Conocimiento y Poder

Hay libros que, sin pretenderlo, actúan como llaves para mostrarnos las sendas hacia otros libros que nos descubren contenidos asombrosos que, de otro modo, no habrían llamado nuestra atención. Dicen que, a veces, el fin acaba justificando los medios.

Las novelas de ficción no están exentas muchas veces de referencias a personajes que existieron de verdad o a hechos que realmente acontecieron. Basta que alguno de ellos nos pique la curiosidad para que nos animemos a buscar más información y a leer obras que, hasta ese momento, no se nos habría ocurrido leer. Bien porque su temática no se ajuste a nuestras preferencias a la hora de leer o por algún malentendido sobre sus autores que nos haya hecho descartar sus obras sin habernos molestado en preguntarnos  antes por su contenido.

Muchos autores de betsellers consiguen hacerse millonarios gracias al volumen de sus ventas en muchos países, pero cosechan a su vez los recelos y las críticas de aquellos lectores que prefieren calidad a cantidad, cuestionando que un libro que pueda convencer a tantísima gente pueda considerarse verdaderamente bueno. Es la eterna disputa entre mayorías y minorías: lo que piensa todo el mundo nunca convence a las minorías, porque los que integran las minorías tienen criterios propios y le restan valor a lo que convence a tantos.

Si nos atrevemos a alejarnos de los extremos y aprendemos a degustar una obra literaria, independientemente de quien la haya escrito y del número de ejemplares de la misma que haya conseguido vender, empezaremos a disfrutar de verdad de la literatura y, a la vez, conseguiremos ser mucho más tolerantes y empáticos con el resto de compañeros de viaje en esta interesante aventura de vivir.

Como la literatura, cualquier forma de arte siempre ha estado muy cerca de quienes ostentan el poder. Porque los poderosos no se conforman con las riquezas materiales, sino que también aspiran a comprar con ellas lo mejor que puede producir el ser humano.

Basta mirar atrás en la historia para ver cómo, en épocas de gran apogeo cultural, como el Renacimiento, los grandes pintores, escultores y arquitectos siempre estuvieron muy cerca de quienes dirigían el destino de los países en los que vivían. Lo mismo ocurrió en nuestro país con pintores como Velázquez o Goya, siempre tan cerca de los monarcas de la época.

Lo mismo ocurrió con la música. La iglesia y las realezas europeas eran quienes la abarcaban por completo, decidiendo quién triunfaba en ella y quien se hundía en la miseria, en función de los intereses que imperaran en cada caso.

Siglos más tarde, descubrimos horrorizados cómo en la Alemania de Hitler, aquellos nazis que eran capaces de asesinar a sangre fría a ancianos desvalidos, mujeres embarazadas y niños pequeños, también podían emocionarse hasta las lágrimas con las notas de Wagner o admirando una obra pictórica que le hubiesen arrebato a su propietario judío.

La cultura, durante muchos siglos, fue privilegio sólo de unos pocos escogidos. Aquellos que podían pagarla, promocionarla y mantenerla. El pueblo llano, analfabeto y con la sensibilidad endurecida a base de trabajar duro para vivir siempre al límite, no tenía tiempo ni medios para acceder a un mundo que ni sabía que existiera.

Desafortunadamente, la cultura y el arte no son los únicos inventos de la raza humana que sólo estuvieron al alcance de quienes gobernaban el mundo durante demasiado tiempo. El conocimiento, en todos sus niveles, también estuvo reservado a las élites.

Desde los remotos días en que Arquímedes desarrollaba sus proyectos y se sintió obligado a fabricar sus famosas catapultas para permitir que los jerarcas de su época tuvieran más éxito en sus conflictos bélicos con sus vecinos hasta la teoría de la relatividad de Einstein, que acabó sirviéndoles a los americanos para construir la más mortífera arma ideada antes por el ser humano.

El poder siempre se ha apropiado del conocimiento para tratar de controlar a los pueblos que ha dominado.

Cualquier avance en cualquier categoría del saber debería servirnos para mejorar nuestra existencia y liberarnos de muchas de las cargas que, pese a vivir en el siglo XXI, seguimos soportando. Pero el poder lo acaba corrumpiendo todo, porque el problema no es la ciencia, no es la cultura, sino el uso que hagamos de ellas.

Dependiendo de para qué fines la utilecemos, cualquier droga nos puede llegar a curar o a matar. La clave estará en la dosis que tomemos. Del mismo modo, cualquier descubrimiento científico que se haga en un laboratorio, dependiendo de cuál sea su aplicación, podrá facilitarnos mucho la vida o convertirse en nuestro infierno.

En momentos críticos de la historia, se han hecho experimentos en nombre de la medicina que han resultado ser las atrocidades más aberrantes que puede cometer un ser humano contra otro ser humano. Hipócrates se revolvería en su tumba y jamás reconocería como médicos a sus autores.

Los campos de concentración nazis fueron el macabro escenario en el que muchos de esos “supuestos médicos” dieron rienda suelta a sus peores maquinaciones. Desde inyectar gasolina en el corazón de algunos presos para comprobar cuánto tiempo aguantaban vivos, hasta experimentar con recién nacidos gemelos toda clase de macabras intervenciones o tratar de inseminar a mujeres con el semen de un animal. Esas mismas prácticas se repetirían en otros campos de concentración al otro del mundo y por médicos nazis que habían huido a Sudamérica durante las dictaduras militares de Argentina y de Chile.

El robo de niños a las víctimas que asesinaban, encarcelaban o hacían desaparecer para vendérselos a familias afines a estos dictadores fue otra de las prácticas que ejercieron algunos médicos en colaboración con la iglesia. En España, para vergüenza de todos, estas prácticas de robo y venta de recién nacidos se prolongaron hasta bien entrada la democracia.

Los tentáculos del poder son tan extensos que llegan hasta los rincones más recónditos. Y el conocimiento, enredado entre ellos, muchas veces se asfixia antes de haber podido dar sus frutos. Es algo que sigue pasando ahora. Por eso tantos jóvenes sobradamente preparados deciden irse a otro país donde sus investigaciones puedan desarrollarse en un entorno más libre, menos atado de pies y manos, a intereses creados hace tantísimo tiempo que pretenden anclarnos a todos en el pasado, sólo para que unos pocos sigan siendo igual de ricos y sin tener que darle un palo al agua.

La psiquiatría en España, ya antes de la Guerra Civil, con los ideólogos de La Falange, y después con la larga dictadura franquista estuvo liderada por dos señores que se odiaban entre ellos. Uno era Antonio Vallejo Nájera que, además de médico, también era militar. Había participado en las campañas del norte de África y era muy afín al nazismo. Desde 1930 dirigió la clínica psiquiátrica de Ciempozuelos en Madrid y su principal propósito era demostrar que tener ideas de izquierdas era patológico, considerando a quienes las presentaban como miembros de una especie infrahumana. Lo más triste es que, gracias a su alianza con el poder, en 1947, fue nombrado el primer catedrático de psiquitría de la Universidad de Madrid. Alguien como él formando a nuevos psiquiatras explica, en parte, por qué en este país, en salud mental, seguimos estando donde estamos.

El otro psiquiatra era Juan José López Ibor, quien sucedió a Vallejo Nájera en 1960 en la cátedra de psiquiatría en Madrid y Salamanca. Muy crítico con el psicoanálisis y con la visión sociogenética de los trastornos mentales, se dedicaría a la práctica privada de la psiquiatría.

Ambos fueron hombres muy religiosos y muy estrechos de miras con todo aquello que no encajaba en sus planes. Consideraban la homosexualidad como una enfermedad e intentaban tratarla con métodos de lo más traumáticos para sus sufridos pacientes.

Muchas mujeres fueron internadas en este tipo de centros psiquiátricos sólo porque sus maridos se habían cansado de ellas y preferían sustituirlas por sus amantes. Cualquier pretexto era válido en aquellos oscuros años para que alguien acabase encerrado de por vida tras sus muros.

Libros como Los renglones torcidos de Dios de Torcuato Luca de Tena, Tiempo de silencio de Luis Martín Santos o La madre de Frankenstein de Almudena Grandes, pueden ayudarnos a hacernos una idea de lo que significaba para una persona en aquellos años acabar en el punto de mira de psiquiatras como ellos.

Afortunadamente, entre seres tan despiadados y tan extremistas, siempre han existido otros profesionales de la medicina que han sabido empatizar con quienes más sufren y procurarles aquello que necesitan. Gracias a todos esos médicos, enfermeras y auxiliares que nunca salieron en ninguna foto, mientras aquellos que les lideraban se hacían de oro pregonando sus paranoias, la psiquiatría y tantas otras áreas de la medicina han conseguido avanzar. Gracias a toda su empatía con sus pacientes, en nuestro país, hoy nadie corre el riesgo de que le encierren de por vida en ninguna institución de salud mental sólo por sus tendencias sexuales distintas a las que cabría esperar de su género, ni porque tu marido te haya aborrecido y prefiera a su amante más joven y con menos sentido crítico,  ni por tener determinadas ideas políticas.

Aunque, desgraciadamente, aún estemos muy, muy lejos, de que determinadas personas dejen de insultar, desprestigiar y criminalizar la diferencia y la diversidad.

Nos queda mucho conocimiento por conquistar aún y cabría esperar que estuviese desligado del poder, para que nos fuese transmitido de forma genuina, sin aditivos interesados que lo acabasen contaminando y corrumpiendo. Sin filtros que nos condicionasen de ninguna manera. Una sociedad madura debería haber aprendido a separar el grano de la paja por sí misma y decidir ella sola lo que le conviene y lo que no, según sus particulares intereses.

 

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

 

 

Comentarios

Entradas Populares