Calles y Ausencias
Habituados a nuestras rutinas diarias, no
somos pocos los que nos hemos quejado de que los fines de semana sean tan
cortos y hemos temido el sonido del despertador las mañanas de los lunes.
Tampoco somos pocos los que nos hemos quejado
en muchas ocasiones de no tener tiempo para leer, para organizar más encuentros
con nuestros familiares, para hacer ejercicio, para cuidar mejor nuestra
alimentación o para, simplemente, permitirnos el lujo de relajarnos y no hacer
nada.
Y tampoco somos pocos los que nos hemos
lamentado por tener que esquivar por la acera a tantos patinetes, tantos vehículos
mal estacionados y tantas personas cruzando sin mirar por donde les da la gana
o tantos conductores saltándose los pasos de peatones a la torera.
Pero, de repente, un virus nos ha obligado a
parar y ha desmontado todas nuestras rutinas, dejándonos desorientados y
obligándonos a adaptarnos a una situación que nunca antes habíamos vivido.
Coronavirus - Pixabay |
Acostumbrados a vivir casi en piloto automático, limitándonos a repetir las tareas que diariamente se nos encomiendan sin apenas pensar en lo que estamos haciendo, ahora nos encontramos sin hoja de ruta, sin brújula que nos indique dónde está el norte.
Los que, afortunadamente, podemos seguir
trabajando, hemos de aprender a hacerlo de modo distinto, reinventándonos desde
casa o arriesgándonos cada día y poniendo en riesgo a quienes más nos importan, echando mano del ingenio y de la creatividad que, aunque pueda parecer
increíble, se nos agudizan estos días para contribuir a rescatarnos del
desconcierto al que podemos sucumbir en cualquier momento.
Por mucho que a algunas personas nos pueda
gustar estar en casa, no es lo mismo quedarse en casa libremente para dedicar
el tiempo libre a leer, a cuidar las plantas, a cambiar de color las paredes de
una habitación o a limpiar la cocina, que tener que quedarte en casa por
imposición. Aunque podamos dedicar el tiempo a las mismas cosas, la prohibición
de poder salir a la calle con la libertad que lo habíamos hecho hasta la semana
pasada, hace que esas mismas cosas ya no nos resulten tan placenteras.
El hecho de tener que salir solos a comprar
el pan o a tirar la basura y de no poder estar con nuestros familiares más
directos por prevenir que puedan contagiarse o nosotros podamos contagiarnos,
provoca que cada día que pasa seamos más conscientes de la soledad a la que nos
está condenando esta amenaza.
En sólo una semana, nuestra vida ha dado un
giro radical y hemos sido testigos de hasta dónde han sido capaces de llegar
algunos para burlar las restricciones: no han faltado quienes han sacado a
pasear un perro de peluche o incluso una cabra, ni tampoco quien se ha excusado
argumentando que iba a trabajar, ofreciendo servicios sexuales a domicilio.
Para las personas que no soportan estar
encerradas en casa, verse obligadas a no salir de ella debe resultarles una
experiencia asfixiante. Y ya no hablemos de los más pequeños. Hacerles entender
que no pueden ir al parque, ni al cine, ni acudir a sus actividades
extraescolares; que no pueden ver a sus amigos, ni a sus abuelos y que tardarán
aún algún tiempo en poder volver al colegio, no ha de ser nada fácil para los
padres.
Mientras que hay niños tranquilos, que se
entretienen con cualquier cosa y disfrutan viendo dibujos o leyendo sus libros y
pintando sus cuadernos y sus fichas, hay otros que parecen eléctricos, porque
no pueden parar de moverse y reclaman estímulos nuevos a todas horas. Para
estos últimos niños esta situación de confinamiento forzoso debe resultarles de
lo más insoportable.
Cada vez que necesitamos comprar alimentos o
acudir a una farmacia para reponer los medicamentos que tomamos, las calles nos
reciben con una frialdad inusitada. Verlas desiertas, apenas transitadas por
algún otro solitario como nosotros que ha salido a pasear al perro o a comprar
algo esencial, nos encoge el alma y nos hace sentir más conscientes de la realidad
en la que nos hemos sumergido.
Las calles están mudas, los parques
infantiles precintados, los comercios cerrados hasta nadie sabe cuándo. No hay
actividad, no hay color, sólo ausencias. Las ausencias de todos los que nos
hemos recluido en nuestras casas, como si fueran las fortalezas de un castillo
que hay que defender a capa y espada del intruso, del enemigo, del Covid 19. Y también las ausencias de aquellos que ya no van a volver, porque han sucumbido a los macabros caprichos del virus.
El día que este mal sueño haya pasado y
podamos retomar nuestras antiguas rutinas, nos va a costar un mundo dejar de
lavarnos las manos con gel de alcohol a cada poco y se nos va hacer muy extraño
poder volver a abrazar a alguien sin miedo a contagiarnos o a contagiarle.
También nos va a costar volver a trabajar
siguiendo los protocolos a los que estábamos acostumbrados, porque habremos aprendido que tenemos más opciones de las que contemplábamos hasta
ahora.
Dicen que, a grandes males, grandes remedios.
Estos días lo estamos viendo incluso en los organismos públicos, como la
Seguridad Social o las oficinas del SOC o del INEM. Si estas oficinas han sido
capaces de adaptarse en un tiempo récord a teletrabajar y a tramitar toda la
gestión de las prestaciones de los trabajadores que han perdido sus empleos o
han de solicitar una prestación por incapacidad temporal, ¿es necesario que,
pasada esta crisis, sigan trabajando como lo habían hecho siempre, atendiendo
presencialmente a los usuarios y alargando los tiempos de espera
innecesariamente?
En un mundo globalizado y tecnológicamente
avanzado, la burocracia debería acabar de adaptarse a esta nueva realidad
digitalizada y todos nos podríamos ahorrar muchísimo tiempo y muchísimos
recursos, tanto públicos como privados, que podrían invertirse en otras
prioridades, como la contratación de más médicos/as y enfermeros/as en la
sanidad pública.
De todas las grandes crisis hemos acabado
aprendiendo lecciones impagables. En la crisis de la burbuja inmobiliaria
aprendimos que la unión hace la fuerza y que la solidaridad de la gente es
infinita. Los verdaderos héroes de aquella crisis fueron los jubilados que, con
sus limitadas pensiones, fueron capaces de hacer milagros y rescatar a sus
familias. En aquella ocasión, el gobierno priorizó salvar a la banca.
En la crisis en la que estamos inmersos ahora
mismo, los grandes héroes son los sanitarios y todas las personas que se ponen
en riesgo cada día para abastecer a los mercados de alimentos y productos de
primera necesidad. Las personas que trabajan en los supermercados, en las
panaderías, en las farmacias, en las carnicerías, en las pescaderías o en los
mercados semanales de fruta y verduras. Estas personas también tienen hijos y
padres mayores a los que pueden acabar contagiando, pero se la juegan cada día
porque saben que la gente ha de comer, ha de ser atendida cuando está enferma y
no puede descuidar su medicación. A todos ellos les deberemos mucho si
conseguimos superar este estado de alarma. Porque ellos se lo están jugando
todo por proteger a esos jubilados a los que debemos tanto de la crisis
anterior, mientras el gobierno, nuevamente, sólo se preocupa de salvar a los de
siempre.
Vivimos días raros y tal vez aún nos
parecerán más raros los días que vendrán. Pero nuestra capacidad de adaptación
es infinita y saldremos de ésta como hemos sabido salir de tantas otras. No
volveremos a ser los que éramos hasta hace una semana, porque el mundo ya
tampoco es el que era y nos está tocando evolucionar a marchas forzadas para aprender
a vivir de otra manera, abriendo la mente a opciones que nunca antes nos
habíamos planteado, pero que, asombrosamente, nos están funcionando.
Quedémonos en casa, atrevámonos a
reinventarnos y, cuando podamos volver a salir, nos sentiremos otros, pero
seremos mucho mejores, porque habremos aprendido a entender el verdadero
sentido de la vida y a valorar a quienes queremos y nos quieren como realmente
merecen.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Muy cierto ,esperemos que así sea , que seamos todos mucho mejores
ResponderEliminarAl menos, sería lo deseable.
EliminarMuchas gracias por leerlo y comentarlo.
Un fuerte abrazo.