Enviando Cartas al Cielo

A menudo nos encontramos frente a la paradoja de que nos cuesta más entendernos con quienes hablan nuestro propio idioma que con quienes hablan otro del que apenas conocemos cuatro frases para salir del paso. Quizá porque el problema no esté en el idioma sino en el grado de implicación que nos permitimos en la relación con el otro.

Si un desconocido nos pregunta en la calle por un lugar concreto en francés o en inglés o chapurreando palabras sueltas en castellano, no tendremos demasiados problemas para indicarle cómo llegar o dónde preguntar para que se lo indiquen mejor que nosotros. En cualquier caso, haremos lo que sea por hacernos entender y por ayudar a esa persona a encontrar lo que está buscando. En cambio, cuando se trata de entablar conversaciones más serias con quienes dominan nuestro propio idioma y con quienes compartimos mucha más intimidad, tendemos a mostrarnos mucho más precavidos. Medimos las palabras, en cierto modo porque las tememos. Nos da miedo que nos malinterpreten, que descubran áreas de nuestra personalidad que preferimos mantener ocultas y sentimientos que no estamos dispuestos a revelar aunque luchen constantemente por expresarse ellos mismos sin valerse de nuestra voz, colándose a través de los poros de nuestra piel, de la luz y la sombra de nuestra mirada o de la incoherencia de nuestros gestos, que nos delatan cada vez que tenemos delante a la persona en cuestión.

Que dos personas se entiendan es uno de los retos más difíciles de lograr. Tal vez por ello, cuando una de las dos muere, a la otra le queda la sensación de que no le dijo todo lo que le gustaría haberle dicho. Por miedo a su reacción o, quizás, por no sentirse preparada para la respuesta que pudiese darle la otra.
El miedo paraliza, pero al tiempo, contribuye a que las cosas no cambien, a que todo se mantenga intacto y no hayamos de enfrentarnos a las incógnitas del qué pasará de ahora en adelante.

La literatura está llena de obras que podríamos catalogar como cartas a personas ya fallecidas a cuyos remitentes se les quedaron demasiadas palabras en el tintero y demasiados sentimientos atrapados en el corazón. Desde las Coplas a la Muerte de su Padre de Jorge Manrique a la Carta al Padre de Kafka o la novela Paula de Isabel Allende, con la que honra la memoria de su hija.


Hoy en día, en las redes sociales nos topamos con frecuencia con cartas al cielo en las que sus autores expresan todos los sentimientos que tiempo atrás silenciaron, bien por miedo a la reacción de la otra persona o porque dieron por hecho que no era necesario verbalizarlo. A veces pecamos de ingenuos, al creer que siempre vamos a estar aquí, que siempre podremos encontrar el momento más oportuno para aclarar las cosas que tanto aplazamos. Olvidamos que somos finitos, que cualquier día puede ser el último, que cualquier accidente o desenlace inesperado pueden cambiarlo todo de forma irremediable.

En lo referente a la expresión de nuestras emociones, damos por hecho que las personas a las que amamos ya se saben amadas, ya saben cuánto nos importan y no necesitan que se lo recordemos cada día. Y así, nos damos licencia para limitar los abrazos, los besos y las palabras cariñosas a la mínima expresión. Como si nos provocasen algún tipo de alergia, como si formasen parte de un oscuro tabú.

¿De qué tenemos tanto miedo? 

¿Tal vez de que el otro o la otra nos consideren demasiado dependientes de su cariño?

¿De que aprovechen nuestra “debilidad” para hacernos daño?

Expresar lo que uno siente, ¿puede considerarse una muestra de debilidad? 

¿Por qué tenemos que empeñarnos en ir siempre disfrazados de quienes no somos en realidad? 

¿Por qué hemos de esperar a que las personas a las que más queremos lo sepan cuando ya no puedan oírnos, ni leernos, ni vernos?

¿Por qué nos complicamos tanto la vida?

Nadie espera recibir una carta al cielo, porque todos sus destinatarios están siempre muertos. Cuando escribimos esas cartas, lo hacemos para poder leérnoslas a nosotros mismos, para poder ponernos en paz con nuestros recuerdos de todas esas personas que nos faltan, para liberar las palabras que nos empeñamos en censurarnos mientras estuvimos a tiempo de decírselas a esas personas cara a cara, para acallar nuestra parte de culpa o comprender mejor nuestra pena.

No hay un cielo, ni un infierno desde el que nuestros muertos puedan vernos ni oírnos. De ellos sólo queda la memoria que conservamos de las relaciones que mantuvimos. Algunas excelentes, otras conflictivas. Pero todas importantes, hasta el punto de significarse en nuestras vidas y de seguir motivándonos a pensar en ellos, a escribirles cartas, a seguir queriéndoles o a dejar de odiarles.

Escribir es un ejercicio que siempre nos permite ordenar las ideas, ponerle nombre a las cosas que sentimos y, lo más importante, convertirnos en lectores críticos de nuestras propias verbalizaciones. A veces hay que traducir a palabras lo que uno siente y traspasarlas al papel para darnos cuenta de nuestros errores, para ser conscientes de que igual hemos interpretado mal a los demás y de que, a partir de esa interpretación desafortunada, se han ido desencadenando reacciones que nos han conducido a una situación insostenible en la relación con la otra persona. Los errores absurdos de interpretación suelen estar detrás de muchas desavenencias familiares y de muchas amistades rotas. 

Si todos intentásemos ser un poco más transparentes con nosotros mismos y con los demás es muy probable que las relaciones humanas resultases bastante menos complicadas y bastante más satisfactorias. Pero tendemos a confundir la vida con una partida de póker o con una inabarcable partida de ajedrez. Lejos de ir de frente, todos tratamos de escondernos ases en las mangas y nos cargamos de estrategias absurdas con el único objetivo de evitar que nos hagan daño. Pero olvidamos el detalle de que nuestros compañeros de partida se sirven de los mismos recursos para evitar que nosotros les hagamos daño a ellos. Y así, más que vivir, lo que hacemos es involucrarnos en un interminable baile de disfraces. Cuando termine la fiesta, siempre nos quedará una última carta al cielo que escribir, con la que acallar nuestra atormentada conciencia.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749


Comentarios

  1. Por desgracia tienes razón, el ser humano es desconfiado por naturaleza y a todos nos suele ocurrir lo que has escrito. En mi caso lo achaco a las malas experiencias e incluso al miedo, no de expresar lo que quieres decir, sino de la respuesta. no soy una persona abierta con todo el mundo y si me abro y la respuesta en vez de ser positiva es corta, o negativa, dejas de hacerlo en modo de protección y no me refiero a intereses amorosos o diversos sentimientos, también a los propios problemas personales que pueda llegar a tener. Y creo que es un mal generalizado en esta sociedad entre que las personas se están volviendo egoistas con el paso de los años y que si te abres por equis causa ante gente que tienes confianza y te llevas un chasco, terminas por desconfiar, e incluso pensar, que abrirte a las personas y contarles lo que en verdad piensas es malo, porque a los demás no les importa y les estás aburriendo y porque ese sentimiento transmitido a la corta o a la larga te va a pasar factura con quien se lo has contado, con lo cual tiendes a pensar que es mejor ser cerrado, cuidar mucho las palabras e intentar no cagarla, cuando en verdad la humanidad no debeiera ser así ni por una parte, ni por la otra. Un abrazo

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    1. Tú también tienes mucha razón en lo que argumentas, Eduardo. Las malas experiencias previas nos obligan a ser precavidos en nuestras relaciones interpersonales. Cuando nos han herido, cuesta mucho volver a confiar plenamente en los demás y nos resistimos a dejar a un lado las corazas. Pero, con las personas que más nos importan y a las que más les importamos, deberíamos mostrarnos más transparentes y dejar los miedos aparcados. Estoy segura de que, en tu caso, es así.
      Un fuerte abrazo.

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