Confinándonos en Nuestro Interior

El Padre Samir es un sacerdote iraquí que compara la cuarentena de Jesucristo en el desierto con estos días de confinamiento a que nos estamos viendo obligados los ciudadanos de la mayoría de los países del mundo.

Seamos creyentes o no, hemos de reconocer que no le falta lógica a su razonamiento.

Han pasado más de 2000 años desde la muerte de Jesús. Es evidente que el mundo que él vivió no tiene mucho que ver con el nuestro, aunque la intransigencia, el despotismo, la crueldad, el dolor y las injusticias a las que él tuvo que hacer frente siguen existiendo y nos siguen azotando a los humanos del siglo XXI, en mayor o menor grado, independientemente del lugar del mundo que habitemos.

En tiempos pasados, la Semana Santa era considerada una época de penitencia y de ayuno, en la que, pasado el carnaval, las personas debían recogerse un poco en sí mismas y purificarse de los excesos cometidos. Más tarde, ese ayuno derivó en la prohibición de comer carne en viernes santo, prohibición ésta que podía conmutarse por un donativo a la iglesia. Como ocurre con tantas otras cosas en las que la política o la religión están involucradas, no faltan quienes pueden utilizar su dinero o su poder para saltarse las normas que rigen las vidas y los destinos de las mayorías más desfavorecidas.

En el mundo actual, hemos conservado las celebraciones  de la Navidad y de la Pascua, pero más en el terreno festivo y consumista que en el espiritual. Pocas personas hacen ya promesas a los santos de su devoción y guardan ayuno y recogimiento en días que el calendario escogió para honrar la memoria de nuestro supuesto salvador.

Desde los inicios de nuestra historia como humanos, son muchos los males que nos han asolado por doquier. Muchas las catástrofes naturales y las epidemias que nos han conducido a precipicios y profundos pozos de los que no nos hemos visto capaces de salir solos y hemos necesitado agruparnos, organizarnos y aprender de las torpezas o de los errores de los que se han quedado por el camino para impulsarnos con más fuerza entre todos y determinarnos a vencer la amenaza.

La peste negra que asoló Europa y Asia en el siglo XIV, considerada la epidemia más devastadora de la historia de la humanidad,  o la gripe española en 1918, que volvió a golpear aún con más fuerza. Mientras se calcula que la primera provocó la muerte de unos 25 millones de personas en cinco años, la segunda provocó entre cincuenta y cien millones en sólo nueve meses.

                                                      Hospital de campaña durante la epidemia de la Gripe española entre 1918 y 1919

Podemos ver fotos de la época en que el mundo se vio afectado por la gripe española que sólo difieren de las que podemos realizar actualmente por la forma de vestir de las gentes y por estar hechas en blanco y negro. La similitud de aquellas imágenes de hace cien años con las que ahora vemos en los periódicos o en los espacios informativos de la televisión es, sin duda, impactante. Personas contadas por las calles desiertas, tapándose el rostro con mascarillas. Hospitales de campaña que tanto se parecen a los que se han levantado ahora en pabellones deportivos, en IFEMA, en Fira de Barcelona, o en tantos otros espacios destinados en su día a actividades tan diferentes.

Desde nuestras ventanas asistimos a la emergencia de una primavera que nosotros no vamos a disfrutar este año, mientras que otros habitantes del planeta celebran nuestro confinamiento pudiendo campar por nuestros cielos y nuestras calles con mucha más libertad y seguridad. Pájaros que entonan sus cantos felices; delfines que se acercan a la costa como no lo acostumbran a hacer, saltando sin complejos a la vista de quienes les miran tras los cristales de las casas y apartamentos en los que pasan su confinamiento; jabalís, cabras e incluso pavos reales que se pasean por el centro de nuestras ciudades hurgando en nuestras basuras, disfrutando de nuestros parques y parterres. Se saben a salvo porque los animales más fieros, que somos los humanos, estamos confinados en nuestras casas sin fecha para regresar a esas calles, a esos parques, a esas montañas o a esas playas.

Sigamos el credo que sigamos, o no sigamos ninguno, todos hemos de pasar nuestra cuarentena particular descubriendo aspectos de nosotros mismos que desconocíamos, porque nunca antes habíamos tenido tanto tiempo para estar con nosotros, para hartarnos de nuestros despropósitos, para saltarnos a nuestra propia yugular en un intento de hacernos callar o de hacernos entender las evidencias que aún se nos resisten.

Una cuarentena se puede pasar de muchas maneras. No faltan quienes la aprovechan para sacar lo mejor de sí mismos, tirando de ingenio, ideando nuevas formas de hacer las cosas, ayudando a los demás y desarrollando mucho más la empatía. Otros, en cambio, se desesperan, porque no se acostumbran a olvidarse de sus rutinas y se niegan en redondo a adoptar otras nuevas, que quizá les puedan acabar beneficiando mucho más. No es extraño que, desde que se decretó el estado de alarma, se haya multado a tanta gente por saltarse sin motivos justificados el confinamiento. Algunos incluso han acabado detenidos.

Si volvemos a Jesucristo y a su cuarentena y la volvemos a comparar con la nuestra, podemos llegar a entender que el propósito de esta suspensión de actividad, de este paréntesis en el que nos han reubicado a todos, no es obligarnos a ayunar ni a arruinarnos, sino a que nos replanteemos muchas cosas. A que pensemos un poco más en los demás y también en nosotros, pero de una forma distinta a como lo veníamos haciendo hasta ahora.

Muchos hemos descubierto que, tras las paredes que delimitan nuestros encierros, hay más personas que están viviendo lo mismo que nosotros y que también desean que todo este mal sueño pase cuanto antes y podamos volvernos a hablar, pero en la calle y no asomándonos al balcón. Personas que odiaban las nuevas tecnologías, estos días no dejan de recurrir a ellas para ver y hablar con los suyos, para enviarles besos y abrazos, para reírse con ellos y para demostrarse cuánto se importan.

Este tiempo también nos está enseñando a distinguir lo imprescindible de lo superfluo y a priorizar el regalo que es la vida, poniéndola por delante de todo lo que realmente no tiene la mínima importancia. Cuando salgamos de nuestro encierro, muchos nos habremos vuelto mucho más profundos, valorando mucho más las pequeñas cosas que hacen que la vida tenga sentido.

Disfrutaremos con mayor intensidad del simple hecho de poder pasear sin miedo a que un agente de la autoridad nos multe. Nos emocionaremos mucho más con los abrazos y los besos y los preferiremos mil veces a los fríos emoticonos por los que, tan miserablemente, los habíamos ido sustituyendo. Daremos más importancia a la conversación con la persona que tengamos la suerte de estar cenando en un restaurante o en la terraza de casa, que a los dichosos whatsapps con los que somos bombardeados a todas horas para compartir chorradas insustanciales con las que matamos un tiempo precioso que podríamos dedicar a sacar lo mejor de nosotros y a compartirlo con quienes realmente amamos.

Ojalá, cuando salgamos de esta situación atípica y surrealista, podamos regresar de nuestro desierto particular sintiéndonos mucho más fortalecidos y dispuestos a fortalecer nuestros lazos afectivos con quienes más nos importan, sin olvidarnos de respetar ni de comprometernos a cuidar mucho más la casa que habitamos todos: un planeta que estamos asfixiando con nuestros desvaríos y que, de vez en cuando, se defiende con una pandemia para obligarnos a parar en seco, del mismo modo que algunas enfermedades son el único recurso que le queda a veces a nuestros cuerpos para avisarnos de que, por ese camino, no vamos bien.

Con tantos aviones en el cielo transportando tantos viajeros y tantas mercancías que nos llegan del otro rincón del mundo; con tantos coches colapsando diariamente las arterias de nuestras ciudades; con tanta industria textil o petroquímica infectando el aire que respiramos sin respetar los niveles máximos de emisiones a la atmósfera acordados por las autoridades competentes; con tanta venta y compra irresponsable utilizando tantos envases de plástico que luego tiramos en cualquier parte y acaban ahogando nuestros mares y con tanta deslocalización de industrias que implica, a su vez, tanta logística globalizada y descontrolada, nuestro planeta tampoco anda muy bien que digamos.

Las cosas nunca pasan porque sí. Siempre hay una razón. El problema es que, a veces, a los muchos intereses creados que mueven este mundo nuestro, no les interesa reconocerla ni tampoco actuar en consecuencia.



Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

Comentarios

  1. El ser humano no ha canviado tanto ,con dinero cree poder hacer lo que le viene en gana , al igual que con dinero se podia comer carne en Viernes santo igualmente .

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    1. Muy cierto, pero tener dinero no te impide contagiarte del Coronavirus. Estamos viendo cómo cada día muere gente de todos los niveles sociales, después de haber pasado solos la enfermedad y de no haber podido despedirse de los suyos. Eso debería bastarnos para volvernos todos un poco más humildes y para centrarnos en lo que de verdad importa y no en seguir mirándonos el propio ombligo.

      Un fuerte abrazo y gracias por leer y comentar.

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