Enviando Cartas al Cielo
A menudo nos encontramos frente a la paradoja
de que nos cuesta más entendernos con quienes hablan nuestro propio idioma que
con quienes hablan otro del que apenas conocemos cuatro frases para salir del
paso. Quizá porque el problema no esté en el idioma sino en el grado de
implicación que nos permitimos en la relación con el otro.
Si un desconocido nos pregunta en la calle
por un lugar concreto en francés o en inglés o chapurreando palabras sueltas en
castellano, no tendremos demasiados problemas para indicarle cómo llegar o
dónde preguntar para que se lo indiquen mejor que nosotros. En cualquier caso,
haremos lo que sea por hacernos entender y por ayudar a esa persona a encontrar
lo que está buscando. En cambio, cuando se trata de entablar conversaciones más
serias con quienes dominan nuestro propio idioma y con quienes compartimos
mucha más intimidad, tendemos a mostrarnos mucho más precavidos. Medimos las palabras, en cierto modo porque
las tememos. Nos da miedo que nos malinterpreten, que descubran áreas de
nuestra personalidad que preferimos mantener ocultas y sentimientos que no
estamos dispuestos a revelar aunque luchen constantemente por expresarse ellos
mismos sin valerse de nuestra voz, colándose a través de los poros de nuestra
piel, de la luz y la sombra de nuestra mirada o de la incoherencia de nuestros
gestos, que nos delatan cada vez que tenemos delante a la persona en cuestión.
Que dos personas se entiendan es uno de los
retos más difíciles de lograr. Tal vez por ello, cuando una de las dos muere, a
la otra le queda la sensación de que no le dijo todo lo que le gustaría haberle
dicho. Por miedo a su reacción o, quizás, por no sentirse preparada para la
respuesta que pudiese darle la otra.
El miedo paraliza, pero al tiempo, contribuye
a que las cosas no cambien, a que todo se mantenga intacto y no hayamos de
enfrentarnos a las incógnitas del qué pasará de ahora en adelante.
Hoy en día, en las redes sociales nos topamos
con frecuencia con cartas al cielo
en las que sus autores expresan todos los sentimientos que tiempo atrás
silenciaron, bien por miedo a la reacción de la otra persona o porque dieron
por hecho que no era necesario verbalizarlo. A veces pecamos de ingenuos, al
creer que siempre vamos a estar aquí, que siempre podremos encontrar el momento
más oportuno para aclarar las cosas que tanto aplazamos. Olvidamos que somos
finitos, que cualquier día puede ser el último, que cualquier accidente o
desenlace inesperado pueden cambiarlo todo de forma irremediable.
¿De qué tenemos tanto miedo?
¿Tal vez de que el otro o la otra nos consideren demasiado dependientes de su
cariño?
¿De que aprovechen nuestra “debilidad” para hacernos daño?
Expresar lo
que uno siente, ¿puede considerarse una muestra de debilidad?
¿Por qué tenemos
que empeñarnos en ir siempre disfrazados de quienes no somos en realidad?
¿Por
qué hemos de esperar a que las personas a las que más queremos lo sepan cuando
ya no puedan oírnos, ni leernos, ni vernos?
¿Por qué nos complicamos tanto la
vida?
Nadie espera recibir una carta al cielo,
porque todos sus destinatarios están siempre muertos. Cuando escribimos esas
cartas, lo hacemos para poder leérnoslas a nosotros mismos, para poder ponernos
en paz con nuestros recuerdos de todas esas personas que nos faltan, para
liberar las palabras que nos empeñamos en censurarnos mientras estuvimos a
tiempo de decírselas a esas personas cara a cara, para acallar nuestra parte de
culpa o comprender mejor nuestra pena.
No hay un cielo, ni un infierno desde el que
nuestros muertos puedan vernos ni oírnos. De ellos sólo queda la memoria que
conservamos de las relaciones que mantuvimos. Algunas excelentes, otras
conflictivas. Pero todas importantes, hasta el punto de significarse en
nuestras vidas y de seguir motivándonos a pensar en ellos, a escribirles
cartas, a seguir queriéndoles o a dejar de odiarles.
Escribir es un ejercicio que siempre nos
permite ordenar las ideas, ponerle nombre a las cosas que sentimos y, lo más
importante, convertirnos en lectores críticos de nuestras propias
verbalizaciones. A veces hay que traducir a palabras lo que uno siente y
traspasarlas al papel para darnos cuenta de nuestros errores, para ser
conscientes de que igual hemos interpretado mal a los demás y de que, a partir
de esa interpretación desafortunada, se han ido desencadenando reacciones que
nos han conducido a una situación insostenible en la relación con la otra
persona. Los errores absurdos de interpretación suelen estar detrás de muchas
desavenencias familiares y de muchas amistades rotas.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Por desgracia tienes razón, el ser humano es desconfiado por naturaleza y a todos nos suele ocurrir lo que has escrito. En mi caso lo achaco a las malas experiencias e incluso al miedo, no de expresar lo que quieres decir, sino de la respuesta. no soy una persona abierta con todo el mundo y si me abro y la respuesta en vez de ser positiva es corta, o negativa, dejas de hacerlo en modo de protección y no me refiero a intereses amorosos o diversos sentimientos, también a los propios problemas personales que pueda llegar a tener. Y creo que es un mal generalizado en esta sociedad entre que las personas se están volviendo egoistas con el paso de los años y que si te abres por equis causa ante gente que tienes confianza y te llevas un chasco, terminas por desconfiar, e incluso pensar, que abrirte a las personas y contarles lo que en verdad piensas es malo, porque a los demás no les importa y les estás aburriendo y porque ese sentimiento transmitido a la corta o a la larga te va a pasar factura con quien se lo has contado, con lo cual tiendes a pensar que es mejor ser cerrado, cuidar mucho las palabras e intentar no cagarla, cuando en verdad la humanidad no debeiera ser así ni por una parte, ni por la otra. Un abrazo
ResponderEliminarTú también tienes mucha razón en lo que argumentas, Eduardo. Las malas experiencias previas nos obligan a ser precavidos en nuestras relaciones interpersonales. Cuando nos han herido, cuesta mucho volver a confiar plenamente en los demás y nos resistimos a dejar a un lado las corazas. Pero, con las personas que más nos importan y a las que más les importamos, deberíamos mostrarnos más transparentes y dejar los miedos aparcados. Estoy segura de que, en tu caso, es así.
EliminarUn fuerte abrazo.