Envenenándonos con Nuestra Propia Negatividad
Cuando nos hablan de venenos, tendemos a pensar en substancias que pueden poner en
peligro nuestra salud o incluso nuestra
vida. Nos vienen a la cabeza el cianuro, el arsénico o la cicuta. También
podemos acordarnos de los efectos dañinos que pueden provocarnos en el cerebro
o en otros órganos ciertas drogas como el cannabis, la cocaína o las
denominadas “drogas de síntesis”. Pocas veces somos conscientes de que otras
substancias que consumimos con bastante frecuencia también pueden considerarse
drogas si traspasamos la estrecha línea que separa el uso del abuso. Las más
habituales son el alcohol y el tabaco, pero también encontraríamos la cafeína,
la sal, el azúcar refinado, las grasas
saturadas que tanto abundan en los productos procesados o los tranquilizantes
tan aparentemente inofensivos que tantas personas consumen tan alegremente como
si fuesen caramelos para poder dormir o serenarse.
En lo que raramente reparamos es el daño que nos pueden llegar a ocasionar
nuestras propias emociones si no las reconducimos por los canales más
adecuados.
Acostumbrados a
culpar de nuestros males a la suerte o a terceras personas, somos poco dados a
mirarnos al espejo y a ser capaces de aguantarnos la mirada.
Hay personas que, de las experiencias
negativas que han ido superando en la vida, han aprendido a confiar más en la
gente, a encontrar el lado positivo de todas las cosas, a desprenderse del
miedo y a dejarse llevar por la corriente. Otras, en cambio, han convertido
esas experiencias en algo traumático que les ha impedido avanzar libremente y
les ha condenado de por vida a conducirse como víctimas.
Las primeras no ven los problemas como
inconvenientes, sino como oportunidades para replantearse muchas cosas o para
poner a prueba viejos argumentos que pueden acabar desestimando o reforzando.
Aprender siempre conlleva atreverse a dudar de lo que supuestamente sabemos o
conocemos. Si no tuviésemos dudas, no sentiríamos curiosidad por abrirnos antes
más versiones del mundo y de nosotros mismos.
Las segundas están siempre alerta, siendo
capaces de detectar los problemas antes de que éstos se materialicen.
Desconfían de todo y de todos y dan por hecho que siempre van a fracasar en todo
cuanto se propongan porque “la suerte
nunca ha estado de su lado”. Recelan de los cambios, de todo lo nuevo, y
sus relaciones interpersonales siempre suelen resultar tóxicas para los demás, porque no dejan de jugar en ellas el rol
del victimismo.
La negatividad
sólo puede atraer negatividad. Somos como espejos en los que nos miramos los
unos a los otros. Si nos pasamos el día lamiéndonos las propias heridas, es
lógico que sólo atraigamos a aquellos que hacen lo mismo que nosotros. Entre víctimas, la empatía se establece sin
apenas esfuerzo y es fácil sentirse reforzados para seguir conduciéndonos del
mismo modo. Pero esa actitud, lejos de resolver nuestros problemas, lo que
hace es perpetuarlos.
Todos los traumas, ya sea por enfermedad, por
accidentes o por pérdidas de personas importantes, requieren de un tiempo de duelo para poder superarse.
Es normal negar la evidencia, sentir rabia, creerse perdido y llorar de
impotencia. La persona que no pasase por esas fases tendría un verdadero
problema. Pero, con el tiempo, tendría que llegar la aceptación y poder pasar
página para seguir con nuestra vida y con los planes que teníamos para
ella. No podemos anclarnos en el dolor, en la rabia, en la desesperación,
porque entonces la vida sigue sin
nosotros. Tampoco podemos hacerles pagar a quienes tenemos más cerca toda
nuestra frustración, porque ellos no tienen ninguna responsabilidad en ella.
A todas las personas, seamos optimistas o
pesimistas, nos pasan cosas constantemente. Algunas son buenas, pero otras son,
inevitablemente, muy malas. A todos se nos mueren personas a las que amamos, a
todos se nos avería el cuerpo de vez en cuando y a todos nos pueden despedir
del trabajo, o suspendernos exámenes o presentársenos una reparación doméstica
o del coche de ésas que nos impiden llegar a fin de mes durante varios meses.
Pero, pese a ello, no todas las personas reaccionamos de la misma manera. El problema no está en lo que nos pase,
sino en cómo nos lo tomemos.
Desesperarse y atacarse de los nervios no
cambiará en absoluto la gravedad de la situación a afrontar. La enfermedad
seguirá ahí, la carta de despido también y la avería no se reparará sola. En
cambio, si respiramos hondo, pensamos en las opciones que tenemos y nos
centramos en estudiarlas hasta dar con la más adecuada, ganaremos tiempo y le
evitaremos a nuestro cuerpo un sobresalto del todo innecesario.
A veces nos olvidamos que estamos hechos de
sangre y huesos. Nos creemos de acero, pero en el fondo, somos muy frágiles. Un
triste embolo nos puede taponar una arteria y mandarnos al otro barrio; una
triste caída tenernos inmovilizados durante semanas y un derrame cerebral
convertirnos en un vegetal o condenarnos a depender de otros de por vida.
Es evidente que, detrás de esos accidentes
vasculares, muchas veces están los venenos alimentarios de los que hablábamos
al principio. Un mismo producto de la naturaleza nos puede salvar la vida o nos
la puede acabar arrebatando. Todo dependerá de la dosis que utilicemos. Alguien
que padezca hipertensión y colesterol y que no disminuya su ingesta de grasas,
de sal, de alcohol y de cafeína, tiene muchos números para sufrir uno de esos
accidentes. Pero estos excesos tienden a interaccionar en muchas ocasiones con
las emociones que la persona no logra canalizar adecuadamente. Y esas emociones mal canalizadas se traducen en aumentos o déficits de secreciones de neurotransmisores que pueden llegar a resultarles tóxicos a nuestros cerebros.
Cuando nos alteramos nuestra tensión
sanguínea tiende a subir. Si ésta ya de por sí es elevada, cualquier disgusto o
cualquier discusión subida de todo en el ámbito familiar o laboral pueden
desencadenar en una situación muy delicada que acabe agravando nuestra salud o
poniéndonos en riesgo de perder la vida.
Las personas más pesimistas suelen ser
también las que más agobian a sus familiares. Con los hijos tienden a ser sobreprotectoras y manipuladoras al máximo.
No pierden la ocasión de recriminarles siempre lo mucho que se han sacrificado
por ellos y porque no les faltase de nada. Ante cualquier idea que propongan
los hijos, si no resulta de su agrado, siempre les atacarán con la retahíla de “me vas a matar de un disgusto”, “yo no me
merezco esto, después de todo lo que he luchado por ti” o “no te puedes ir tan
lejos y dejarme aquí sola”.
Con la pareja, pueden quejarse continuamente
y a cuento de cualquier cosa: “tú no me
entiendes, porque no sabes lo mal que lo estoy pasando. No duermo, no me saco
este asunto de la cabeza. Pero a ti te da todo igual, porque ni sientes ni
padeces. No tienes sangre”.
Con los padres, estas personas pueden ser
también superprotectoras, pero después utilizan su dedicación a ellos como
argumento para reprocharles que ella o él pueden estar pendientes de todo el
mundo, pero de ellos no está pendiente nadie, porque no les importan a
nadie.
En realidad, son personas que sufren
muchísimo al sentirse víctimas de demasiadas injusticias. Pero el caso es que
ellas son las únicas responsables de ese sufrimiento; ellas y su propia negatividad.
Si se tomasen las cosas de otra forma,
podrían hacer exactamente lo mismo que llegan a hacer al cabo del día, pero
sintiéndose la mitad de cansadas y el doble de satisfechas. Sólo tendrían que
cambiar el chip y atreverse a dejar de envenenarse con sus propias toxinas. Las
personas con las que conviven diariamente se lo agradecerían y la persona que
les observa tras el espejo quizá empezaría a aguantarles la mirada.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Tu entrada me recordó algo que leí sobre “mentalidad fija y mentalidad de crecimiento”… Muy interesante lo que escribes, intentaré justificarme menos y construir más. Saludos! :)
ResponderEliminarMuchas gracias por leerlo y por comentarlo. Todos ganaremos mucho como personas si empezamos a justificarnos menos y a construir más. Un abrazo.
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