Discapacidad o Diversidad

Cuanto más avanzada es una sociedad, más complejas son las vidas de las personas que la integran y más difícil resulta decidir qué es normal y qué no lo es.

En la época de nuestros abuelos, su existencia cotidiana no era tan complicada como la nuestra, porque en muchas ocasiones, optaban por anteponer lo que se esperaba de ellos a sus verdaderos deseos. Siempre resulta más fácil transitar por un camino ya marcado de antemano que oponerse a ello y tratar de abrir un nuevo camino con las propias manos, arriesgándose a todo tipo de sobresaltos que, de entrada, ni se puede uno imaginar.

El niño o la niña que nacían “diferentes” en el seno de cualquiera de aquellas familias, por el resto de sus vidas serían tratados como seres de otro planeta, con los que no tenían que esforzarse en que aprendieran a valerse por sí mismos porque, daban por hecho, que siempre dependerían de alguien. Tampoco se molestaban en descubrir sus puntos fuertes ni en tratar de potenciarlos, por lo que esas personas nacían y morían discapacitadas, no por sus déficits sensoriales, psíquicos o físicos, sino por la incomprensión y la nula implicación de sus propias familias.

Ilustración de Pixabay sobre las barreras de la discapacidad

Casos como el de Pablo Medina, cuyos padres decidieron tratarle siempre como a uno más de sus hijos, porque entendieron que padecer un síndrome de Down no tiene por qué convertir a nadie en un enfermo  ni en un inútil, nos demuestran que ninguna discapacidad puede privar a nadie de alcanzar sus retos. Pablo logró acabar Magisterio, aunque luego se encontró frente a la paradoja de que en nuestro país se le permite a una persona con discapacidad intelectual formarse como maestro, pero luego nuestras estupendas leyes, le prohíben ejercer su profesión por considerarle no apto.

Pese a todas esas trabas, Pablo Medina supo reorientar su vida profesional y hoy es un referente para mucha gente. Aunque, desgraciadamente, los casos de éxito como el suyo siguen siendo la excepción a la regla.

Seremos muy avanzados y muy modernos para muchas cosas, pero pecamos de analfabetos en muchas otras. Nos pasamos la vida admirando a personas de las que sólo conocemos su faceta pública. Nos encantan su música, sus letras, sus logros científicos o tecnológicos. Pero nunca nos hemos preguntado quiénes son las personas que realmente están detrás de esa imagen pública idílica.

Mientras tanto, no dudamos en mirar de modo discriminatorio a quienes no oyen, a quienes no ven, a quienes padecen autismo o sabemos que tienen reconocida una discapacidad por trastornos raros de la personalidad, del habla, de la psicomotricidad o por hipersensibilidad a los productos químicos. Nos inspiran pena y les vemos como a enfermos, cuando en realidad no lo son. Son personas como nosotros, que han tenido que seguir adelante asumiendo que hay cosas que no pueden hacer, pero sin dejar de hacer otras que no les comportan ningún tipo de problema.

¿Nos hemos atrevido a preguntarnos alguna vez cuáles son nuestras propias discapacidades?

Porque, de seguro, las tenemos y no han de ser pocas. Empezando por los prejuicios y acabando por la falta de empatía.

Un prejuicio nos incapacita para tratar a los demás como se merecen y la falta de empatía nos incapacita para ponernos en su lugar, para ver el mundo con los ojos de alguien que tiene ciertas dificultades a la hora de relacionarse con los demás por su ceguera, su sordera, su movilidad reducida, su hipersensibidad o su realidad paralela a la nuestra.

Al margen de los prejuicios y la falta de empatía, también detectaríamos muchas dificultades para realizar según qué tipo de actuaciones, como la práctica de ciertos deportes, la falta de habilidad para desempeñar determinadas ocupaciones o el analfabetismo emocional para enfrentarnos cara a cara con los problemas que hemos permitido que se enquisten en nuestras relaciones interpersonales. Pero, en cambio, nosotros nos consideramos “normales”.

Muchas de esas personas que admiramos por su música, por sus letras o por sus logros científicos y tecnológicos, en algún momento de sus vidas, han sido etiquetadas de discapacitadas.

Podríamos empezar con Mozart, Beethoven o Johan Sebastian Bach,  seguir con Frida Khalo, Andrea Bocelli o Michael J. Fox y acabar con Stephen Jawking, Steve Jobs o John Nash. La lista podría ser muy larga y, si nos mirasen a todos con lupa, podríamos llegar a formar parte de ella todos nosotros. Porque todos somos incapaces de hacer muchas cosas y no por ello consentiríamos que nos pusiesen una etiqueta.

Pero a las personas que han tenido la desgracia, no de nacer con ciertos déficits o de tenerse que adaptar a ellos tras un accidente o una enfermedad, sino de ser etiquetadas y apartadas por ello, el camino no se lo hemos puesto fácil. El problema no son ellos. El problema son las piedras con las que tropiezan constantemente en sus particulares caminos. Unas piedras que, sin darnos cuenta, les vamos colocando nosotros.

Cada vez que les miramos con pena, cada vez que les hablamos despacio o bajito, como si fuesen incapaces de entendernos, les estamos discriminando. Que alguien use una silla de ruedas para desplazarse no significa que esté sordo ni que no se le puedan encomendar las mismas tareas administrativas que a cualquier otro trabajador de su misma oficina. Una persona es mucho más que aquello que no puede hacer. Se trata de buscar lo que sí puede realizar y no de quedarnos en la superficie, en la etiqueta que hace que le veamos diferente.

En una sociedad tan avanzada como la nuestra, en la que las fronteras físicas parecen estar destinadas a desaparecer, sorprende que aún vivamos encerrados tras tantas murallas mentales. Que aún haya empresas con plantillas que superen los 50 empleados que sólo acepten contratar personas que sufran algún tipo de discapacidad sólo para no incumplir la ley que las obliga a reservar un 2% de sus puestos de trabajo a este colectivo.

No seremos una verdadera sociedad avanzada mientras tengan que ser las leyes las que nos obliguen a actuar, en lugar de adoptar por nuestra cuenta y riesgo políticas de empresa más adecuadas y más consecuentes con la realidad que habitamos. Vivimos en un mundo plural en el que los patrones de las relaciones interpersonales se están transformando en un tapiz multicolor en el que se dan cabida todo tipo de posibilidades.

Ante toda esta diversidad, ¿cabe seguir hablando de una única normalidad estándar? ¿Qué es ser normal y qué puede ser no serlo?

Dejemos de lado las palabras vacías y llenemos nuestros encuentros con otras personas de un lenguaje inclusivo, que nos haga a todos más tolerantes, menos rígidos, más humanos. Einstein consideraba que todos somos genios, pero si juzgas a un pez por su habilidad de trepar árboles, vivirá toda su vida pensando que es un inútil. 

Mentalicémonos de que nadie es inútil si le permitimos que desarrolle las habilidades para las que sí está dotado. Todos tenemos nuestro lugar en el mundo, pero para encontrarlo, habremos de procurar que disminuyan las piedras que, entre unos y otros, no cesamos de arrojarnos mutuamente a nuestros respectivos caminos.



Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749                                      

Comentarios

  1. Tan importante es acoger e interesarse por las personas con algún tipo de discapacidad cómo darles lugar y espacio para que puedan desarrollarse no solo cómo personas sino como razón de ser. Me ha gustado mucho, y creo que lo voy a compartir. Deberíamos involucrarnos más en conocer al que tenemos de frente, en las redes sociales, pero no solo roza el analfabetismo emocional y profesional a lo hora de conocer a alguien, los prejuicios con según qué enfermedades distan mucho de ser una sociedad moderna. Es interesante, ofrecer espacios en los que se puedan desarrollar como humanos que son. Cómo tú, cómo yo.

    Un saludo!!!

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    1. Hola Keren,

      Me alegro mucho de que te haya gustado. Desde que nacemos hasta que morimos, todos necesitamos de todos para desarrollarnos, para aprender a equivocarnos menos, para poder enfrentarnos con éxito a las vicisitudes de nuestro día a día y para hacer nuestra existencia mucho más soportable. Porque la vida no es un camino de rosas para nadie. Pero a veces, los que hemos nacido con más suerte cometemos la torpeza de creernos superiores a aquellos en los que han recaído las peores cartas del destino. Aunque nunca es tarde para que empecemos a aprender de nuestros errores y consigamos, entre todos, un mundo mucho más habitable y empático.

      Un fuerte abrazo.

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