La Utilidad de las Ideas

Los antropólogos consideran que el pensamiento es la capacidad que nos distingue del resto de los animales. A diferencia de ellos, que actúan por instinto, se supone que a los humanos lo que nos mueve es la razón. Ésta es, al menos, la teoría, y como todas las teorías, nos puede parecer muy acertada, pero sólo hasta que la ponemos en práctica y nos damos cuenta de la cantidad de veces en que parece que nos movemos sin sentido, reaccionando por instinto como el resto de los animales y sin calcular las posibles consecuencias nefastas de nuestros actos.

Lanzarnos a la acción sin meditar de antemano lo que nos proponemos hacer tiene unos riesgos de los que no somos conscientes hasta que nos llevamos la sorpresa del gran batacazo, pero pensarlo todo antes de actuar, anteponer la razón al corazón, ¿es siempre una opción mejor?

Las emociones son como un arma de doble filo: si las controlamos continuamente, corremos el riesgo de parecer demasiado fríos y calculadores, despertando en los demás la desconfianza y el desapego. Pero si las dejamos a su libre albedrío, también corremos el riesgo de resultarles a los demás demasiado intensos al conducirnos sin filtros por la vida.

Quizá la clave esté en encontrar un equilibrio, tratando de aprender a razonar con corazón y a sentir con un poco más de seso? Misión complicada, pero no imposible.

La vida, la miremos por el lado que la miremos, siempre nos resulta a los humanos una experiencia inquietante. Por más que aprendamos de nuestras personas de referencia una serie de estrategias y de pautas para tratar de prevenir los desastres que siempre nos acechan aunque lo hagan en silencio y sin mostrarse visibles, siempre hay días en que la vida puede cumplir con éxito su propósito de sorprendernos. A veces lo hace gratamente, pero otras nos deja muy impotentes. El azar es una variable que no se puede controlar, porque no depende de lo que hayamos o no aprendido ni de nuestra mayor o menor fortaleza ante la adversidad. Simplemente se presenta en medio del camino que transitamos en forma de accidente, en forma de desconocido que nos va a cambiar la vida, en forma de enfermedad, en forma de muerte o también en forma de golpe de suerte. Como cantaba Serrat, “Es caprichoso el azar” y juega con nosotros guardándose la carta en la manga que le permite ganar siempre.

¿De qué nos sirve pensar contra los caprichos del azar?

A priori, nos podría parecer que no nos sirve para nada. Pero esa nada es aún más peligrosa, porque se acaba traduciendo en indefensión y, cuando nos sentimos indefensos, tendemos a abandonarnos a nuestra suerte, a creernos que no tenemos ninguna posibilidad para superar la circunstancia amenazante que nos ha salido al paso. Y esta sensación es aún más peligrosa que esa amenaza que se cierne sobre nosotros. Popularmente, siempre hemos oído decir que la esperanza es lo último que se pierde. Esa esperanza está tejida de pensamientos positivos. Quizá no siempre nos sirvan, porque el destino final nunca se parece al que nos habíamos imaginado, pero al menos nos sirve para no perder el ánimo y continuar batallando hasta el final. Y lo bueno del caso es que, por muy fiera que sea la amenaza a la que nos enfrentamos, sorprendentemente, hay muchas veces en que conseguimos vencerla o no le permitimos que se lo lleve todo y nos deje sin nada.

Hay pensamientos que pueden convertirse en nuestros aliados y que acabamos llevando siempre con nosotros, como los antiguos caballeros portaban su inseparable espada con la que se enfrentaban sin temor a cualquier peligro que les saliera al paso. Pero hay otros pensamientos que también convertimos en perpetuos compañeros de viaje y no hacen otra cosa que ponernos la zancadilla una y otra vez. Los primeros deberíamos conservarlos y fortalecerlos. Los segundos deberíamos estudiarlos y ser capaces de abandonarlos cuanto antes.

Los pensamientos se componen de ideas y esas ideas pueden ser genuinas (las que hemos ido gestando en nuestra mente a partir de las experiencias propias) o heredadas (las que nos han inculcado en la familia y en la escuela). Ambos tipos de ideas pueden ser positivas o negativas, o ser ambas cosas a la vez, dependiendo del contexto y del momento en que las apliquemos.

Teniendo en cuenta que nuestra vida tiene una fecha de caducidad y que, por tanto, cada día que vivimos es un día menos que nos queda por vivir, tendríamos que acostumbrarnos a ser un poco más prácticos y tratar de hacernos los días que nos queden un poco más agradables. A veces culpamos a nuestros compañeros de viaje de la supuesta “mala vida” que llevamos, y no nos paramos a pensar en la cuestionable utilidad del equipaje que cargamos sobre los hombros.

Muchas veces, la vida no nos pesa por lo que nos está pasando, sino por los recuerdos que cargamos del pasado. Un recuerdo no es un fiel reflejo de lo que hemos vivido en un momento puntual, sino revivir la interpretación que nosotros mismos elaboramos de aquel hecho. Esa interpretación, por muy acertada que nos pudiera parecer en aquel momento, ya no nos sirve para el momento actual. Porque si los mismos hechos nos sucedieran ahora, nuestra interpretación sería otra muy distinta. ¿De qué nos sirve, pues, seguir cargando con las emociones que nos produjo aquella interpretación que, hoy reconocemos, no fue tan acertada?

Si una emoción nos hace sufrir, ¿por qué empeñarnos en mantenernos en ella?

Las ideas sólo pueden ser buenas si nos sirven para mejorar nuestro presente. Si nos permiten avanzar hacia nuestros propósitos sin sentirnos culpables ni atados de pies y manos a la hora variar el rumbo dependiendo de lo que nos vayamos encontrando por el camino. Lo bueno de la vida es que siempre resulta imprevisible, porque no podemos saber de antemano lo que nos vamos a encontrar en ese camino que emprendemos, en ese viaje que hemos preparado durante meses o en esa convivencia que nos hemos decidido a estrenar con la persona que queremos. Las ideas que pueblan nuestros cerebros humanos deberían permitirnos la flexibilidad que nos exige la vida a medida que se va haciendo paso en nosotros. A veces nos olvidamos de que somos pura biología y de que la vida transita a sus anchas por nuestros organismos valiéndose de sus minúsculos soldados.

Si una idea se limita a dar vueltas y más vueltas en torno a nuestra atormentada mente recordándonos lo desdichados que somos, el daño que nos han hecho o lo más que hicimos determinadas cosas, ¿tiene algún sentido que le permitamos que nos siga mareando con su círculo vicioso? ¿Por qué no atrevernos a mandarla a paseo?

No podemos quejarnos de una mala suerte que nosotros mismos nos empeñamos en perpetuar con nuestros pensamientos e ideas tóxicas.

No podemos seguir culpando a otros de lo que pasó hace un montón de años o de lo que no hemos podido llegar a ser. Somos los únicos responsables de los sentimientos y pensamientos que nos provoca lo que nos pasa en la vida. Y el tiempo es oro, por lo que deberíamos espabilar un poco y tratar de no seguir perdiéndolo con ideas que ya han caducado, porque ya no nos sirven para seguir avanzando en la vida.

Cometemos el error muchas veces de disfrazar esas ideas inútiles de conceptos igual de obsoletos. Nos encastamos en hablar de “amor propio”, “orgullo” o “dignidad”. Como si los que deciden dejar de amargarse la vida y apostar por no perder el presente fuesen unos indignos, que careciesen de ese amor propio y de ese orgullo que, por lo visto, deberían ser inherentes a todo buen ser humano. No se dan cuenta de que la autoestima no implica dejar de perdonar a los demás, ni de perdonarse a uno mismo.

Todos cometemos errores y todos hemos dicho infinidad de veces cosas que han podido herir a quienes más queremos. Pero los malos entendidos se arreglan hablando, los orgullos ofendidos se calman aprendiendo a ponernos en el lugar de la persona que supuestamente nos ha causado tanto dolor y quienes realmente se quieren a sí mismos hacen lo imposible por no pasar más noches en vela pensando en lo que pudo ser y no fue o lamiéndose  las heridas que les han causado. Si tienen que rebajarse y pedir perdón, lo piden. Si reconocen que son ellos quienes deben perdonar a otros, les perdonan y les vuelven a querer en sus vidas. Pero lo que no hacen es recluirse en sus murallas para protegerse de los supuestos ataques y malas artes de los demás. Porque la idea de apartarse, de bajarse del mundo antes de haber llegado a la última de sus estaciones, es sucumbir en la involución. Y la vida va justamente de lo contrario: de evolucionar, de readaptarse, de abrir la mente en lugar de cerrarla, de encontrar nuevos caminos y de sembrar nuevas ideas que den paso a mentes mucho más libres.

 


Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

Comentarios

  1. Que super artículo amigo, has tocado un tema del que debemos aprender mucho

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