Resiliencia y Esperanza

Charles Darwin, en su obra El Origen de las Especies, ya argumentó que “los individuos que sobrevivían no eran necesariamente los más fuertes de su especie, sino aquellos que se adaptaban mejor al cambio”.

160 años después de la publicación de aquella obra que a nadie dejó indiferente y que tantas críticas tanto positivas como negativas ha cosechado a lo largo del tiempo, seguimos educando a los niños para que sean los más fuertes. Para que no se dejen pisotear por sus compañeros en el colegio, para que compitan entre ellos para conseguir los primeros puestos, para que se crean por encima de los demás. Al mismo tiempo, tendemos a sobreprotegerlos en extremo, a dárselo todo hecho, a no permitirles que aprendan de sus propios errores. Como si el mundo estuviese lleno de personas que les seguirán protegiendo cuando esos niños se conviertan en adultos y ya no nos tengan tan cerca. No somos conscientes del daño que les estamos haciendo al venderles una idea tan distorsionada de la vida que les espera en el futuro. En lugar de enseñarles a gestionar sus emociones adecuadamente, seguimos induciéndoles a que las escondan o las lleven a los peores extremos.

Cada vez hay más voces que nos alertan de que el nivel de inteligencia general en los más jóvenes está descendiendo porque se han habituado demasiado alegremente a buscarlo todo en Google, a estar permanentemente pendientes de diferentes pantallas electrónicas, a no pensar por sí mismos, a perseguir resultados inmediatos y a no profundizar en la información que encuentran ni a cuestionarse su veracidad. No es raro encontrar adolescentes a quienes les cuesta un mundo el cálculo mental. Una simple división de una sola cifra les puede llegar a poner fácilmente frente a las cuerdas. Pero, lejos de reconocer su incompetencia, se defienden argumentando que “si tenemos calculadoras, ¿para qué nos vamos a romper la cabeza?”

Si estos chicos y chicas hubiesen vivido en el mundo en blanco y negro de nuestros padres y abuelos, es probable que hubiesen sido analfabetos o que apenas hubiesen frecuentado la escuela unos pocos años, pero seguro que hubiesen tenido más recursos personales a la hora de abrirse paso para encontrar su lugar en el mundo.


Es precisamente al descubrir estas paradojas de nuestro tiempo, cuando hemos de ser más conscientes de la importancia del trabajo de divulgación del conocimiento que durante sus últimas décadas de vida ha llevado a cabo impecablemente Eduard Punset. Un hombre polifacético, que ha sabido acercar la ciencia al gran público, tanto a través de su programa Redes, como de sus maravillosos libros.

Hay quienes nunca han dejado de ver en Punset al político que fue. Licenciado en derecho por la Complutense de Madrid, de muy joven había militado en el partido comunista, por lo que estuvo exiliado en Burdeos, Suiza y París. Más tarde pasaría ocho años en Londres, donde realizaría un Máster en Ciencias Económicas. De vuelta a España, fue diputado y consejero de Economía y Finanzas de la recién restaurada Generalitat de Cataluña y, más tarde, pasó a ser diputado de UCD y CDS en las Cortes Españolas, teniendo un papel importante en  la implantación del estado de las autonomías y llegando a ocupar el cargo de ministro de relaciones con las comunidades europeas. Punset contribuyó a que España se abriese al exterior tras sus cuarenta años de letargo impuesto por la Dictadura. Fue también eurodiputado entre los años 1987 y 1994.

A partir de ese momento, se aleja del panorama político y centra sus intereses en la docencia, ejerciendo como profesor de Ciencia, tecnología y sociedad en la Facultad de Economía del Instituto Químico de Sarrià (Universidad Ramón Llull). Fue director y presentador del programa Redes entre los años 1996 y 2014.


Entre 1980 y 2015 escribió 18 libros. A través de ellos, puede deducirse su espectacular evolución personal. Los primeros se centran más en temas económicos y políticos, pero en Adaptarse a la marea: La selección natural en los negocios ya empieza a intuirse el Punset del que nos hemos despedido en los últimos días. Una persona con una curiosidad inagotable, que ha sabido como nadie adaptarse a los cambios y transformarse con ellos en alguien siempre mejor. Un ser humano resiliente, que supo infundir esperanzas a las personas que veían sus programas o leían sus magníficos libros. Supo enseñarnos que las emociones no tienen porqué ser malas; que expresar lo que sentimos no nos hace necesariamente más débiles y que hablar de AMOR o de FELICIDAD no es pecar de cursis, sino atreverse a ponerle nombres a lo que anhelamos. Porque todos queremos querer y que nos quieran. Todos aspiramos a sentirnos felices. Da igual qué o quién sea el objeto de nuestras pasiones. Todos somos únicos y especiales, pero muchas veces nos empeñamos es escondernos de los otros, para que sólo vean la cara que peor nos representa.

Eduard Punset, al igual que Oliver Sacks, a quien él entrevistó en Redes, es de esas personas que siempre ven la botella medio llena y que, de cualquier situación, por difícil y angustiosa que se nos presente, siempre van a ser capaces de sacar algo muy bueno, para luego transmitírselo a los demás en un intento de hacerles ver que no todo está perdido, que siempre quedan hilos de los que tirar y motivos por los que continuar adaptándonos a los caprichos de nuestra particular marea. Como la flor que es capaz de crecer entre el asfalto o en un margen agreste de una empinada carretera hacia un acantilado o como el niño que crece en medio de la miseria y la guerra, pero prometiéndose a sí mismo que él de mayor será médico para poder salvar a los que sufren y, a base de años de esfuerzo, determinación y perseverancia, lo consigue y se convierte en una luz de esperanza para los demás.

A veces, una misma situación desafortunada puede convertirnos en víctimas de por vida o en personas que se reten a sí mismas para conseguir brillar en medio de toda esa oscuridad. La felicidad nunca está en lo que nos pasa o nos deja de pasar, sino en cómo nos adaptamos a todo eso que nos pasa o no nos pasa.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749


Comentarios

  1. Me ha gustado ese giro del artículo para recordar a mi tocayo recientemente fallecido. Es una pena que genios como él se vayan, a la vez debo decir, incomprendido para mí. Soy una persona que nunca le ha terminado de entender, mi madre, en un cumpleaños me regaló "Excusas para no pensar" pensando que caudra con mi lectura y nunca he podido terminar el libro, porque andaba más perdido que un burro en un cuarto alicatado. Volveré a intentarlo algún día, pero que no distorsione eso lo que ha sido este señor en el mundo.

    Por otro lado, podría hablar largo y tendido sobre la educación de los padres a los niños hoy en día y no sólo de su idiotización y dependencia que propone esa realidad distorsionada, hay algo más en esa sobreprotección excesiva, el creer ser invulnerables y poderse salir siempre con la suya, y si algo sale como no esperan, ahí están mis progenitores para defenderme, lo cual agrava más toda la idea anterior.

    En mis tiempos, y no me considero viejo, hacias algo mal y el escarmiento paterno podía ser tranquilamente en el lugar de la fechoría a ojos de todo el mundo, quedando claro como una patena que así no se hacen las cosas, hoy en día defienden esa actitud por muy nefasta que sea, con tal de no consentir la reprobación del afectado/perjudicado... ¿quién es él para rectificar o educar a mi hijo?. Obviamente no estoy hablando de cruzar la cara a ningún chaval, pero quitarles esa sensación de seres superiores en esa vida utópica y maravillosa en la que sus actos no tienen consecuencias. Un abrazo

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    1. Sin duda, Eduardo Punset ha sido como un faro que nos ha iluminado el camino a muchos, aunque coincido contigo en que sus libros no son fáciles de leer. Al menos, no son de esos libros que uno se lee de una tirada, desde el principio hasta el final, sino más bien seleccionando lecturas parciales de los temas que te llaman más la atención en ese momento.
      En cuanto al tema de la educación actual de los padres a los niños, coincido plenamente en lo que dices. Cuando yo era niña, si hacías algo mal en la escuela, recibías el castigo inmediatamente, bien en forma de humillación poniéndote de rodillas ante todos tus compañeros o copiando muchas veces el clásico "No hablaré en clase" o algunas veces la lección que tocaba ese día. Y la cosa no acababa ahí: si llegabas a casa y decías que te habían castigado, te volvían a castigar tus padres. Ahora si llegas a casa contando que un profesor te ha dicho una palabra más alta que la otra, quien recibe el castigo de los padres no es el niño, sino el profesor. El mundo al revés. Y esto no puede traer nada bueno.

      Un fuerte abrazo.

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