Pensamiento y Personas

 

La psicología científica puede entenderse como un sistema de descripción, explicación y predicción de la conducta. Esta ciencia empírica depende de los datos derivados de la observación y éstos se enmarcan en una metodología que, a su vez, está vinculada a una determinada postura teórica.

¿Qué significa esto en lenguaje más comprensible? Pues que cada profesional de la psicología va interpretar los hechos según los métodos que utilice para estudiarlos y la teoría en la que se sustenten sus conocimientos.

Así, un problema de ansiedad no va a ser enfocado de la misma manera desde una perspectiva cognitivo-conductual que desde otras como la psicoanalítica o la sistémica. En función de la interpretación que hagamos del problema que padece una persona, los tratamientos a aplicar pueden ser muy dispares, aunque con todos se persiga el mismo fin: la superación de ese problema.

Si las personas fuésemos tan simples como las máquinas, a la hora de solucionar nuestros problemas todo sería mucho más sencillo, porque entonces sólo cabría una solución posible, independientemente del lado del que estudiásemos la máquina. Sólo se trataría de detectar qué cable se ha desconectado, qué engranaje se ha quedado bloqueado o si el motor se ha quemado. Las máquinas sólo entienden el lenguaje de los unos y los ceros, del encendido o apagado, del funciona o no funciona. No conciben una realidad intermedia. Las personas, en cambio, sí abonamos un extenso espacio para cultivar la duda, la sorpresa, los matices, las reacciones inesperadas, lo inconcebible, la contradicción tan típicamente humana.

De ahí que nuestro pensamiento, ya desde la antigüedad, nos haya dado para tanto. Cuanto más sabemos de nosotros mismos, parece que más necesitamos saber. Y cada paso que damos en esa eterna búsqueda nos lleva a ser más complejos para nosotros mismos y para los demás. Quizá esto explique por qué nos cuesta tanto llegar a entendernos entre nosotros.

 

                                                       Imagen encontrada en Pixabay

“El corazón tiene razones que la razón no entiende”. ¿Cuántas veces habremos oído esta famosa frase de Pascal? Casi siempre recurrimos a ella cuando tratamos de explicarnos el comportamiento de alguna persona de la que sospechamos que ha perdido el sentido común porque no podemos explicarnos cómo puede actuar de esa manera si tenemos en cuenta cómo se ha venido comportando con anterioridad.

Algunas veces confundimos una faceta concreta de una persona con cómo es ella siempre. Porque alguien se muestre en su trabajo como una persona responsable y metódica no implica que en su vida personal se tenga que comportar de la misma manera. Es más, a veces nos podemos encontrar con que personas que se exigen mucho a sí mismas en su entorno laboral, después en su vida privada viven en un verdadero caos.

Una persona es tantas personas como el número de personas que la conocen, porque no encontraremos a dos de ellas que la interpreten de la misma manera. Cada una de nuestras relaciones interpersonales nos lleva a comportarnos de una determinada manera, dependiendo de los intereses que tenemos en común con cada persona en cuestión. Esto no tiene nada que ver con la impostura, sino con la adaptación. Nos amoldamos a la persona con la que nos relacionamos y ella se amolda a nosotros, creando entre las dos un espacio único en el que poder hablar de aquello que nos une, ya sean sentimientos muy profundos o aficiones muy superficiales. Con nadie más mostraremos esa faceta nuestra, porque la habremos creado exclusivamente para ella. Es lo que ella habrá hecho aflorar de nosotros.

¿Cuántas veces habremos oído decir aquello de: “Tú sacas lo mejor de mí” o “Gracias a ti, soy mejor persona”?

Hay personas que tienen la capacidad de hacernos mejores personas, mientras que otras se hacen expertas en conseguir justo lo contrario. Todo va a depender de las experiencias que ellas hayan vivido anteriormente con personas a las que cataloguen “como nosotros” y de las experiencias que nosotros hayamos vivido con personas que cataloguemos “como ellas”. Y aquí juegan un papel fundamental los prejuicios. La manía de juzgar por una determinada apariencia física, o por una ideología concreta, o por un comportamiento puntual. Meter a todo el mundo en el mismo saco nos lleva a perder demasiadas buenas oportunidades de conocer a personas que nos podrían abrir las puertas de realidades que nos sorprenderían y nos permitirían aprender muchas cosas.

Pensar por nosotros mismos nos puede llegar a hacer más libres si somos capaces de desprendernos de todo el lastre que nos ha impedido desenvolvernos con mucha más seguridad (los prejuicios, el miedo a fracasar, la baja autoestima, el autoconcepto distorsionado, el sentimiento de inferioridad, los pensamientos intrusivos, las obsesiones, los recelos o la desconfianza). Si abrimos la mente y tratamos de aceptar todo lo que nos pase, entendiéndolo como una oportunidad de ser mejores para nosotros mismos y para los demás. Si nos atrevemos a cultivar la empatía, la tolerancia y el respeto, y somos capaces de desterrar el orgullo, la altivez, los mensajes del tipo "porque yo lo valgo" y las actitudes del tipo "mirar por encima del hombro" a quienes, injustamente, consideramos inferiores.

Pero, guiándonos por nuestros propios criterios a la hora de pensar, también podemos acabar estrellándonos frente a un muro de intransigencia, si no aprendemos a controlar nuestras emociones y no desarrollamos el sentido de autocrítica. Admitir que nos hemos equivocado no nos convierte en personas más débiles a los ojos de las demás. Más bien al contrario: les permite a las demás descubrir nuestra faceta más humana. La soberbia, el atacar para defendernos del ataque que aún no se ha producido, la insistencia en llevar la razón aunque sepamos que no la tenemos, el no dar nuestro brazo a torcer cuando sabemos que hemos perdido o el recurrir a las huidas hacia adelante cuando creemos que ya no hay más salidas posibles, lejos de dignificarnos, son recursos que nos llevan a caer en picado ante los ojos de los demás.

Es evidente que cada uno tenemos derecho a pensar lo que nos dé la gana, a abrazar la ideología política que mejor se ajuste a nuestra propia concepción de la política, a creer o no creer en determinado Dios y a entender nuestra vida como mejor nos convenga. Pero nada de todo eso es incompatible con que podamos relacionarnos con personas que tengan otras concepciones de la vida y profesen ideologías distintas si somos capaces de construir con ellas un espacio propio en el que entendernos y enriquecernos mutuamente.

 

Estrella Pisa                                                                                                                                               

Psicóloga col. 13749

                                                                                                                                                                     

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