Medicalizando la Vida

Desde los albores de las distintas culturas que pueblan la Tierra, los humanos siempre hemos luchado contra el dolor, la enfermedad y la muerte. Hemos recurrido a las plantas para elaborar con ellas distintas pócimas y ungüentos con los que tratar nuestras heridas y malestares y, cuando éstas no se nos antojaban suficientes, hemos implorado a los dioses y a la magia para que se obrara el milagro de la curación.

A medida que fuimos evolucionando, algunos individuos de nuestras primitivas sociedades se dedicaron al estudio más minucioso de esas mismas plantas y de los mismos padecimientos que se repetían generación tras generación. Fueron los primeros médicos, aunque ni ellos mismos fuesen conscientes de ello, puesto que eran conocidos como chamanes, curanderos, magos o hechiceros. Pese a que sus precarios conocimientos, basados únicamente en los resultados de las propias experiencias o de las que habían oído relatar a sus predecesores, no podrían considerarse científicos en absoluto, seguramente llegaron a sanar muchas de aquellas heridas y a salvar a muchos de los suyos de una muerte prematura.

A base de acumular conocimientos que un día pasaron del boca a boca al papel, civilizaciones como Mesopotamia, China, Antiguo Egipto, Antigua Grecia o Antigua Roma, establecieron las bases de la que acabaría convirtiéndose, tras siglos de continua evolución, en la medicina que conocemos hoy.

Pero, a diferencia de nuestros ancentros y antepasados, hoy no sólo acudimos a los médicos para conseguir un remedio que nos ayude a paliar el dolor físico o psíquico. También lo hacemos para que nos pongan la tirita antes de que se nos produzca la herida.

Hemos pasado de sufrir por los problemas reales a preocuparnos de aquellos que aún no se han manifestado y a permitir que esa angustia nos provoque otra enfermedad en forma de depresión o de ansiedad.

Este tipo de trastornos han incrementado su incidencia de forma espectacular en las últimas décadas, conllevando un uso desproporcionado de psicofármacos en la población que los padece, que a su vez acaba desarrollando otros padecimientos que son fruto de los efectos secundarios de estos fármacos antidepresivos o ansiolíticos.

Como acostumbraban a advertirnos nuestras abuelas: “A veces es mucho peor el remedio que la enfermedad”.

Cuando leemos historias de épocas pretéritas en las que se describen problemas de salud, sorprende que los males que afectaban a las poblaciones de entonces parecen reducirse a unas pocas patologías para las que, muchas veces, el tratamiento era común: aplicación de emplastos de hierbas o arcillas, cirugía muy elemental, compresas frías para la fiebre, sangrías, semilla de adormidera para el dolor, etc.

¿Puede llevarnos esto a pensar que había menos enfermedades que ahora? En absoluto. Seguramente había las mismas, sólo que antes no consideraban enfermedades todos los padecimientos que ahora entendemos como tales.

Si tenemos acceso a la quinta edición del llamado Manual de Enfermedades Mentales (DSM-V), llegaremos fácilmente a la conclusión de que en la actualidad, quizá tengamos contempladas más enfermedades mentales que físicas. Porque convertimos cualquier pequeña contrariedad en un trastorno psiquiátrico.

Hemos pasado de considerar a los afectados por algún trastorno mental como locos o endemoniados a encerrar en un mundo con paredes de cristal a cualquiera que se vea incapaz de adaptarse a un mundo cada vez más complejo y más despiadado con todos sus habitantes.

Toda la vida ha habido niños solitarios y niños traviesos, pero nunca hasta ahora nos habríamos atrevido a etiquetar a los primeros como antisociales ni a los segundos como hiperactivos. Que nos pongan una etiqueta, lejos de ayudarnos a superar nuestras supuestas limitaciones, lo que hace es que sintamos que tenemos muchas más.

A veces nos olvidamos de que el dolor, la enfermedad y la muerte son inherentes al hecho de estar vivos. A nadie le gusta sufrir, ni sentirse enfermo, ni ser consciente de que, un día u otro, va a morirse. Pero estar vivos implica acceptar esas tres circunstancias.

Acostumbrarnos a desconectar de la preocupación a base de pastillas es una manera muy poco inteligente de enfrentarnos a nuestra propia vida. Porque, pasado el efecto de la pastilla, aquello que nos preocupa seguirá estando ahí, pero además habrá que sumarle el problema de la adicción en la que habremos caído. Las benzodiacepinas, uno de los psicofármacos más prescritos en todo el mundo para paliar los trastornos de ansiedad, son también una de las substancias más adictivas que existen.

Adaptarse a una realidad que cambia a un ritmo nunca antes conocido por quienes nos han precedido no es una empresa fácil. Cada vez nos vemos más obligados a ser más flexibles, a trabajar más rápido, a estar más atentos a estímulos con los que se nos bombardea el cerebro continuamente. Cada vez es más complicado conseguir relajarse, desconectar, poder apagar el móvil y el resto de pantallas que, desgraciadamente, se han convertido para muchos en los únicos paisajes que ven en su día a día. Pero de esto a que se reconozca la existencia de un “trastorno de adaptación” hay un trecho. ¿Hasta qué punto hemos de aceptar como una nueva patología algo que estamos padeciendo todos? ¿Tenemos todos un trastorno de adaptación? ¿Son la mayoría de nuestros niños hiperactivos? ¿Tenemos todos un episodio de depresión mayor por llevar confinados tantos días en casa?

Ponerle un nombre a lo que nos pasa no va ayudarnos a sentirnos mejor. Por el contrario, da pie a que otros traten de hacer su agosto con nuestra “supuesta debilidad”. La industria farmacéutica es la gran beneficiaria de los males físicos y psicológicos de la gente, por lo que le va muy bien que cada vez surjan nuevas enfermedades. ¿Estamos dispuestos a permitir que nos etiqueten con ellas y nos reorganicen la vida a peor?

Ivan Illich fue uno de los fundadores del Centro Intercultural de Documentación de Cuernavaca, en México. De origen austríaco, Ivan fue un hombre polivalente y controvertido, que abrazó muchas disciplinas, siendo muy crítico con todas ellas. Se interesó por la pedagogía, la filosofía, la antropología y la historia, escribiendo diversos ensayos sobre ellas. Uno de estos ensayos fue Némesis médica: La expropiación de la salud. En el capítulo 2 de la segunda parte habla de la Medicalización de la vida y denuncia el monopolio de la medicina, el negocio vergonzoso de las farmacéuticas en torno al dolor de los enfermos y se cuestiona la efectividad de la medicina preventiva, entre otras muchas cosas.

Al margen de quienes seamos y de cuál sea nuestra vida, deberíamos aprender a apropiarnos de nuestra salud y decidir cómo gestionarla. Decidir si queremos resignarnos a vivir como enfermos o como personas que, de vez en cuando, sufren dolor, se enferman y algún día se van a morir, porque por mucho que avance la ciencia, no va a conseguir el milagro de hacernos eternos, ni tampoco deberíamos pretenderlo.

Estar agobiados, tener miedo, sentir que hemos fracasado o no sentirnos capaces de hacer algo no nos convierte en enfermos, por mucho que el DSMV se empeñe en inventar nuevos trastornos cada vez que actualiza sus manuales. Sólo son síntomas de que somos humanos, de que somos tan frágiles que a veces podemos creer que estamos a punto de rompernos, pero afortunadamente, también somos mucho más fuertes de lo que sospechamos y salimos adelante de cualquier situación, por dificultosa que se nos plantee. Porque nunca sabemos lo que somos capaces de hacer hasta que, sencillamente, lo hacemos.

 

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

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