Echándonos unas Risas

Pese a que tengamos tantas veces la sensación de vivir en un carnaval perpetuo cuando analizamos la realidad en la que vivimos inmersos todos los días, no acabamos de acostumbrarnos a utilizar el recurso de la risa para lidiar con el estrés que nos generan nuestras rutinas.

Si recordamos nuestra niñez, no es difícil que algunas personas podamos coincidir en que lo que desesperaba más a nuestras sufridas madres era vernos destornillándonos de risa por cualquier nimiedad cuando ellas más estresadas estaban por conseguir que nos vistiésemos a tiempo de no llegar tarde al colegio, o porque acabásemos de desayunar de una vez, o porque nos fuésemos a la cama a la hora pactada. Cuanto más nerviosas se mostraban ellas, más nos descontrolábamos nosotros. Quizá porque la risa, cuando es genuina, es incontrolable y se retroalimenta cuando estamos con otras personas que también se ríen.

El neurobiólogo norteamericano Robert Provine dedicó años de su vida a estudiar la risa e hizo asombrosos descubrimientos como que los hombres inspiran en otros hombres y en las mujeres muchas más risas que las mujeres, o que sólo el 10% de las cosas que nos provocan la risa son chistes, o que tenemos que buscar los orígenes de nuestra risa en la risa de los chimpancés. Una risa que se asemeja mucho más a un jadeo que a nuestra socorrida “ja, ja, ja”, debido en parte a que ellos no han desarrollado la habilidad de vocalizar y nosotros sí.

Chimpancé riendo de la ocurrencia de un niño

El mero hecho de reír basta para que se nos pongan en marcha un montón de músculos faciales y varias regiones cerebrales muy distales entre sí. Todo ello se traduce en la secreción de distintas hormonas que acaban alterando la tonalidad de piel de nuestro rostro, nuestra respiración y la tensión de nuestros músculos. La risa es un gran desestresante y un recurso muy asequible a todo el mundo para tratar de empezar bien nuestros días.

Ante una situación complicada, no hay nada mejor que reírse para tratar de quitarle hierro al asunto y perder el miedo a meternos de lleno en ella.

Hablar en público es uno de los miedos más frecuentes que padecemos los humanos, sobre todo cuando estamos en edades complicadas, en las que no estamos demasiado seguros de la imagen que proyectamos en los demás y la posibilidad de incurrir en errores o de quedarnos en blanco en mitad del discurso nos aterra. No faltan quienes recomiendan que, para tratar de combatir ese miedo escénico, nos imaginemos que todo el público que se dispone a vernos y a escucharnos está desnudo. Si hacemos tal cosa, lo primero que vamos a experimentar es nuestra propia risa y lo segundo un aumento de la seguridad en nosotros mismos.

Reír es una buena estrategia para conseguir conectar con los demás y mostrarnos más desinhibidos, menos rígidos, más creíbles.

A veces cometemos el error de querer parecer demasiado serios en el desempeño de nuestros respectivos trabajos y nos privamos de las emociones que nos definen como humanos, para parapetarnos en aburridos trajes grises y caras de póker, que nos lleven a aparentar una profesionalidad gris e imperturbable. Si somos de los que caen en ese error, ¿de verdad creemos que nuestra rígida imagen puede generar confianza entre nuestros compañeros de trabajo y entre nuestros clientes? ¿De verdad creemos que podemos sentirnos a gusto escondiéndonos dentro de un molde?

Si le hacemos caso a la biología, no nos diferenciamos demasiado de esos chimpancés que se ríen jadeando. Aunque nosotros hayamos conseguido aprender a deambular sobre dos piernas y hayamos desarrollado la habilidad de hablar, no por ello hemos conseguido entendernos mejor de lo que lo hacen ellos en sus comunidades. Llevamos muchos siglos complicándonos la vida al crearnos nuevas necesidades que cada vez nos van esclavizando más.

Somos unos auténticos veteranos en eso de reinventarnos para sobrevivir, pero no por ello dejamos de tropezar con las mismas piedras ni de errar los caminos.

No escarmentamos y tampoco dejamos de perder los nervios ni de amargarnos la existencia cada vez que la rutina nos pone contra las cuerdas. Y nos olvidamos muchas veces de los recursos que tenemos para combatir el peso de esa loza que parece que cargamos sobre los hombros.

Si nos animásemos a reírnos más y a hacerlo con todas nuestras ganas, quizá los días se nos despertarían con otra cara y otro color. No se trata de empezar a tomarnos la vida a cachondeo, sino de encontrarle una nueva chispa y de contagiársela a quienes comparten ese día a día con nosotros. Tampoco se trata de reír por reír, ni de simular que nos hemos vuelto de repente una pandilla de “happy flowers”. Se trata más bien de aprender a vivir en el momento presente y relativizarlo. Dejar de hacer un drama ante cualquier contrariedad y aprender a fluir con la situación que nos incomoda, buscándole de entrada el lado positivo o divertido. Porque todas las cosas, por serias que nos parezcan, acostumbran a tener un lado positivo, pudiendo tener muchas de ellas también un tinte cómico.

La mejor manera de aprender a reír es acostumbrándonos a reírnos de nosotros mismos, de nuestro miedo a equivocarnos, de nuestra inseguridad a la hora de mostrarnos como somos ante los demás y de aquellos que siempre hayamos considerado que son nuestros peores defectos. 

Compartir con otros esas risas es una forma de demostrarles confianza, porque les estamos confiando la peor parte de nosotros sin miedo a que nos consideren vulnerables y nos puedan atacar en aquellos puntos donde, supuestamente, vamos a experimentar más dolor.

Esto se contradice con los consejos que se nos han ido dando tradicionalmente y que podrían resumirse en la no expresión de nuestras emociones. “Los hombres no han de llorar”, “Las mujeres han de obedecer a los hombres de la familia”, “Si pides perdón o rectificas en tus posturas estás perdiendo tu dignidad”, “Ver, oír y callar, si quieres evitarte problemas”, etc.

La risa, cuando es auténtica y no impostada, es una expresión de libertad que nos va a permitir descargar tensiones y afrontar los retos que se nos presenten cada día con mucha más seguridad en nosotros mismos y en el equipo del que formamos parte. Crear un buen ambiente es fundamental para que las relaciones interpersonales fluyan y los proyectos lleguen a buen puerto.

Lejos de lo que puedan pensar algunos, reírse a mandíbula batiente unos minutos al día en plena jornada laboral no es ninguna excentricidad ni ha de traducirse en una falta de profesionalidad ni en una pérdida de respeto hacia nadie. Más bien es una manera idónea de recordarnos quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde nos gustaría ir. Somos animales sociales y las emociones nos permiten optimizar nuestras relaciones con nuestros iguales. Cuanto mejores sean esas relaciones, mejor nos irá a todos y mejores realidades seremos capaces de construir.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749

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