Desoyendo las Voces de la Pluralidad
Si nos retamos a salir a la calle y apostar
porque la primera persona con la que nos cruzaremos será alguien originario de
otro país, en muchos pueblos y ciudades, no ya sólo de España, sino también del
resto de Europa y de buena parte del mundo, tendremos muchas posibilidades de
ganar la apuesta.
Cada vez más personas se aventuran a dejar
sus países de origen, no ya buscando ganar dinero durante un tiempo y poder
regresar con sus familias, sino con la idea de cambiar de aires, de establecerse
en un lugar distinto y tratar de echar raíces en él. Muchas de esas personas ya
han conseguido la nacionalidad española y sus hijos son tan españoles como el
resto, aunque el tono de su piel les
señale como diferentes a los ojos de la intransigencia, de la intolerancia y de
la ignorancia más rancias de una parte de la sociedad que aún no se ha dado
por enterada de que habitamos todos una inmensa aldea global en la que nadie es más ni menos que nadie.
Una muestra de esa intransigencia la sufrimos
cuando algunas empresas siguen seleccionando a los candidatos que aspiran a
ocupar sus precarias vacantes en función de “si son del país o no”. ¿De qué país hablan? ¿De España, tal vez?
¿Un país tejido a base de retales de muy distintas procedencias, que ha ejercido
siempre de tierra de acogida para todos los pueblos que la han visitado, conquistado,
arrasado, saqueado y vuelta a reconstruir? ¿Un país en el que se hablan
distintas lenguas en perfecta armonía dependiendo de la región en la que se
viva y que atesora distintas culturas que se enriquecen unas a otras?
En este sentido, el ex President de la
Generalitat de Catalunya Jordi Pujol
siempre defendió la idea de que "era
catalán todo aquel que vivía y trabajaba en Catalunya".
Pero, desde la política, no siempre se sabe
estar a la altura de las circunstancias del momento histórico en el que nos
hallamos. Los distintos gobiernos, sostenidos con el dinero recaudado de los
impuestos que pagamos los ciudadanos, se
gastan cantidades vergonzosas del dinero de todos en convocar elecciones cada
vez que se agotan sus mandatos o se
deciden ellos a interrumpirlos por su incompetencia y por la presunción de que,
yendo a elecciones, podrán mejorar sus resultados y gobernar con menos piedras en los zapatos.
Y a veces se da el caso de que las cosas les
salen bien, pero no del todo como esperaban y se ven obligados a pactar para
conseguir gobernar. Y es aquí donde llevamos varios años siendo testigos de su gran incompetencia. Porque son
incapaces de darse cuenta de que la gente les vota para que hagan lo que tienen
que hacer: gobernar. Para que se
ocupen de los problemas que nos afectan a todos; para que gestionen con la
mayor diligencia los eternos temas pendientes; para que desencallen conflictos
en lugar de crear otros nuevos; para que persigan y castiguen el fraude fiscal
que nos empobrece a todos y nos hace deudores de cantidades inabarcables ya desde
el momento en que nacemos; para que estudien e implanten políticas más
efectivas contra las lacras de la violencia de género, de la irrupción
escandalosa e intolerable de las manadas, de la corrupción de estado, de las
puertas giratorias o de la precariedad laboral. Cuando los ciudadanos acudimos
a las urnas lo hacemos esperando que nuestros votos sirvan para mejorar las
cosas. Es igual que votemos a partidos de izquierdas o de derechas. Lo que
queremos no son discursos grandilocuentes en los que se nos recuerde los años
que lleva cada partido luchando por el supuesto bien de España ni la supuesta
experiencia en gestión presupuestaria de cada uno. Que un partido tenga más de
cien años no implica que quienes lo dirijan ahora tengan que parecernos más
preparados para gobernar que quienes acaban de aterrizar en la política, porque
el momento histórico que vio nacer a ese viejo partido no tiene nada que ver
con el momento actual, ni los problemas a los que se enfrentaba la sociedad de
entonces son los mismos a los que nos enfrentamos en la sociedad de ahora.
Tratar
de liderar el avance de un país basándonos en lo que han hecho nuestros
antecesores y permaneciendo anclados en el viejo bimonio izquierda-derecha, es como pretender educar a un niño
nacido en 2015 utilizando la misma metodología que utilizaron en su día con su
tatarabuelo, nacido en 1915.
Si queremos
tener éxito en nuestro cometido, hemos de adaptar nuestros recursos y nuestras
metodologías a las necesidades reales de nuestro tiempo y al tipo de sociedad
en la que realmente vivimos.
Refugiarnos en un ideal del pasado y seguir
hablando de derechas y de izquierdas, de principios y de líneas rojas, es una
manera muy cobarde de cerrar los ojos y taparnos los oídos para intentar no
enterarnos de lo que ese pueblo que, teóricamente, todos defendemos tanto nos
está pidiendo realmente.
Los políticos olvidan con frecuencia que son trabajadores a nuestro servicio,
porque sus sueldos salen de nuestros impuestos. Cuando uno de ellos alcanza la
presidencia del gobierno no se debe sólo a quienes le han votado, sino también
a aquellos que han votado a sus adversarios y a aquellos otros que han optado
por no ir a votar. Si cualquier otro
trabajador, tanto de la empresa pública como de la privada, no cumple las
expectativas de sus empleadores corre el riesgo de ser amonestado o incluso
despedido, ¿por qué los políticos se creen tan intocables? ¿Por qué les
permitimos tanta incompetencia, tantas muestras de ineptitud y de incapacidad
para trabajar en equipo?
En cualquier empresa del ámbito que sea, uno
de los principales requisitos que debe cumplir un empleado para entrar a formar
parte de ella es la capacidad de trabajo
en equipo. ¿Por qué al equipo que ha de gestionar el gobierno de un país
durante cuatro años no se le exige la misma competencia?
¿Por qué tendemos
a conformarnos con el equipo menos malo, cuando deberíamos aspirar a tener al
mejor?
Independientemente de que gane quien gane
unas elecciones y de que tenga que pactar o no con otras formaciones políticas
para conseguir formar gobierno, la
formación de ese gobierno en el mínimo tiempo posible debería ser la única
prioridad. Por encima de los intereses personales y de la ideología de cada
uno, desde el momento en que alguien gana unas elecciones se debe a la
totalidad de los ciudadanos del pueblo que pretende gobernar. Porque son ellos
quienes le van a pagar su nada despreciable sueldo. Al resto de los
trabajadores no nos piden nuestra opinión personal sobre las tareas que nos
encomiendan. Simplemente, nos pagan para que las realicemos de forma óptima y
con la mayor celeridad que nos sea posible.
Permitir que pasen tres meses desde la
celebración de unas elecciones y no haber formado todavía un gobierno por la
incapacidad de bajarnos del burro y abandonar nuestros particulares mundos de
Yupi es insultar la inteligencia de
cualquier ciudadano de a pie, se declare de izquierdas o de derechas.
Si una persona decide perder su tiempo a
nivel personal, será su problema y su exclusiva responsabilidad porque se
tratará de su tiempo, no del de
nadie más. Pero si quien decide perder
el tiempo es el presidente en funciones del gobierno de un país, el tiempo que
está perdiendo es el de todos. Teniendo en cuenta que el tiempo es dinero, esta persona podría estar incurriendo en un
delito de malversación de caudales
públicos. Y, en este caso, no sólo sería responsabilidad de esta persona
sino también de todos aquellos que la respaldan
con sus aplausos o con sus silencios.
Cuando un pueblo decide en las urnas quien le
representará en el congreso de los diputados, no lo hace con un único punto de
vista, como pretenderían aquellos candidatos que persiguen la mayoría absoluta.
En un pueblo hay diversidad de personas,
todas ellas con su propio criterio y sus propias razones. Todas ellas igual de
respetables y con el mismo derecho a ser tenidas en cuenta. Más en un país del
siglo XXI, en el que las sociedades son
pluriculturales y multicolor.
Si en los barrios, en las plazas, en los
colegios, en los mercados, en las industrias o en los centros hospitalarios
somos capaces de convivir unos con otros sin importarnos las diferencias que
puedan existir entre nosotros, ¿por qué
aquellos a quienes hemos elegido para gobernarnos son incapaces de aprender a
convivir entre ellos, de respetarse, de compartir puntos de vista diferentes,
de aventurarse a mirar a través de los ojos del otro, de andar con los zapatos
del otro y de desprenderse de las etiquetas de izquierdas o derechas que sólo
les sirven para encorsetarse en la vieja política que ya resulta del todo
ineficaz en la nueva aldea global?
Estrella
Pisa
Psicóloga
col. 13749
Comentarios
Publicar un comentario