Queriéndonos en Voz Alta
Cuentan de Albert Einstein que a los tres
años y medio aún no hablaba y que un día, de repente, mientras desayunaba dijo:
“La leche quema”. Los padres, perplejos, le respondieron: “Pero si tú no
hablabas. ¿Por qué no has dicho nada hasta ahora?” Y él les contestó: “Porque
hasta ahora todo estaba en orden y controlado”.
Esta anécdota que, a priori, nos podría
parecer insólita tiene más similitud con nuestro comportamiento habitual en
materia de sentimientos de lo que imaginamos.
No son pocas las ocasiones en que hablando
con alguien, leyendo alguna novela o viendo alguna película nos encontramos con
confesiones del tipo: “De lo único que me arrepiento es de no haberle dicho
nunca que le quería”
Da igual que el objeto de ese cariño sean
unos padres, una pareja, unos hijos o unos amigos. También da igual la excusa
que elijan sus protagonistas para justificar su silencio emocional.
Siempre es
muy triste ver cómo a las personas no nos tiembla el pulso a la hora de
descalificarnos unas a otras por lo que hacemos mal; pero nos
pueden el miedo, la vergüenza o el analfabetismo emocional a la hora de decirle
a otra persona cuánto la queremos, cuánto nos importa, cuánto la necesitamos en
nuestra vida.
Es evidente que en esta incompetencia nuestra
tiene un papel determinante la cultura en la que hemos sido educados. Una
cultura mediterránea, abierta y espontánea con los visitantes, a
quienes queremos causar una buena impresión. Pero que peca de temerosa de sí
misma en las distancias cortas.
A veces tenemos la sensación de que las
palabras nos comprometen demasiado. Es como si, al decirle a alguien que le
queremos, nos quedásemos desnudos y resultásemos mucho más vulnerables ante sus
ojos.
Quizá por ello siempre recurramos a la excusa
de: “ella ya sabe que la quiero” o “él ya sabe que le quiero”
Una excusa cobarde que quizá se corresponda
con la realidad del que la utiliza, pero no de quien, en apariencia, sabe que
le quieren. Porque igual a esa otra persona no le ha quedado clara esa declaración
de amor. Igual se cree sólo un capricho sexual, una aventura pasajera o un compañero/a más para ese
alguien que rehuye tanto las palabras por miedo a que le comprometan demasiado.
Hay personas que no padecen ese miedo a
decirle lo que sienten a sus parejas, pero que limitan el uso de la expresión “te quiero”
a la estrecha relación que tienen con esa persona. Por entender, erróneamente,
que si la utilizan con alguna de sus amistades o con otros miembros de la
familia, de alguna manera estarán incurriendo en una deslealtad hacia su
pareja. Quizá esto les ocurra porque confunden “te quiero” con enamoramiento,
con pasión, con sexo.
No entienden que las personas podamos querer
a muchas otras, sin necesidad de tener intimidad con ellas.
No hay nada de malo en decirle a una persona
que la quieres, sea quien sea. Ello no implica que le estemos tirando los
trastos ni que hayamos dejado de querer a nuestra pareja. Querer a alguien va
más allá de la satisfacción de una necesidad física momentánea o del compromiso
que supuestamente te ata a la otra persona.
Si podemos querer a las personas que nos regalan momentos positivos, que nos devuelven día a día la confianza en el
género humano, que nos apoyan en lo que hacemos, que nos animan a seguir por el
camino elegido y que nos demuestran su cariño a cambio de nada, sin
comprometerse ni comprometernos a nada. ¿Por qué no decirles abiertamente: “Te
quiero en mi vida porque haces que ésta sea mejor”?
Pero, llegados a este punto, a veces nos
sorprende otro miedo: ¿Qué pensará de mí esa persona si le digo abiertamente
que la quiero?
Porque es evidente que todos somos el
resultado de la educación recibida y de las experiencias que hemos vivido. Lo
que para alguien es una realidad irrefutable, para otros será una tremenda
falacia.
Si optamos por ir de frente y dejarnos llevar
por lo que sentimos, siempre podemos acabar metiendo la pata al toparnos con
una persona que, aun siendo maravillosa, pueda malinterpretar nuestras palabras
y creer que la estamos comprometiendo.
Pero, aunque nos viésemos en esa tesitura,
siempre podríamos explicarle a esa persona cómo entendemos nosotros ese “te
quiero” que tanto la confunde. Y, si lográsemos hacerla partícipe de nuestra
forma de querer a quienes nos importan, esa persona podría hacerla extensiva a
otras que contribuyesen a cambiar nuestra cultura emocional para mejor.
El miedo es la excusa más fácil para dejar de
hacer muchas cosas. Pero también es la más triste manera de dejar de vivir las
experiencias que, en el fondo, deseamos vivir.
No demos por hechas tantas cosas, ni por
sabidos tantos sentimientos que se nos quedan paralizados a medio camino entre
el corazón y los oídos de las personas que nos los despiertan.
Aunque nos sepamos queridos y sepamos que
queremos a quienes nos quieren, no dejemos de decírselo a cada ocasión. Porque,
quizá algún día, cuando tengamos que vivir de recuerdos, lamentemos no recordar
cuánto hemos querido y nos han querido, porque nos empeñamos en querer y ser
queridos en silencio.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Bibliografía consultada: Viatge a les emocions, de Eduard Punset. Editorial Destino-2010
Excelente reflexión.
ResponderEliminarGolpea porque toca el alma. Sí, ya sabemos que queremos a alguien, que no hay que decirlo...
Me golpea a mí mismo, que nunca lo digo. ¿Por qué? Ufff.. Y sí. Es necesario
Me golpea a mí mismo, que lo oí de mi padre pocas horas antes de morir, "cuánto te quiero". Eso me facilitó su muerte, despedirme de él, y a la vez facilitó mi vida.
No sé. Quizá sea una expresión que solo deba decirse, para no deteriorarla por abuso, en circunstancias especiales.
Sea como sea, agradezco mucho esta entrada en tu siempre excelente blog.
Un abrazo.
Muchas gracias, Javier. Por tu comentario, pero sobretodo por tu tiempo.
EliminarA los que nacimos hace más de cincuenta años no nos enseñaron a expresar abiertamente nuestros sentimientos, sino más bien a esconderlos. No nos educaron entre abrazos y besos diarios, sino entre exigencias de respeto hacia nuestros mayores, tuviesen o no tuviesen la razón. Nos enseñaron a parecer fuertes, aunque por dentro nos sintiésemos como muñecos rotos. Nos inculcaron a fuego la máxima (tan demostradamente errónea) de "los hombres no lloran" y aprendimos a navegar en el mundo de las emociones intentando nadar y guardar la ropa al mismo tiempo.
Con semejante bagaje, es normal que nos diera vergüenza decirle a nuestros padres que les queríamos. Yo tampoco recuerdo habérselo dicho nunca al mío. Murió cuando yo tenía catorce años. Y a mi madre, una de las primeras veces que le dije que la quería, en lugar de arrancarle una sonrisa le creé una preocupación: pensó que me ocurría algo grave.
Cómo somos los humanos... Pero podemos aprender a ser mejores, Javier. Cada día que vivimos, tenemos una excelente oportunidad para dejar de escondernos de nosotros mismos y de los demás.
Un fuerte abrazo.