Bloqueándonos la Salida
Cada vez que sentimos que hemos fracasado en alguno de los proyectos que hemos dedicido emprender en la vida; cada vez que nos quejamos de nuestra mala suerte o de lo mucho que nos equivocamos con determinadas personas al confiar ciegamente en ellas o cada vez que optamos por imaginar todo un entramado conspiratorio urdido por quienes no nos quieren demasiado bien o nos envidian para impedir que progresemos en distintos ámbitos de nuestra vida, ¿estamos siendo honestos con nosotros mismos o sólo nos estamos limitando a lamernos las heridas?
Al margen de los motivos que podamos encontrar en el rastreo de las causas de nuestro propio infortunio, las justificaciones que construimos mentalmente para armar con ellas el relato que nos contamos a nosotros mismos, para luego hacerlo extensivo a los demás, más que ajustarse a la realidad, se acaban amoldando a nuestra necesidad de dotarnos de coherencia. Cuando hacemos partícipes a los demás de nuestras desgracias, no buscamos contar la verdad, sino que nos escuchen y nos entiendan, sin juzgarnos por aquello que hayamos hecho o no hayamos llegado a hacer.
Un impecable juego de palabras puede procurarnos esa verosimilitud que nos proponemos mostrar, pero nunca podrá enredar a nuestra mente. Ella es la única que conoce la verdad, pero la muy astuta, sabe cómo disfrazarla y esconderla en sus más recónditos recovecos para que ésta nos resulte inaccesible incluso a nosotros mismos. Y es ahí donde nos encontramos ante la asombrosa paradoja de que, de tanto repetir la misma mentira, acabamos convirtiéndola en una verdad tan irrefutable que es capaz de borrarnos de la memoria lo que realmente ocurrió, esos hechos que tanto nos avergonzaron en su momento, por su crudeza o por su cobardía.
Esas mentiras que llegan a convertirse en verdades a base de contarse tantas veces, puede que nos sirvan para llegar a sentirnos más seguros en determinados ambientes. Puede que nos abran puertas, que nos ayuden a ascender socialmente o a conocer a esa persona especial que, creemos, nunca se habría fijado en nosotros de no ser por esa vida levantada sobre una mentira. Pero, cuando se baja el telón y las luces no nos enfocan, cuando nos desprendemos del maquillaje y de nuestro traje de impostura, ¿podemos realmente dormir tranquilos sabiendo que todas esas personas a quienes hemos conseguido embaucar no nos quieren a nosotros sino a quienes les hemos hecho creer que somos?
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A lo largo de la historia, siempre ha habido grandes impostores que se han hecho pasar por otras personas con distintas finalidades. En ciertas épocas, la existencia de este tipo de comportamientos se han entendido mejor que en otras. El siglo XX, sin ir más lejos, fue un siglo protagonizado por demasiadas guerras en las que no faltaron espías de uno y otro lado de los conflictos. Estas personas se veían obligadas a fingir ser otras para intentar salvar a su país y salvarse a sí mismas de un enemigo feroz al que, de alguna manera, había que tratar de pararle trampas para evitar que resultase ganador.
Otro motivo que ha estado detrás de muchos suplantadores de la identidad de otros, ha sido el móvil económico. Ejemplos de este tipo podemos encontrarlos en las personas que dicen ser hijas de personajes destacados de la realeza o del mundo del arte. Desde quienes han afirmado ser Anastasia, la hija del zar de Rusia, hasta la mujer que, mucho más recientemente, llegó a conseguir que desenterrasen al mismísimo Salvador Dalí para realizarle una prueba de ADN pretendiendo probar una paternidad que, finalmente, resultó no ser tal.
Pero, detrás de estos comportamientos, puede haber motivos mucho más complejos que, aparentemente, no persiguen ni la supervivencia ni el enriquecimiento, sino la necesidad de sentirse alguien más digno de quien se es realmente. Tal es el caso de un nonagenario catalán llamado Enric Marco que, durante buena parte de su larga vida, ha fingido ser otra persona, llegando incluso a la osadía de explicar que había sido prisionero en un campo de concentración nazi, cuando en realidad había estado en Alemania como trabajador voluntario al principio de la dictadura franquista.
En su novela El impostor Javier Cercas trata de narrar la historia de Enric, no sin esconder los reparos con los que el propio autor tuvo que batallar durante años antes de decidirse a escribir su libro. Porque Enric pasó de ser la pieza imprescindible del Amical de Mauthausen al apestado a quien nadie quería volver a escuchar. Porque hacerse pasar por un deportado y erigirse en presidente de una asociación que representaba a todos los deportados españoles en los campos nazis era cruzar una línea demasiado roja. Pero, aun reconociendo su impostura, él no consentía bajar la cabeza, sino que persistía en su argumentación de que, gracias a lo que él había hecho, en España se había recuperado la memoria de aquellos deportados que ya no tenían fuerzas para defenderse con sus propias voces.
El impostor no pretende ser la historia novelada de Enric Marco, sino una radiografía de las construcciones mentales que nos llevan a actuar de una forma o de otra a la hora de presentarnos ante los demás, dependiendo de los intereses que nos mueven en cada caso.
Durante sus primeros cincuenta años, Enric Marco no hizo casi nada que no hubiese podido hacer cualquier otro contemporáneo suyo en una España de postguerra asediada por el hambre y por la represión. Fue un hombre que siempre estuvo con la mayoría, aunque luego trató de distanciarse de ella, porque, llegados al período de la transición, lo que molaba era poder demostrar ante las generaciones emergentes que se había sido un transgresor y que se había pisado la cárcel. Tal vez si su historia se hubiese acabado ahí, nadie le habría tildado de impostor, porque quien más quien menos, eran muchos los que se avergonzaban de pasados que pretendían esconder en el armario o que se aventuraban a dejarlos salir, ahora que la democracia ya no les podía perseguir por sus tendencias sexuales diferentes.
Pero Marco, pasados sus cincuenta años, tuvo el coraje de matricularse en la universidad y ponerse a estudiar historia. Y, al abrir esa puerta, su mundo se transformó completamente, hasta el punto de abandonar a su familia, mudar su lugar de residencia, cambiar de trabajo y crear una nueva familia con una compañera de clase treinta años más joven que él. Para ser honestos, hay que reconocerle a este hombre una capacidad para reinventarse muy por encima de lo habitual. Más teniendo en cuenta su pasado sin madre, su extremada juventud cuando participó en la Batalla del Ebro y todo lo que la vida le fue deparando después.
La carrera de historia le sirvió para documentarse ampliamente de todo lo referente a los campos de concentración nazis y le ayudó a ponerse en contacto con otros historiadores, periodistas, escritores, cineastas y deportados reales. Y esos contactos fueron el impulso que sus hiperactivas neuronas necesitaban para poner en marcha su historia alternativa, una historia que le hizo alcanzar la cima, para después arrojarlo al vacío sin ningún tipo de miramiento.
A lo largo de las páginas de la novela, Javier Cercas no deja de preguntarse si entender una historia o a su protagonista implica justificarles.
La mente humana es demasiado compleja como para pretender explicarla entera. Podemos llegar a entender comportamientos concretos, teniendo en cuenta sus antecedentes y sus consecuencias, pero ello no significa que la persona que, como Marco, ha cometido una impostura tan brutal y tan continuada en el tiempo, no hubiese podido actuar de otra manera partiendo de los mismos antecedentes. Podemos entender que hiciera lo que hizo, pero no debemos compartir lo que él hizo ni mucho menos justificarlo.
Sufrir por el motivo que sea en nuestra infancia o en nuestra adolescencia no nos da derecho a infringir ese mismo sufrimiento en los demás. Que nos hayan mentido, que no nos hayan querido o que nos hayan dejado a nuestra suerte no justifica que nosotros hagamos lo mismo con las personas que más nos importan ni tampoco con aquellas que, aunque apenas conozcamos, nos están brindando su entera confianza.
Optar por disfrazarnos de quienes no somos, por huir de los escenarios en los que nos conocen o por inventarnos pasados que creamos menos vergonzosos, lejos de convertirnos en héroes, son recursos que nos presentan como los peores villanos con los que hemos podido toparnos. Porque los primeros damnificados somos nosotros mismos al bloquearnos nuestra propia mente cualquier salida posible de ese círculo vicioso en el que hemos decidido batirnos en constante duelo con unos singulares molinos de viento que creemos gigantes, tal cual le pasó a Alonso Quijano mientras se hacía pasar por Don Quijote.
Si lo que pretendemos es que nos quieran los demás, lo primero que hemos de hacer es algo tan simple como aprender a querernos a nosotros mismos tal y como somos, con nuestras luces y nuestras sombras. Sin fisuras ni sin peros que valgan. Siempre podríamos ser mejores, pero entonces, no seríamos nosotros.
La aceptación es la base de toda clase de amor. Todo el que necesita mentir para no sentir vergüenza cada vez que se mira en el espejo, lo único que demuestra es que se quiere muy poco. Aunque, como Marco, una vez metido en su personaje, aparente un ego y una seguridad en sí mismo que genere fascinación y animadversión a partes iguales.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Entonces, creo, compañera que nunca mejor dicho "El saber ocupa un lugar" Aunque diría que es al revés ;) A mi la lectura me ha llevado a conocer partes de mi, que no conocía, y sobre todo, a valorar cada estado de mi persona. Aunque muchos no lo entiendan. Perfecta entrada. Un saludo!!!
ResponderEliminarMuchas gracias Keren. Me alegro de que te haya gustado.
EliminarUn fuerte abrazo.