Pasados, Presentes y Futuros
La vida se escribe en tiempos verbales, a
base de relacionar lo que hicimos con lo que hacemos y con lo que haremos en
los días o en los años que vendrán. El presente en que nos encontramos es el
resultado de los conocimientos y experiencias que adquirimos en días
pretéritos. Estos conocimientos y experiencias acabaron convirtiéndose en
hábitos que nos han ido acompañando en la forma de conducirnos hacia el punto
en el que estamos ahora.
Ocurre a veces que, después de habernos
pasado muchos años comportándonos de determinada manera, defendiendo
determinadas tesis y siguiendo determinadas tradiciones familiares, un día nos
damos cuenta de que todos esos cimientos sobre los que hemos sostenido nuestra
existencia ya no nos satisfacen en absoluto porque han dejado de convencernos y
nos sentimos vacíos. Es el vacío que experimentan algunos adolescentes cuando
sienten la necesidad de romper con todo lo que les ha condicionado hasta el
momento para empezar a cambiar su mundo, poniendo el de los demás patas arriba.
Esa pataleta revolucionaria, ese creerse
mejor y más digno que sus progenitores, es la opción más cómoda para muchos,
pero dista mucho de ser la más acertada para todas las partes implicadas.
Desde la perspectiva del tiempo, cuando
analizamos los comportamientos y las decisiones que tomaron nuestros padres o
nuestros abuelos ante situaciones adversas o delicadas, nos resulta muy fácil a
los que no vivimos su época erigirnos en jueces, condenar sus acciones o no acciones
y creer que nosotros nos habríamos sabido enfrentar a las mismas situaciones
con mucha más asertividad y eficiencia.
Qué ilusos somos a veces. Qué fácil nos
resulta criticar lo mal que andan los demás sin habernos dignado a meter
nuestros pies en sus mismos zapatos ni a cargar sobre los hombros con sus
mismas cargas y preocupaciones.
Si creemos que no vamos a poder con algo,
¿por qué no limitarnos a dejar pasar el tiempo? Igual la situación se acaba
resolviendo sola. Corre el riesgo de enquistarse, de caer en el efecto bola de
nieve e ir haciéndose más grande con el paso de los días, pero tal vez sea
mejor así.
Para los que huyen de los problemas por miedo a enfrentarlos
cualquier desenlace es mejor, por fatídico que se presente, que el de atreverse
a coger el toro por los cuernos y afrontar con valentía la realidad que se haya
de asumir.
En muchas familias hay problemas que se
enquistan sin remedio porque todos sus miembros deciden que es mejor dejar las
cosas como están por miedo a expresar sentimientos en voz alta. Por miedo a
desvelar supuestos secretos inconfesables o a exponer sospechas sobre algunos
miembros de la familia que puedan provocar enfrentamientos más graves y
rupturas definitivas.
Por mantenerse unidas aunque sólo sea en la
superficie, esas familias renuncian a aclarar las dudas, a conocerse como
realmente son, a entenderse o desentenderse, a quererse o a ignorarse pero con
conocimiento de causa.
Se dan situaciones en que las generaciones de
los nietos se sienten más afines a las de sus abuelos que a las de sus padres.
Ven en la figura del abuelo o de la abuela la sensatez y la empatía que les
cuesta encontrar en su padre o en su madre.
Y, cuando ese padre o esa madre les
relatan cómo eran los abuelos como padres veinte o treinta años atrás, les
cuesta creerles y deciden que les están mintiendo por algo parecido a los
celos, porque no pueden soportan que sus hijos sientan más afinidad con sus
abuelos que con ellos. No son conscientes de que las personas, a lo largo de
nuestro ciclo vital, experimentamos muchas transformaciones que nos llevan a
autocorregirnos en aquellas áreas en las que hemos sido más criticados por
nuestros padres, por nuestros hijos, por nuestros hermanos o por nuestros
amigos.
Un padre o una madre estrictos y ausentes
pueden acabar convertidos en abuelos tiernos que siempre estén disponibles para
dedicarles tiempo a sus nietos. Del mismo modo, unos padres sobreprotectores y
sacrificados pueden derivar en unos abuelos más distantes porque consideren
que, ya que siempre se han dedicado en cuerpo y alma a los hijos, ahora se
merecen ocuparse de ellos mismos y disfrutar de todo lo que no han podido
disfrutar antes.
El presente viene determinado por todo lo que
hemos sido y hemos hecho hasta el momento. Nacemos con una herencia genética
que no podemos cambiar, pero también somos fruto de otras herencias que, sin
necesidad de traducirse a palabras, nos condicionan de por vida. Gestos que
aprendemos desde la cuna en la interacción con nuestros padres, hermanos,
abuelos o resto de familiares. Miradas intensas o apagadas, abrazos cálidos o
tan resbaladizos como un pez, palabras amables y nanas dulces u órdenes secas
de que no lloremos más o nos durmamos de una vez. Desde muy niños ya somos
capaces de percibir lo que los demás sienten hacia nosotros y vamos tejiendo
nuestra particular coraza para evitar que nos dañen más de lo estrictamente necesario.
Hay niños y niñas que tienen la desgracia de
crecer con la convicción de que son un mero accidente en la vida de sus padres porque
éstos no les deseaban. ¿Qué culpa puede tener un niño de haber nacido? Si unos
padres no quieren tener un hijo, es preferible que recurran al aborto o a la
entrega en adopción antes que optar por aceptarlo y darle una vida que ningún
niño merecería sufrir. Sentirse no deseado, no querido por quienes se supone
deberían amarte más que nadie es lo más triste que le puede pasar a un niño o a
una niña. No es de extrañar que esa persona tenga prisa por crecer y por
abandonar ese nido en el que se siente tan insegura. Y, en estos casos, esas
huidas hacia adelante, pocas veces suelen acabar bien. Porque esos jóvenes cambian
la frialdad del ambiente familiar por la calidez de las palabras de la primera
persona que les dice algo bonito y les hace sentir importantes para alguien,
confundiendo piropos y sexo con amor.
También ocurre con frecuencia que, cuando
esos niños no deseados son padres intentan darles a sus hijos todo el amor que
ellos consideran que no tuvieron. Les sobrepotegen hasta el punto de agobiarles
en ocasiones, provocándoles el deseo de huir, de sentirse más libres. Y,
llegado el momento, también ellos deciden abandonar el nido y buscarse la vida
lejos, empapándose de otras realidades, corrigiendo viejos hábitos que ya no
les convencen y adoptando otras formas de entender la vida y de analizar los
hechos.
Pero, por muy críticos que hayamos sido o sigamos siendo con nuestros padres o abuelos, siempre llega un momento en que,
de forma inesperada, les reconocemos en algunos de nuestros gestos, en algún
pensamiento repentino o en alguna frase hecha. Y es fácil darnos cuenta de que
aquella actitud que tanto hemos criticado en nuestro padre o en nuestra madre
es la misma que adoptamos nosotros en el presente. Porque buena parte de lo que
somos está impregnada de esa herencia implícita que nos han legado sin que
fuésemos conscientes de ello.
Aunque huyamos a nuestras antípodas, esa
herencia nos perseguirá y nos alcanzará siempre, porque la llevamos con nosotros.
Tratar de negarla o de esconderla es como tratar de negarnos a nosotros mismos.
La única opción razonable es asumirla y tratar de encauzarla de forma que no
interfiera en lo que queremos preservar de nosotros. Si conocemos nuestros
defectos y los aceptamos como una parte natural de nosotros mismos, podemos
trabajarlos, podemos tratar de transformarlos en rasgos más positivos,
simplemente dignándonos a darles la vuelta, a mirarlos desde otro ángulo
distinto.
Si somos capaces de lograr eso con nuestros
propios defectos, quizá aprenderemos a hacer lo mismo con los defectos de los
demás. Quizá nos dignaremos a bajarnos del pedestal de jueces inquebrantables
en el que nos hemos acomodado, para servirnos de la humildad necesaria para
calzar los zapatos de nuestros padres o abuelos, arrastrar sus pesadas cargas y
entender que, en el momento en que les tocó hacer de padres, no se sintieron
capacitados para ejercer su papel de otra manera. Para entender que, quizá,
ellos también se sintieron hijos no deseados por sus padres. Para descubrir que
aprendemos por imitación y que, las personas que han tenido la desgracia de
carecer de buenos modelos en los que fijarse, es muy difícil que sean capaces
de transmitir el amor, la empatía o la seguridad que a ellos nadie supo
transmitirles.
La madurez debería permitirnos a todos
aprender a mirarnos desde el presente, tal y como estamos todos hoy, con nuestras
ideas actualizadas y nuestros sentimientos liberados. No podemos seguir mirándonos
con rencor por lo que no nos dijimos hace tantos años, por los abrazos que no
nos dimos o por frases lapidarias soltadas en un momento de mucha tensión que
nos hemos negado a olvidar y que seguimos sintiendo clavadas como puñales por
la espalda. Deberíamos poder sentarnos y atrevernos a descargar las muchas
piedras que aún cargamos en el alma. Liberarlas una a una y permitir que la
persona que nos la lanzó nos dé su versión de los hechos, mostrándonos una
realidad que nosotros no imaginamos porque nos hemos estado protegiendo durante
años entre los muros de nuestra singular versión de esa misma realidad.
No podemos cambiar el pasado. Tampoco podemos
cambiar el presente. Pero,si logramos entender cómo están relacionados el
pasado y el presente, quizá estemos a tiempo de proyectar un mejor futuro, en
el que nuestros pensamientos y acciones de hoy determinen los cimientos para
construir una realidad más libre y menos beligerante para todos.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
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