Rabia y Orgullo

Cuando en 1995, el psicólogo norteamericano Daniel Goleman publicó su libro Inteligencia Emocional, muchas personas descubrieron que emocionarnos, lejos de hacernos parecer más débiles a los ojos escrutadores de los demás, podía convertirnos en personas más hábiles a la hora de lidiar con las diversas situaciones de nuestro día a día.

Hasta entonces, muchas generaciones habíamos sido educadas, o mejor dicho, instruidas para no llorar, para no perder los papeles, para no dejarnos llevar por el miedo, para no tener que avergonzarnos de nuestros actos supuestamente impuros, para simular que las actitudes de ciertas personas no nos causan asco o para poner siempre la otra mejilla. En definitiva, nos educaron para no vernos enfocados por el “qué dirán” y para ser siempre políticamente correctos. Nuestros sentimientos, mejor experimentarlos en privado. Nuestras emociones, mejor no mostrarlas, no sea que nos delaten y acabemos juzgados por lo que no somos.

Pero, ¿quién puede ser una persona que se niega a sí misma sus propias emociones? Sin duda, alguien que ha aceptado vivir una vida que no es la suya. ¿Puede haber algo más triste que eso?

El 11 de septiembre de 2001, cuando el primer avión impactó en la primera de las torres del World Trade Center, una mujer de 72 años y enferma de cáncer, tenía puesta la televisión y descubría atónita unas imágenes que no comprendía desde su apartamento en Manhattan. Entonces fue testigo del segundo impacto y entendió lo que ocurría, pero le resultaba del todo insoportable. Esa mujer se llamaba Oriana Fallaci. Era periodista y escritora, pero llevaba demasiado tiempo callada, preparando un libro al que definía como “su niño”, aunque alejada de los medios y tratando de combatir su enfermedad de la manera más digna posible.



Aquel 11 de septiembre, Oriana no pudo permanecer callada. Se precipitó a la calle y se vio envuelta en un aire cargado de cenizas y de muerte. Vio a personas precipitándose al vacío desde diferentes plantas de las torres sin poder hacer nada para evitarles un final tan trágico. Y, cuando volvió a casa, y volvió a mirar la televisión, vio cómo en algunos países árabes se alegraban del golpe que habían sufrido los norteamericanos y lo celebraban abiertamente. Y entonces emergió la Oriana de siempre y les plantó batalla. No con armas, ni con aviones, sino con palabras. Acostó a “su niño” por un tiempo y se puso a escribir como nunca antes lo había hecho: guiada por sus emociones.

Oriana Fallaci siempre se había caracterizado por su escrupulosidad a la hora de escribir. Nunca le acababa de convencer lo que escribía y se imponía ella misma estrictos filtros y correcciones en todos sus escritos. Pero aquel aciago día de septiembre, decidió dejarse llevar y el resultado fue un extenso artículo titulado “La Rabia y el Orgullo”, que fue publicado días después y causó un revuelo monumental en todo el mundo. Mucha gente la admiró por su coraje, porque no es fácil escribir lo que ella escribió. No es fácil, ni tampoco políticamente correcto. Pero mucha otra gente la odió y no dudó en recriminarle su osadía. La acusaron de ir contra la comunidad musulmana, de meterles a todos en el mismo saco, de cuestionar las políticas de la vieja Europa y de tantas otras cosas que a ella, en el fondo, ya le resbalaban porque, después de todo lo vivido, ya no la sorprendía nada.

Oriana Fallaci fue la primera mujer italiana en convertirse en corresponsal de guerra. Estuvo en frentes tan abominables como Vietnam o Beirut. También en la matanza de la Plaza de las Tres Culturas en México en 1968, donde llegó a recibir tres balazos y fue dada por muerta y llevada a la morgue entre un montón de cadáveres. A lo largo de su trayectoria periodística entrevistó a diferentes dirigentes mundiales como Arafat, Kissinger, Indira Ghandi, Jomeini, Gadafi o el Dalai Lama.

Nunca temió preguntar lo que no era considerado políticamente correcto y se atrevió a dudar de sus propios deseos y de sus propias convicciones. Una de sus novelas más polémicas fue “Carta a un niño que nunca nació”, publicada en 1975 y considerada por muchos que, seguramente, nunca llegaron a leer esa carta, como la historia de un aborto. En realidad, fue el diario de una mujer que se atrevió a cuestionarse si tener un hijo era o no una decisión acertada en aquel momento de su vida. Una mujer que cada día que le escribía a aquel niño o a aquella niña lo hacía con mucho amor, abriéndole por completo su corazón, sus miedos, su particular idea del mundo y de las personas que lo pueblan, sus debilidades, pero también sus fortalezas, sus esperanzas y sus desvelos. Y ese embarazo, finalmente, se malogró, pero no porque Oriana decidiera ponerle fin, sino porque la biología a veces es muy caprichosa y decide quién va a nacer y quién no.

En la dedicatoria de la novela, Oriana escribió:

"A quien no teme la duda,
a quien se pregunta los porqué
sin descanso y a costa de sufrir
de morir

A quien se plantea el dilema
de dar la vida o negarla
está dedicado este libro
de una mujer
para todas las mujeres"

En “La rabia y el orgullo” Oriana arremetió contra quienes se habían atrevido a atentar contra el que consideraba su segundo país. Amaba Italia, pero había decidido exiliarse en EEUU por estar en profundo desacuerdo con la manera de hacer de quienes se habían ido alternando en el gobierno de su país. A Oriana le dolía en el alma ver la degeneración que habían sufrido ciudades como Milán, Turín o la propia Florencia, degeneración que ella achacaba a la inmigración musulmana, al desprecio de éstos hacia la cultura occidental en general. En el artículo, que acabó convirtiéndose en un libro de 99 páginas, describe la ausencia de respeto por los monumentos que no identifican con el mundo islámico. Habla incluso de personas musulmanas orinando contra la fachada de una catedral o defecando en la calle, acampadas durante semanas en medio de la ciudad para protestar por su derecho a quedarse en Italia.

Cuenta lo que su padre le dijo en su lecho de muerte:

“En Italia se habla siempre de Derechos y nunca de Deberes. En Italia se finge ignorar o se ignora que cada Derecho comporta un Deber, que quien no cumple su propio deber no merece ningún derecho. Porca miseria, ¿no me habré equivocado al trabajar tanto por mi país, al ir a la cárcel por los italianos?”.

¿Nos suena de algo ese argumento? En España somos muchos los que no paramos de decir lo mismo y tenemos la sensación de que es como predicar en el desierto.

Habla también Oriana de corrupción y desprestigio en la política y no tiene ningún problema en afirmar que:

“El no voto es un voto, sí: un voto legal, legítimo; un voto para decir váyanse-todos-al-Infierno. Pero es también el voto más trágico, más triste que existe. El voto desgarrador del ciudadano que no se reconoce en nadie, que no se fía de nadie, que no puede encargar a nadie que lo represente, y que, en consecuencia, se siente abandonado defraudado solo.” “¡Por Dios, hemos estado en la cárcel, hemos muerto, para recuperar el voto! Nuestros compañeros fueron fusilados o eliminados en los campos de concentración para devolvernos el voto. Y yo no voto… Sufro y maldigo mi rigidez, mi inflexibilidad y mi soberbia. Casi envidio a quien sabe amoldarse, adaptarse a las necesidades, ceder ante un compromiso y votar a alguien que le parezca menos malo que los otros. Cuando hay un referéndum, al contrario, voto. Porque en los referéndums no tengo que favorecer a hombres o mujeres en los que no me reconozco, por los cuales no quiero ser representada: en un referéndum el proceso democrático se desarrolla sin intermediarios. ¿Quieres la monarquía? No. ¿Quieres la República? Sí…”

Seguro que esta otra argumentación también nos resulta muy familiar. En todos los países cuecen las mismas habas.

Quienes juzgaron tan duramente a Oriana Fallaci por este extenso artículo no deben hacer alarde de tener demasiada inteligencia emocional. Esas 99 páginas describen cómo se siente una persona cuando las circunstancias la convierten en algo muy frágil y vulnerable. Una persona que se ve del todo impotente ante un atentado brutal que sobrepasa todos los límites imaginables, todas las líneas rojas habidas y por haber.

Estaremos de acuerdo en que no se puede meter a todo el mundo en el mismo saco y que, independientemente de la religión que profesemos, de las ideas políticas que tengamos o de la cultura en la que hayamos sido educados, las personas podemos ser mejores o peores. Pero ese análisis lo hacemos en frío, cuando ya nos hemos recuperado un poco del impacto y nuestras emociones iniciales se han sosegado. En caliente, las emociones nos hacen pensar cosas que con el tiempo seremos capaces de matizar, pero en ese momento sólo se traducen en blancos y negros, en buenos y malos, en amigos y enemigos, en vida o muerte. Exactamente igual que en medio de una guerra. Lo que prima es sobrevivir, ponerse a salvo. Es tu vida o la de tu adversario, por muy buena persona que sea ni por mucho que le vaya a llorar su familia. En situaciones tan al límite nadie puede darte más pena que tú mismo, por mucho que te duela después, por mucho que te llegues a martirizar por lo irracional de tu comportamiento. Las prioridades, los valores y las reglas del juego cambian cuando nos sentimos atacados, sobrepasados, en peligro.

Para entender todo lo que escribió Oriana Fallaci en “La rabia y el orgullo” habría que conocerla un poco a ella. Podría decirse que ya nació batallando, porque apenas tenía 14 años cuando ya colaboraba con la resistencia durante la ocupación alemana en Italia. Un día que iba con su padre les sorprendió un bombardeo y tuvieron que buscar refugio en una iglesia. De repente comenzó a llorar y, al verla, su padre reaccionó propinándole una bofetada. “Una niña no llora” le dijo. Y, a partir de entonces, Oriana procuró no volver a llorar.

Oriana Fallaci en sus inicios como periodista en la redacción del periódico L'Europeo en 1955


Se hizo fuerte y se atrevió a vivir contra corriente, curtiéndose en escenarios de guerra, siendo testigo de todas las atrocidades que un ser humano que se cree con poder puede llegar a cometer contra sus semejantes. En “La rabia y el orgullo” cuenta algunos de esos episodios que vivió y lo hace de una manera muy personal, como en todas sus obras anteriores. Poniendo toda su pasión, su rabia, su dolor y consiguiendo que nada de lo que nos cuenta nos pueda dejar indiferentes.

Oriana Fallaci decidió regresar a su Florencia natal cinco años después del atentado contra las torres gemelas. Lo hizo sabiendo que sería su último viaje, porque se moría. Apenas pesaba 30 kilos y ninguna aerolínea se atrevió a aceptarla entre sus pasajeros por temerse lo peor. Tuvo que volar en un avión privado y acompañada de dos doctoras. Murió 10 días después.

Personaje controvertido y polémico. Amada y detestada a partes iguales, pero, por encima de todo, una mujer valiente, inteligente y libre que nos ha dejado un legado impagable y nos ha enseñado que emocionarse, aunque sea con emociones mal consideradas negativas, no es pecado. Tenemos derecho a sentir rabia y a sentirnos orgullosos de aquellos que nos precedieron y nos enseñaron a luchar por nuestros ideales y por preservar nuestra cultura. También tenemos derecho a sentirnos dolidos cuando nos atacan, a tratar de defendernos cuando nos creemos en peligro y a llorar. Sí, Oriana, a llorar. Porque expresar lo que uno siente no puede ser malo. Al contrario, es una manera fisiológica y psicológica de liberarnos de aquello que nos atenaza.

Ojalá en este mundo globalizado nacieran cada día mil Orianas. Da igual que fuesen cristianas, budistas, musulmanas o judías. Pero que fuesen niñas libres, que aprendieran a pensar por sí mismas y a plantarle cara a todos los convencionalismos opresivos de sociedades patriarcales o matriarcales. Seguro que el mundo del futuro sería un lugar mucho más digno en el que vivir y soñar.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

Comentarios

  1. Mujeres valientes, que dicen lo que piensan a los cuatro vientos y no se dejan amedrentar por las lenguas que pretenden callarla. Bravo por ella y bravo por tí por presentarnosla.

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    1. Muchas gracias! El mundo necesita que sigan naciendo cada día muchas Orianas. Un fuerte abrazo.

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