan buenos profesionales en todos los campos. Y cuando eso pasa, las empresas no tienen otra opción que resignarse a dejar de escribirle la carta a los reyes magos cada vez que buscan candidatos o se los solicitan a las consultorías externas o a las empresas de trabajo temporal. En ese momento, factores como la edad dejan de ser un condicionante negativo para encontrar trabajo.

El mercado laboral resulta aún más cambiante que la propia sociedad en general, oscilando entre una tendencia y la contraria, como si de un péndulo se tratara. En este fenómeno, las reformas laborales tienen mucho que ver. Cuando los gobiernos determinan que bonificarán determinadas contrataciones incluyendo entre sus cláusulas determinadas franjas de edad, acaban definiendo la tendencia que se impondrá en el mercado laboral durante el tiempo que esa ley esté vigente. Así, si un empresario sabe que ofreciéndole un contrato indefinido a una persona mayor de 45 años tendrán bonificaciones en las cuotas de la seguridad social durante los dos primeros años, dejará de contratar personas más jóvenes, por muy buenas candidatas que sean. Porque una empresa no es una ONG, sino un medio para ganar dinero. Si pueden bonificarse parte de las contrataciones, las empresas se acaban ahorrando mucho dinero.

Por el contrario, si dicha ley determina que va a bonificar las contrataciones de jóvenes de 16 a 20 años, los empresarios no contratarán personas de más edad. Nos encontramos, de ese modo, con la paradoja de que la misma empresa que en 1990 nos hacía creer que a los veinte o veinte y pocos años ya éramos muy mayores para trabajar en un supermercado como cajeros o cajeras, diez años más tarde sólo contratase personal de caja que superase los 45.

¿En qué se basan para decidir qué contrataciones se bonifican? En las estadísticas de desempleados que se dan en el mercado laboral de cada momento. Si el índice de parados muy jóvenes es más elevado que el de parados mayores de 45 o 50, intentarán incentivar la contratación de personas más jóvenes y lo harán a la inversa cuando sea más alto el índice de desempleados más mayores.

En todo esto, ¿dónde encaja entonces la ley de igualdad? ¿Acaso el propio estado no nos discrimina cuando nos divide por edades, cuando decide quiénes lo vamos a tener más fácil o más difícil para acceder a un puesto de trabajo para el que estamos igual de preparados?

En cualquier caso, el momento actual, pese a la mucha precariadad laboral existente, pese a los muchos jóvenes que continúan viendo en otros países la única opción viable para labrarse un futuro profesional y pese a la continua pérdida de puestos de trabajo en la industria y en otros sectores porque las máquinas han acabado sustituyendo el trabajo manual, puede ser un buen momento para muchas personas que llevan tiempo buscando trabajo.

Si no bajan la guardia, si no desisten en su empeño de perseverar, si no se cierran ante la posibilidad de formarse en aquellas áreas en las que anden un poco perdidos y si dejan de envenenarse con los continuos mensajes pesimistas que la sociedad persiste en enviarles, más tarde o más temprano, pueden recibir su oportunidad de volver a estar en activo, de volver a creerse útiles y dejar de conformarse con sobrevivir para intentar volver a sentirse vivos.

Como sociedad que nos empeñamos en denominar civilizada y madura, no podemos darles la espalda a las personas a partir de determinada edad. Porque hoy son ellos, pero mañana seremos nosotros. Si no intentamos cambiar para bien su realidad, mañana no podremos esperar que nadie luche por cambiar la nuestra.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749


Comentarios

  1. lo de no dar trabajo a las personas mayores pienso que tiene otra explicación. . .
    ¿sabeis por que no se vuelve a torear un toro cuando sale vivo de la plaza?
    pues porque si lo vuelven a torear no ira a embestir al trapo rojo, ira a embestir al torero.
    se prefiere a jovenes que lo den todo, que no protesten, que no cuestionen... y que embistan el señuelo

    ResponderEliminar
  2. Puff ... Que digo yo ahora que no hayas dicho tu ya,si hasta perdí un par de trabajos por no tener el físico deseado por los jefes,este País se va a la mierda ...

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas Populares