Desoyendo las Voces de la Pluralidad

Si nos retamos a salir a la calle y apostar porque la primera persona con la que nos cruzaremos será alguien originario de otro país, en muchos pueblos y ciudades, no ya sólo de España, sino también del resto de Europa y de buena parte del mundo, tendremos muchas posibilidades de ganar la apuesta.

Si en los años 50 ver una persona de color en nuestro país era una rareza, en estos momentos es de lo más habitual y comienza a ser evidente que, en algunas escuelas los niños de familias originarias de otros países ya superan a los de familias autóctonas.

Cada vez más personas se aventuran a dejar sus países de origen, no ya buscando ganar dinero durante un tiempo y poder regresar con sus familias, sino con la idea de cambiar de aires, de establecerse en un lugar distinto y tratar de echar raíces en él. Muchas de esas personas ya han conseguido la nacionalidad española y sus hijos son tan españoles como el resto, aunque el tono de su piel les señale como diferentes a los ojos de la intransigencia, de la intolerancia y de la ignorancia más rancias de una parte de la sociedad que aún no se ha dado por enterada de que habitamos todos una inmensa aldea global en la que nadie es más ni menos que nadie.

Una muestra de esa intransigencia la sufrimos cuando algunas empresas siguen seleccionando a los candidatos que aspiran a ocupar sus precarias vacantes en función de “si son del país o no”. ¿De qué país hablan? ¿De España, tal vez? ¿Un país tejido a base de retales de muy distintas procedencias, que ha ejercido siempre de tierra de acogida para todos los pueblos que la han visitado, conquistado, arrasado, saqueado y vuelta a reconstruir? ¿Un país en el que se hablan distintas lenguas en perfecta armonía dependiendo de la región en la que se viva y que atesora distintas culturas que se enriquecen unas a otras?


Si analizasen el ADN de cada uno de nosotros, con los resultados podría elaborarse un mapa que abarcaría la verdadera geografía de lo que nos empeñamos en denominar pueblo español. Seguro que nos sorprendería descubrir las verdaderas raíces que nos sostienen, pero tal vez nos ayudaría a comprender que todos hemos sido inmigrantes en alguna ocasión, que todos somos el fruto de un continuo mestizaje y que todos somos ciudadanos de pleno derecho del país en el que vivimos, estudiamos y trabajamos.
En este sentido, el ex President de la Generalitat de Catalunya Jordi Pujol siempre defendió la idea de que "era catalán todo aquel que vivía y trabajaba en Catalunya".

Pero, desde la política, no siempre se sabe estar a la altura de las circunstancias del momento histórico en el que nos hallamos. Los distintos gobiernos, sostenidos con el dinero recaudado de los impuestos que pagamos  los ciudadanos, se gastan cantidades vergonzosas del dinero de todos en convocar elecciones cada vez  que se agotan sus mandatos o se deciden ellos a interrumpirlos por su incompetencia y por la presunción de que, yendo a elecciones, podrán mejorar sus resultados y gobernar con menos piedras en los zapatos.

Y a veces se da el caso de que las cosas les salen bien, pero no del todo como esperaban y se ven obligados a pactar para conseguir gobernar. Y es aquí donde llevamos varios años siendo testigos de su gran incompetencia. Porque son incapaces de darse cuenta de que la gente les vota para que hagan lo que tienen que hacer: gobernar. Para que se ocupen de los problemas que nos afectan a todos; para que gestionen con la mayor diligencia los eternos temas pendientes; para que desencallen conflictos en lugar de crear otros nuevos; para que persigan y castiguen el fraude fiscal que nos empobrece a todos y nos hace deudores de cantidades inabarcables ya desde el momento en que nacemos; para que estudien e implanten políticas más efectivas contra las lacras de la violencia de género, de la irrupción escandalosa e intolerable de las manadas, de la corrupción de estado, de las puertas giratorias o de la precariedad laboral. Cuando los ciudadanos acudimos a las urnas lo hacemos esperando que nuestros votos sirvan para mejorar las cosas. Es igual que votemos a partidos de izquierdas o de derechas. Lo que queremos no son discursos grandilocuentes en los que se nos recuerde los años que lleva cada partido luchando por el supuesto bien de España ni la supuesta experiencia en gestión presupuestaria de cada uno. Que un partido tenga más de cien años no implica que quienes lo dirijan ahora tengan que parecernos más preparados para gobernar que quienes acaban de aterrizar en la política, porque el momento histórico que vio nacer a ese viejo partido no tiene nada que ver con el momento actual, ni los problemas a los que se enfrentaba la sociedad de entonces son los mismos a los que nos enfrentamos en la sociedad de ahora.


Tratar de liderar el avance de un país basándonos en lo que han hecho nuestros antecesores y permaneciendo anclados en el viejo bimonio izquierda-derecha, es como pretender educar a un niño nacido en 2015 utilizando la misma metodología que utilizaron en su día con su tatarabuelo, nacido en 1915. 

Si queremos tener éxito en nuestro cometido, hemos de adaptar nuestros recursos y nuestras metodologías a las necesidades reales de nuestro tiempo y al tipo de sociedad en la que realmente vivimos.

Refugiarnos en un ideal del pasado y seguir hablando de derechas y de izquierdas, de principios y de líneas rojas, es una manera muy cobarde de cerrar los ojos y taparnos los oídos para intentar no enterarnos de lo que ese pueblo que, teóricamente, todos defendemos tanto nos está pidiendo realmente.

Los políticos olvidan con frecuencia que son trabajadores a nuestro servicio, porque sus sueldos salen de nuestros impuestos. Cuando uno de ellos alcanza la presidencia del gobierno no se debe sólo a quienes le han votado, sino también a aquellos que han votado a sus adversarios y a aquellos otros que han optado por no ir a votar. Si cualquier otro trabajador, tanto de la empresa pública como de la privada, no cumple las expectativas de sus empleadores corre el riesgo de ser amonestado o incluso despedido, ¿por qué los políticos se creen tan intocables? ¿Por qué les permitimos tanta incompetencia, tantas muestras de ineptitud y de incapacidad para trabajar en equipo?

En cualquier empresa del ámbito que sea, uno de los principales requisitos que debe cumplir un empleado para entrar a formar parte de ella es la capacidad de trabajo en equipo. ¿Por qué al equipo que ha de gestionar el gobierno de un país durante cuatro años no se le exige la misma competencia?

¿Por qué tendemos a conformarnos con el equipo menos malo, cuando deberíamos aspirar a tener al mejor?

¿Por qué nos dejamos manipular por la amenaza de que siempre podría ser peor si gobierna el adversario?

Independientemente de que gane quien gane unas elecciones y de que tenga que pactar o no con otras formaciones políticas para conseguir formar gobierno, la formación de ese gobierno en el mínimo tiempo posible debería ser la única prioridad. Por encima de los intereses personales y de la ideología de cada uno, desde el momento en que alguien gana unas elecciones se debe a la totalidad de los ciudadanos del pueblo que pretende gobernar. Porque son ellos quienes le van a pagar su nada despreciable sueldo. Al resto de los trabajadores no nos piden nuestra opinión personal sobre las tareas que nos encomiendan. Simplemente, nos pagan para que las realicemos de forma óptima y con la mayor celeridad que nos sea posible.

Permitir que pasen tres meses desde la celebración de unas elecciones y no haber formado todavía un gobierno por la incapacidad de bajarnos del burro y abandonar nuestros particulares mundos de Yupi es insultar la inteligencia de cualquier ciudadano de a pie, se declare de izquierdas o de derechas.

Si una persona decide perder su tiempo a nivel personal, será su problema y su exclusiva responsabilidad porque se tratará de su tiempo, no del de nadie más. Pero si quien decide perder el tiempo es el presidente en funciones del gobierno de un país, el tiempo que está perdiendo es el de todos. Teniendo en cuenta que el tiempo es dinero, esta persona podría estar incurriendo en un delito de malversación de caudales públicos. Y, en este caso, no sólo sería responsabilidad de esta persona sino también de todos aquellos que la respaldan  con sus aplausos o con sus silencios.

Cuando un pueblo decide en las urnas quien le representará en el congreso de los diputados, no lo hace con un único punto de vista, como pretenderían aquellos candidatos que persiguen la mayoría absoluta. En un pueblo hay diversidad de personas, todas ellas con su propio criterio y sus propias razones. Todas ellas igual de respetables y con el mismo derecho a ser tenidas en cuenta. Más en un país del siglo XXI, en el que las sociedades son pluriculturales y multicolor. 

Si en los barrios, en las plazas, en los colegios, en los mercados, en las industrias o en los centros hospitalarios somos capaces de convivir unos con otros sin importarnos las diferencias que puedan existir entre nosotros, ¿por qué aquellos a quienes hemos elegido para gobernarnos son incapaces de aprender a convivir entre ellos, de respetarse, de compartir puntos de vista diferentes, de aventurarse a mirar a través de los ojos del otro, de andar con los zapatos del otro y de desprenderse de las etiquetas de izquierdas o derechas que sólo les sirven para encorsetarse en la vieja política que ya resulta del todo ineficaz en la nueva aldea global? 



Una sociedad del siglo XXI necesita alejarse de las rancias etiquetas y de los estrechos universos en blanco y negro que no permiten desplegar la creatividad ni crear espacios de libertad por la que podamos transitar todos juntos, pero sin renunciar a nuestra singularidad.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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