Reiniciándonos para Reubicarnos
Hace apenas veinte años, no hubiésemos podido
imaginarnos el futuro más inmediato tal y como lo estamos viviendo hoy. No
hubiésemos dado crédito a quien nos hubiese tratado de explicar que
dispondríamos de móviles que nos servirían
casi para todo y que lo que menos haríamos con ellos sería hablar por teléfono.
Tampoco hubiésemos previsto la emergencia de las llamadas redes sociales, ni la
posibilidad de crear embriones humanos en probetas con la combinación genética
de más de dos personas, ni tampoco la irrupción de robots con aspecto humano en
campos tan diversos como la hostelería o la publicidad.
En Japón, hay personas que han elegido como
pareja a alguno de esos robots con
aspecto humano y no falta incluso quien ha llegado a contraer matrimonio
con el holograma de su heroína de
cómic favorita.
Los japoneses siempre han tenido fama de ir a
la cabeza en todo lo referente a tecnología, pero el resto del mundo les sigue
sin perderles de vista y no deja de imitarles. Hace ya unas décadas oíamos
hablar de jóvenes japoneses que se pasaban el día encerrados en su mundo,
ocupados únicamente en sus videojuegos, ajenos a la realidad del mundo más allá
de las paredes de sus habitaciones. Veíamos ese comportamiento como una
excentricidad, una rareza propia de un país ya de por sí algo excéntrico. Hoy
en día, hemos acabado imitándoles también en esa manía de aislarnos detrás de
una pantalla.
La globalización
implica estandarizar de algún modo nuestros comportamientos y nos obliga a
entender como normales conductas que antes nos hubiesen parecido que rozaban lo
patológico.
Muchos de nosotros nos pasamos el día entre
pantallas de ordenador, de móvil, de tablets o de cualquier otro dispositivo al
que tengamos que mantenernos conectados para desarrollar nuestro trabajo o el
resto de nuestras ocupaciones diarias. En nuestra vida personal, ya pocas veces
usamos el teléfono para llamar a nadie, sino que lo sustituimos por la
inmediatez de los whatsapps y la ventaja de poder acompañarlos de fotos de
cualquier momento y de emoticonos con los que sustituimos alegremente las
muestras de cariño. Así, se da la
paradoja de que estamos más conectados unos con otros de lo que nunca antes lo
estuvimos, pero a la vez estamos todos más aislados en nuestra propia burbuja
de plasma y mucho más solos.
Los avances constantes en nuestro modo de vida, nos obligan a seguir
comportándonos del modo en que lo hacemos y a pasarnos el día corriendo porque
siempre nos falta tiempo para llegar a todo. Ese ritmo de trabajo nos ha
inducido también a modificar nuestra forma de comprar y nuestra manera de
alimentarnos. Ahora tendemos a consumir más productos precocinados que nos
permitan pasar el mínimo de tiempo posible en la cocina y a adquirir los
ingredientes para las ensaladas ya cortados y lavados, listos para volcarlos en
una ensaladera y consumirlos. Lo mismo nos pasa con la fruta, los zumos
supuestamente naturales y las verduras. Ya no hablemos de los productos
cárnicos ni del pescado.
Los productos envasados, a diferencia de los
que podemos comprar a granel en los mercados de manos de los propios
agricultores o los pequeños comerciantes que compran el género directamente a
sus productores, presentan los inconvenientes de haber pasado mucho tiempo en
cámaras frigoríficas y de generar cantidades ingentes de residuos plásticos,
que no siempre reciclamos adecuadamente.
Muchos de esos plásticos, tal como nos
recuerdan a cada momento en los medios de comunicación, acaban en el mar, donde
inicialmente puede provocar el ahogamiento de aves y tortugas que los confunden
con medusas u otras criaturas marinas y, al cabo de muchos años, pueden acabar
convertidos en los temidos microplásticos
que son consumidos por todo tipo de peces, que luego acabaremos consumiendo
nosotros.
En la naturaleza
nada se destruye, sino que se transforma. Nuestros residuos acaban convertidos en lo
que posteriormente comemos y esas toxinas que ingerimos, de un modo u otro,
acabarán alterando la naturaleza de nuestro organismo. Bien traduciéndose en
nuevas enfermedades o bien sembrando el caldo de cultivo de mutaciones
genéticas que se puedan manifestar en nuestros descendientes.
A lo largo de la
historia de la humanidad, hemos sufrido las consecuencias de muchas de esas
mutaciones y, lejos de abocarnos al abismo, cada una de ellas nos ha acabado
perfeccionando más como especie.
Si bien es cierto que, ante cualquier cambio inminente tendemos a
sentirnos amenazados, porque sentimos que nuestra vida, tal como la tenemos
organizada, puede tener los días contados, no debemos dejar que el miedo nos
impida ver las ventajas que, sin duda, nos proporcionará también ese cambio.
Uno de los cambios más temidos en este
momento por todo el planeta es el que afecta al clima. El calentamiento global,
la emisión de insoportables cantidades de dióxido de carbono a la atmósfera, el
agujero que se hace cada vez más grande en la capa de ozono que nos protege, la
desertización de muchas zonas del planeta, la deforestación indiscriminada de
selvas y bosques, la sobreexplotación de las tierras de cultivo, el propio
cultivo de semillas transgénicas, la exportación e importación de productos de
un extremo a otro del planeta, el incremento desproporcionado del transporte
por tierra, mar y aire de viajeros y el hecho de que todos los productos que
consumimos (alimentación, ropa, electrodomésticos, ocio) tengan cada vez una
estimación de vida más corta, hacen que
las generaciones más jóvenes ya se preocupen de si tendrán o no futuro en este
planeta.
El asunto es serio, pero a veces olvidamos
que todo en la vida es dual. Que al
tiempo que todos esos hechos negativos se están sucediendo, también hay
muchísimas personas que se están dedicando en cuerpo y alma a buscar
soluciones. Gracias precisamente a esa sensación de que, si no hacemos algo pronto,
el mundo tal como lo conocemos se nos agota, se está investigando en la
obtención de energías más limpias y en la obtención de biocombustibles, como
las microalgas, más respetuosos con el medio ambiente; se está utilizando la
inteligencia artificial para reproducir órganos biológicos en impresoras 3D
que, en un futuro no demasiado lejano, puedan acabar con la ceguera o la
sordera de muchas personas o evitar el rechazo de un trasplante o el tener que
medicarse de por vida con retrovirales. En nuestra geografía, podemos ver
amplios paisajes poblados de placas solares donde antes había campos de trigo o
de maíz y molinos de viento donde antes sólo había cerros escarpados. Sobre los peligros de los envases
de plástico, también podemos encontrar cada día noticias relacionadas con
maneras originales de reciclarlos, pudiendo acabar convertidos en ropa, en
objetos de artesanía, en nuevos envases o incluso en materiales de construcción
para edificar las casetas de los temporeros en algunas zonas de Andalucía.
También cada vez son más las personas que
deciden dedicar parte de su tiempo libre a limpiar playas y zonas boscosas de envases de
plástico, microplásticos y restos de
cigarrillos. Esta es la otra cara del cambio climático: el cambio de conciencia que produce en mucha gente. Y eso es de lo más
positivo.
Los cambios siempre imponen cierto respeto,
pero esto no implica que todo en ellos tenga que ser negativo. A veces hemos de reiniciarnos, como
nuestros ya inseparables dispositivos electrónicos, para poder adaptarnos a una
nueva versión de nosotros mismos y reubicarnos en el mundo real.
Vivir es un ejercicio de continua adaptación
y, a veces, sentir que podemos perder lo que creemos tener asegurado, nos da la
fuerza necesaria para ponernos las pilas y hacer lo posible por mantenernos
donde estamos o para avanzar en nuevas direcciones que nos pueden reservar
realidades mucho mejores que la actual.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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