Matándonos de Amor
A veces los humanos podemos llegar a ser tan contradictorios que somos capaces de arriesgarlo todo por una idea mal interpretada o por un sentimiento desbocado que nos acaba arrastrando por el más accidentado de los cauces posibles.
Nos gusta presumir de nuestra supuesta inteligencia, de no temer la ira de Dios alguno, de sentirnos progres, de saber separar los poderes de la razón de los del corazón y de no dejarnos manipular por nada ni por nadie. Pero, a la hora de la verdad, resulta que nunca hemos estado tan influenciados por los poderes de la propaganda como en los tiempos que corren. ¿Cuándo habíamos necesitado fijar nuestra atención en tantos “influencers” como ahora? ¿Cuándo antes habíamos estado tan pendientes de fechas que hemos consentido en etiquetar como importantes, cuando sólo son un reclamo para que consumamos más volviéndonos locos por comprar cosas que, en el fondo, sabemos que no necesitamos?
La Navidad, en las últimas décadas, se ha acabado convirtiendo en una de esas fechas en las que parece que lo que impera es perder el sentido común para celebrarla por todo lo alto, como si no hubiera un mañana. Así, ha perdido todo su sentido original para convertirse en una excusa para simular que todos nos queremos mucho más de lo que pensamos. Pero, pasada la primera semana de enero, los sentimientos se desinflan y volvemos a ser los mismos individualistas que somos, olvidándonos de que formamos parte de esa familia por la que días atrás no hemos tenido inconveniente en gastarnos lo que no teníamos ni en recorrer largas distancias geográficas y emocionales. Porque en todas las mesas de Navidad, siempre hay relaciones que penden de un hilo, viejas heridas que se disimulan en el momento de los encuentros, pero que no pueden evitar ir abriéndose de nuevo a medida que va subiendo nuestra tasa de alcohol en sangre y se desinhibe nuestro propósito de darnos una tregua por no arruinarle la celebración a los anfitriones de la fiesta.
¿Por qué hemos de condicionar nuestra capacidad para intentar demostrar que nos queremos a determinadas fechas del calendario?
¿Por qué tenemos que reservar para la noche de Navidad la excepcionalidad de reunir a nuestra familia entorno a una mesa? ¿Acaso el resto del año dejan de importarnos? ¿Acaso no es más importante el cumpleaños de cada uno que el de una persona que vivió hace dos milenios y de la que sólo sabemos por la propaganda que le han estado dando las autoridades eclesiásticas durante todo ese tiempo?
En pleno siglo XXI y con buena parte de la población nuestro país declarándose no creyente ni mucho menos practicante de religión alguna, sorprende la polémica que se está desatando en los medios y en el escenario político sobre la conveniencia o no de esas reuniones familiares por Navidad. Si en condiciones normales ya nos contradecimos al darle tanta importancia a una fecha que conmemora el origen de unas creencias que muchos ya no abrazamos, en plena pandemia de un virus que no tiene ninguna prisa por dejar de matar a nuestros mayores, ni a nuestros sanitarios, ni a personas de cualquier edad que tengan la desgracia de tener un sistema inmunitario más debilitado, ¿qué sentido tiene que nos empeñemos en celebrar al precio que sea la controvertida Navidad?
Si nuestros padres pasan solos todas las noches del año, ¿qué más nos dará que pasen solos también la Nochebuena? Mas cuando sabemos que, animándoles a que la pasen con nosotros, vamos a exponerles a que pueda ser su última cena en familia.
El verdadero amor por quienes queremos no se demuestra obedeciendo los imperativos de un calendario, sino encontrando tiempo durante el resto del año para compartir momentos que disfrutemos junto a esas personas. A veces una simple llamada telefónica puede tener mayor efecto en nuestros mayores que llenarles la casa de gente alborotada una noche al año que sólo sirve para dejarles la casa hecha una pena después de haberse pasado días y muchas horas comprando, cocinando y limpiando, para que todo estuviese a gusto de todos y sentir, como cada año, que tanto esfuerzo no ha merecido la pena porque siempre habrá quien se habrá molestado con los demás, o quien critique la comida, o quien empiece a alardear de las virtudes que no se le ven por ningún lado. Si, después de aguantar ese vendaval que arrasa con la tranquilidad y el sosiego de sus acostumbradas rutinas, encima les servimos de postre el coronavirus, ¿qué clase de amor les habremos demostrado a nuestros padres o abuelos?
Si durante el resto del año somos capaces de despreocuparnos de la familia y de encerrarnos en nuestros propios egos, démonos permiso para seguir siendo egoístas en Navidad y dejemos tranquilas a esas personas que tanto nos quieren. No tenemos ningún derecho a matarlas a besos, nunca mejor dicho.
Reservemos nuestros abrazos y nuestras celebraciones para cuando toda esta pesadilla de la pandemia haya pasado. No nos enrabietemos como los niños pequeños cuando quieren algo y sus padres se lo niegan. Ya no somos niños pequeños. Cuando nos da la gana, bien somos capaces de entender y de hacer entender a otros las situaciones que tenemos que tratar de afrontar por mucho que nos incomoden. No nos obsesionemos con el árbol de Navidad. Cuando pase diciembre llegarán las vacunaciones y, en unos meses, iremos recuperando nuestra libertad para emocionarnos abrazando a los demás. Entonces entenderemos que el futuro es como un inmenso bosque de posibilidades del que ahora sólo queremos ver un único árbol.
Vendrán más días para celebrar en los que nuestras muestras de afecto ya no llevarán implícita una condena a muerte para los que amamos.
Démosle la vuelta a nuestros planteamientos y entendamos que tal vez la vida, con la amenaza de este virus, nos está brindando la oportunidad de reordenar nuestra escala de valores y nuestras prioridades. Lejos de arriesgarnos a celebrar esta Navidad en familia porque tal vez pueda ser la última Navidad para alguno de sus miembros, bien haríamos en pensar que no la hemos de celebrar para asegurarnos poder celebrar la VIDA el día que podamos volver a encontrarnos a cara descubierta y fundirnos en el abrazo más sincero que nos habremos regalado jamás.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749
Hola! Como te comentaba en bloguers, el amor es para dedicarlo los 365 días del año, y si estas fiestas no podemos como deberíamos no hay que dramatizar.
ResponderEliminarFelices fiestas!
Coincido plenamente con lo que dices, Yolanda. Un abrazo y felices días.
Eliminar