Juntos o Revueltos

Según la biología, todas las personas somos un 99% iguales al resto en lo que a ADN se refiere. Pero la biología no contempla las creencias y realidades paralelas que nuestros cerebros son capaces de construir en función de los modelos en los que se inspiran durante su desarrollo y de las experiencias que van acumulando en la memoria de sus neuronas.

La psicología aboga más por la singularidad de cada individuo, defendiendo la tesis de que cada ser humano es único e irrepetible, pese a que físicamente se parezca a muchos otros, pese a que su trayectoria vital se nos antoje calcada de otras muchas trayectorias vitales o sus ideas le clasifiquen en determinada clase de personas. Los humanos somos animales sociales que necesitamos de la presencia constante de nuestros iguales para lograr una existencia plena y satisfactoria, pero eso no nos convierte en clones unos de otros.

Tampoco nuestras determinadas ideas o experiencias deberían servirle a nadie de excusa para encasillarnos en un determinado perfil de forma arbitraria. Las ideas nos sirven para acercarnos a otras personas que piensan la vida de una forma similar a cómo la concebimos nosotros, pero nunca deberían servirnos para posicionarnos de forma rígida en ninguno de los asuntos que nos atañan. Tampoco deberíamos permitir que nos alejasen de otras personas sólo por el hecho de que piensen diferente o abracen otros credos.



Una persona es mucho más que sus ideas o sus creencias. También es mucho más que el color de su piel, la indumentaria con la que se cubre o los años que arrastra o pasea dignamente. Juzgar a alguien por cualquiera de sus rasgos o por sus pensamientos, es una manera muy simplista de esconderse de la realidad, de no querer ver más allá de la propia nariz y de negarse a evolucionar.

Nuestras abuelas, que tantas veces recurrían a los refranes para dictar sus sentencias, nos enseñaron aquello de “Dime con quién andas y te diré quién eres”. Esa simple frase hecha esconde tanta discriminación hacia los demás que produce hasta miedo. Porque durante generaciones, las personas hemos ido interiorizando ese tipo de mensajes hasta el punto de otorgarles una legitimidad de la que carecen por completo. Hemos normalizado creencias que, lejos de ayudarnos a ser mejores personas, nos han limitado, cerrándonos muchas puertas y no permitiéndonos conocer a otras personas que, al margen de sus apariencias, podrían habernos resultado de lo más interesantes y abrirnos a realidades mucho más constructivas y fructíferas. 

Conocer a alguien, disfrutar de su compañía, compartir aficiones o pasiones, enamorarnos, convivir, tener hijos en común o no tenerlos, comprar una casa a medias o llegar a pasar el resto de la vida juntos, no tiene por qué implicar que seamos idénticos a la otra persona, ni  que lo veamos todo igual que ella o ella como nosotros, ni que aceptemos todas sus facetas y ella las nuestras, ni que nos muevan los mismos motivos a la hora de tomar determinadas decisiones en común o por separado.

Compartir la vida con alguien no equivale a dejar de vivir la propia vida, a abandonar todo lo que éramos antes de conocer a esa persona. Podemos seguir conservando a los amigos, obedeciendo a nuestras inquietudes, desarrollando nuestro potencial en todo el resto de facetas de nuestra existencia y respetando, siempre, los mismos derechos en la otra persona.

Dos personas pueden quererse por encima de todo y tener ideas políticas opuestas, si logran no perderse nunca el respeto que ambas se merecen. Que alguien piense lo contrario que piensas tú no le convierte en tu enemigo, sino en alguien que tiene otro punto de vista distinto y que es tan respetable como el que tienes tú.

Las relaciones humanas, muchas veces se rompen porque confundimos la manera de entender las cosas, al posicionarnos en polos opuestos cuando las circunstancias se vuelven adversas. Nos sentimos víctimas y a los otros los tachamos de verdugos, cuando la responsabilidad de que la situación se nos haya ido de las manos es de ambas partes. Uno no deja de ser bueno de la noche a la mañana. La persona de la que nos enamoramos sigue siendo la misma, pero nos empeñamos en verla sólo a través del defecto que ha aflorado, permitiendo que un solo rasgo anule todo lo bueno que esa persona sigue teniendo. Y lo mismo le pasa a ella con nosotros.

A veces nos liamos con las palabras y mezclamos cosas que luego nos cuesta desenredar. Nos engañamos creyendo que estar juntos tiene que equivaler a estar revueltos, a compartirlo absolutamente todo con el otro, a no permitir que cada uno conserve su propio espacio al margen del común. Este comportamiento es muy propio de personas que se obsesionan con sus parejas y se dejan llevar por los celos. Temen que la otra persona les traicione si no la controlan continuamente y lo único que consiguen es que esta persona se acabe alejando o se resigne a vivir con miedo, asumiendo una debilidad que no es suya, sino de su pareja. Porque los celos sólo son una muestra  de inseguridad. De ahí la importancia de educar a los niños para que se sientan seguros de sí mismos, de sus sentimientos y de su capacidad para lograr sus retos.

Una persona segura de sí misma, no tiene por qué desconfiar de su pareja, ni de sus amigos. Les respeta su espacio y mantiene el suyo, sin perder el tiempo en preocupaciones absurdas e inútiles. Si después se descubre engañada, lo asume con la mayor dignidad posible y toma las decisiones que tenga que tomar al respecto. Pero no se adelanta a los acontecimientos sufriendo por cosas que no han pasado y que, posiblemente, no llegarán a pasar nunca.

Decidir caminar junto a otro no implica que tengamos que calzar sus mismos zapatos, ni vivir con sus mismas ideas, ni sufrir sus mismos dolores de cabeza. Sólo implica acompañar al otro, aceptarle como es, sin querer cambiarle, y compartir con él las parcelas de intimidad o de ocio o de trabajo que hayamos decidido compartir.  Ya se trate de nuestra pareja, de nuestros amigos, de nuestros compañeros de trabajo o de esa persona con la que coincidimos cada día en el vagón del tren y nos hace más ameno el trayecto con su conversación.

A la vida llegamos y nos marchamos solos. Pero, mientras dura nuestro trayecto tenemos la inmensa suerte de compartir nuestros momentos con muchas otras personas tan diferentes como aparentemente iguales. Disfrutemos del viaje juntos, pero no revueltos. Aprendiendo a acompañarnos, sin necesidad de invadirnos.



Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749


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