Prometiéndonos la Luna

Aunque a priori pueda parecer que no tengan nada que ver las prácticas de seducción y cortejo entre los humanos con las técnicas de persuasión que los distintos partidos políticos despliegan durante las campañas  preelectorales, ambos rituales coinciden en utilizar la promesa como palabra clave para llevarlos al éxito.

La palabra promesa está muy relacionada con el mito de Prometeo. ¿Quién era Prometeo?


En la mitología griega, Prometeo era uno de los titanes. Se hizo amigo de los hombres y, para favorecer a éstos, decidió devolverles el fuego que, previamente, les había quitado Zeus. Este hecho desató la cólera de Zeus, quien urdió un plan para castigar a los hombres y al titán. Ordenó crear una mujer de arcilla a la que llamó Pandora y se la envió a Epimeteo, hermano de Prometeo, junto con una caja en la que se escondían todos los males del mundo que jamás debería ser abierta. En vano intentó Prometeo que su hermano se alejase de aquella mujer y de cualquier regalo envenenado que proviniese de los dioses. Epimeteo se enamoró perdidamente de Pandora y la hizo su esposa. Ella un día decidió abrir la caja prohibida y todos los males se extendieron por el mundo.

Una historia que recuerda un poco a la de Adán y Eva y en la que sus protagonistas no dudan en prometer una serie de privilegios a cambio de que no se traspasen ciertas líneas rojas: no abrir la caja de Pandora, no comer el fruto prohibido. Tentaciones a las que se hace muy difícil resistirse porque alimentan nuestra curiosidad. Basta que nos prohíban algo para que lo deseemos con más fuerza.

Cuando queremos conseguir algo, recurrimos con demasiada facilidad a las promesas, muchas veces sin pararnos a pensar un poco si estaremos en condiciones de cumplirlas. Cegados por el afán de alcanzar nuestros propósitos, sólo nos preocupa satisfacer nuestro propio interés y no dudamos en decirles a quienes pretendemos que nos ayuden a conseguirlo lo que creemos que necesitan oír para convencerles de que han de apostar por nosotros. No pensamos en lo que esas personas esperarán a cambio;  no nos preguntamos si no estaremos jugando con sus ilusiones o hiriendo sus sentimientos. Sólo vemos nuestra meta y parecen importarnos bien poco las personas de las que tendremos que aprovecharnos para llegar hasta ella.

Los enamorados no dudan en prometerse la luna, como si ésta estuviese de verdad a nuestro alcance, y los políticos no dudan en prometernos verdaderos milagros en los que ni ellos mismos creen. Es triste que muchos de esos milagros tengan que ver con una hipotética bajada de los impuestos, con otra hipotética revalorización de las pensiones, con un descenso considerable de la tasa de paro, con el fin de la precariedad laboral, con el derecho real a una vivienda digna o con una lucha más efectiva contra la corrupción. Juegan con lo que más nos duele a los ciudadanos para hacernos creer que, si les votamos a ellos, otra clase de sociedad será posible. Mienten todos, sobre todo cuando coinciden todos en afirmar que lo que más les interesa es el bienestar de todos los ciudadanos.

Si ese interés fuese sincero, ¿por qué ningún gobierno municipal, autonómico o estatal de todos los que se han constituido desde la democracia ha dejado de incumplir sus promesas preelectorales?

 ¿Por qué todos han seguido diciéndonos lo que supuestamente hemos querido oír y, una vez en el poder o en la oposición, han hecho lo que mejor les ha convenido a ellos o a quienes les han dirigido como marionetas?

Como Prometeo, los políticos sólo pueden prometer lo que no acabarán cumpliendo. Porque el verdadero poder nunca lo ostentan los gobernantes, sino aquellos que desde la sombra, les han facilitado el camino patrocinando sus carreras políticas o simplemente tolerando que se conviertan en sus hombres de paja. En el caso de Prometeo ese poder residía en los dioses del Olimpo. En el de la política, reside en los grandes empresarios.

Es absurdo perder el tiempo definiéndonos como de izquierdas o de derechas, como progresistas o conservadores. Es pecar de necios pelearnos por los colores de una bandera, separarnos por un puñado de ideas o llegar a matarnos entre nosotros por supuestas diferencias que sólo ven otros a quienes ni siquiera conocemos. A veces las principales batallas no se pierden porque el bando contrario sea más fuerte y esté mejor preparado, sino porque en el bando propio nos distraemos en enemistarnos y matarnos entre nosotros, en lugar de apuntar hacia el verdadero enemigo.

Sea del color que sea un gobierno, éste siempre estará a merced de los mismos poderes ocultos, ésos a quienes el pueblo les importa lo mismo que a Zeus los mortales. Siempre podrá surgir un nuevo Prometeo, alguien que se apiade del pueblo llano y apueste por favorecerlo de alguna manera. Pero, de darse el caso, otros se encargarán de hacerle cambiar el discurso o de apartarlo a golpe de amenazas o chantajes. Tal vez porque, para el poder económico (verdadero poder que rige el mundo) el personaje de Robin Hood encarne al peor y más peligroso de todos los revolucionarios y, ante cualquier indicio de que alguien pueda estar emulándole, la reacción siempre será la misma: apartarle y sustituirle por alguien más manipulable. Alguien que sepa prometer, pero que después no se implique en sus promesas.

En Carta a un niño que nunca nació, Oriana Fallaci le cuenta esta fábula a su futuro hijo:

“Había una vez una mujer que soñaba con un pedacito de Luna. Más aún: ni siquiera un pedacito; con un poco de polvo se hubiera conformado. No era un sueño inalcanzable ni extravagante. Ella conocía a hombres que iban a la Luna; ese viaje estaba de moda en aquella época. Los hombres partían de un punto de la Tierra no lejos de aquí, en pequeñas naves de hierro enganchadas en la punta de un cohete altísimo, y cada vez que el cohete brincaba hacia el cielo, con un trueno, sembrando flores de fuego como un cometa, la mujer se sentía muy feliz. Le gritaba al cohete: «¡Ve, ve, ve!». Después, ansiosa y celosa, seguía el viaje de los hombres que volaban tres días y tres noches en las tinieblas.

Los hombres que viajaban a la Luna eran necios. Tenían necias caras de piedra y no sabían reír ni llorar. La Luna era para ellos una empresa científica y nada más, una conquista de la tecnología. Durante el viaje nunca decían nada hermoso. Se limitaban a los números, fórmulas e informaciones aburridas. Si introducían relámpagos de humanidad era para pedir noticias acerca de algún equipo de fútbol. Una vez en la Luna, sabían decir menos aún. Todo lo más pronunciaban dos o tres frases hechas, después plantaban una bandera de lata y, con movimientos de autómatas, se entregaban a un ceremonial de gestos trillados. Volvían a partir tras haber ensuciado la Luna con sus excrementos, que quedaban allí cual testimonios del paso del Hombre. Los excrementos estaban encerrados en cajitas que se quedaban con la bandera, y si tú sabías todo eso no lograbas mirar la Luna sin decirte: «Allá están sus excrementos también». Por fin regresaban cargados de piedras y de polvo. Piedras de Luna, polvo de Luna. El polvo con que la mujer soñaba. Y cuando los volvía a ver, ella mendigaba (yo mendigaba): «¿Me das un poco de Luna? ¡Tú tienes tanta!». Pero ellos siempre contestaban: no-se-puede-está-prohibido. Toda la Luna terminaba en los laboratorios, en los despachos de los personajes para quienes ir allá era una empresa científica y nada más, una conquista de la tecnología. Eran hombres necios porque carecían de alma. Sin embargo, uno me parecía mejor que los demás. En efecto: sabía reír y llorar. Era un hombrecito feo, con dientes ralos y un gran miedo a cuestas. Para esconder ese miedo se reía. Tenía unos pelos ridículos que daban algo de humanidad. Yo me sentía amiga suya por esa razón y porque a él le constaba que no se merecía la Luna. Al verme, rezongaba: «¿Qué diré, allá arriba? Yo no soy un poeta; no sé decir cosas hermosas y profundas». Pocos días antes de viajar a la Luna vino a verme para saludarme y para preguntarme qué debería decir en la Luna. Le contesté que algo verdadero, algo honrado; por ejemplo, que era un hombrecito lleno de miedo precisamente porque era un hombrecito. Eso le gustó, y me juró: «Si regreso, te traigo un poco de Luna. Polvo de Luna». Partió y regresó, pero cambiado. Si yo le telefoneaba para recordarle su promesa me contestaba con evasivas.

Por fin, una noche, me invitó a cenar a su casa y yo fui como un rayo, pensando que por fin accedería a darme la Luna. Estaba inquieta en la mesa, y la cena no se acababa nunca. Cuando acabó, él dijo: «Ahora te muestro la Luna». No dijo «ahora te doy la Luna», sino «ahora te muestro la Luna». Pero yo no percibí la diferencia. Seguía teniendo aquellos cabellos cómicos, se reía con carcajadas cómicas, y yo no sospechaba que en el cielo había perdido hasta la gota de alma que yo le atribuía.

Me acompañó a su estudio con un guiño. Jugueteando, abrió un armario cerrado con llave. Dentro del armario había algunos objetos: una especie de pala, como una azada, y un tubo. Todos cubiertos de un extraño polvo color gris plata: el polvo de Luna. Con el corazón latiéndome fuertemente, extendí una mano y cogí con delicadeza la pala. Era una pala liviana, casi sin peso, y el polvo era como los polvos de arroz; una veladura de plata que quedaba sobre la piel como una segunda piel plateada, y no sabría expresar lo que sentí al ver la Luna sobre mi piel. Tal vez la sensación de expandirme en el tiempo y en el espacio o de alcanzar lo inalcanzable, la idea misma del infinito. Pero son cosas que pienso ahora. En aquel momento no podía pensar. Incluso ahora, al buscar, hurgando, en el recuerdo de la conciencia, sólo consigo decirte que me quedaba ahí boquiabierta, con la pala en la mano, y que no me percataba de que él estaba impacientándose, como si temiera ver que le robaban un tesoro del cual no estaba dispuesto a ceder ni siquiera el recuerdo. Cuando me di cuenta, se lo devolví y murmuré: «Gracias. Ahora dame el paquetito de Luna». En seguida se puso duro: «¿Qué Luna?». «El polvo de Luna que me prometiste». «Acabas de recibirlo. Te lo he dejado tocar». Yo creí que bromeaba. Tardé unos minutos, más largos que años, en darme cuenta de que no bromeaba, de que su promesa había sido satisfecha en el acto de dejarme tocar la pala. Exactamente lo que se hace con los pobres cuando se les permite admirar una joya en un escaparate o contemplar, desde lejos, una fiesta en la cual no deben participar. En medio de mi sorpresa y mi dolor, ni siquiera lograba echarle en cara su estafa, reprocharle tanta mezquindad. Sólo me decía a mí misma: «¡Si lograra convencerlo de que esto es demasiado malvado!». Y con tan loca esperanza empecé a suplicarle, explicándole que no le pedía un pedacito de Luna, sino tan sólo el polvo de Luna que me había prometido; apenas un poco. ¡Tenía tanto en el armario! Cada objeto estaba cubierto de aquel polvo; bastaba que me permitiera recoger un poco en un papel, en algo que no fuera mi piel, para contemplarlo de nuevo en el futuro. Eso había constituido siempre un anhelo para mí—él lo sabía—; no se trataba de un capricho. Pero cuanto más me humillaba yo, más duro se ponía él. Me miraba fijamente con ojos helados, y callaba. Por fin, en silencio, volvió a cerrar el armario y salió de la habitación. Desde la sala, su mujer preguntaba si queríamos café. Estaba sirviéndolo.

No contesté. Me quedé quieta mirando mi mano cubierta de Luna. Tenía la Luna en la mano y no sabía dónde ponerla, cómo conservarla. Al menor contacto desaparecía. Mi cerebro buscaba en vano una solución, una estratagema que me diera la posibilidad de salvar lo salvable, pero encontraba tan sólo una niebla, y dentro de la niebla una frase: «Sería como quitarse los polvos de arroz. Dondequiera que los pongas, se desvanecen». Y esa era mi tortura mayor, el suplicio que Tántalo no había conocido jamás. Tántalo veía desvanecerse las frutas en el instante en que las estaba cogiendo, no después de haberlas cogido. Eché una mirada a mi mano de plata, abierta en un gesto de absurda súplica, me tragué un deseo de lágrimas y sonreí con amargura. Desde lejanías infinitas la Luna había llegado junto a mí, se había pesado en mi piel, y yo me aprestaba a desprenderme de ella para siempre. Aun queriéndolo no hubiera podido quedarme así, con los dedos tiesos y sin tocar nada. Antes o después los apoyaría en algún sitio, ¿me entiendes?, y todo se desvanecería como el humo: por la mofa cruel de un imbécil cruel. Cerré la mano con rabia. La abrí nuevamente. Ahora se veía sobre la palma un arabesco de líneas sucias y retorcidas. Daba asco mirarlas. ¿Para llegar a este asco había soñado y aguardado tanto? Restregué la palma contra el armario. Quedó una huella untuosa, como una baba de caracol, como el largo rastro de una lágrima.

Cuando me fui, la Luna estaba muy blanca e iluminaba de blancura la noche. La mirabas con ojos empañados y llegabas a esta conclusión: apenas existe una cosa blanca y limpia, aparece siempre alguien que la ensucia con sus excrementos. Después te preguntabas: ¿por qué? Pero ¿por qué? En el hotel, abrí el grifo y puse la mano bajo el chorro de agua. Corrió un líquido negro que pronto desapareció en un remolino negro, ¿y sabes qué te digo, niño? Tú eres como mi Luna, como mi polvo de Luna. Los espasmos han redoblado; ya no logro conducir. Si encontrase un motel, si pudiera parar y descansar… Con el cerebro más lúcido, quizá descubriría una solución para salvar lo salvable, para no arrojar mi Luna. No quiero perder la Luna otra vez, verla desaparecer en el fondo de un lavabo. Pero es inútil. Con certeza, con la misma certeza que me paralizó la noche en que supe que existías, ahora sé que estás dejando de existir.”
   

La vida está llena de promesas incumplidas y de lunas que se nos han deshecho entre los dedos y han acabado diluidas bajo el grifo. Aunque, afortunadamente, no todas las personas se comportan como los políticos o los astronautas. Abundan las que nunca prometen nada, pero siempre están dispuestas a darnos lo que necesitamos de ellas, a cambio de nada y sin que se haga necesaria la intervención de las palabras.

Gracias a esas personas, los pueblos superan todas las crisis que los asolan y la vida sigue su curso, conduciéndonos a cada uno por el camino que hayamos decidido tomar, mientras que los políticos discurren por una vía paralela cuya realidad nada tiene que ver con la nuestra, porque de nosotros sólo se acuerdan cuando necesitan que representemos el paripé de votarles y de simular que, de verdad nos creemos, que el poder está en nuestras manos. Tal vez nos sirva de consuelo la convicción de que el verdadero poder tampoco está en las suyas.


Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749



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