Comunicación y Cultura

 

La vida es fruto de un deseo de comunicarnos. Desde las primeras amebas en las que podemos encontrar el origen de la biología en nuestro planeta, la necesidad de conectar con otros seres vivos se nos ha impuesto como la única opción de supervivencia y ha acabado dando sentido a nuestras vidas.


Las diferentes culturas en las que nos hemos desarrollado los humanos se han ocupado de inculcarnos esa necesidad de descubrir a otros iguales y de compartir con ellos lo que sabemos, permitiendo que nos transmitan lo que ellos saben.
Gracias a ese continuo traspaso de información, hemos conseguido ser más inteligentes y más fuertes al disponer de los recursos necesarios para avanzar sin miedo en un viaje interminable que nos ha traído hasta el siglo XXI, pero que no se detiene ni deja de incorporar nuevos viajeros, con bagajes de conocimiento y de energías que nos permitirán seguir evolucionando hacia las sorpresas que nos acabará deparando el mañana.


Para el antropólogo Leslie A. White la cultura es el conjunto de actividades que el hombre realiza para su supervivencia como especie, constituyendo un conjunto de instrumentos y valores que le dan autonomia frente a la naturaleza, al mismo tiempo que integran esas actividades en una unidad de sentido.

Pese a que, al menos en apariencia, todos los humanos somos iguales, dependiendo de dónde hayamos nacido y crecido, habremos aprendido un idioma o dialecto concretos, nos habremos adaptado a unas circunstancias determinadas, adoptando unas costumbres singulares, adquiriendo unas habilidades relacionadas con lo que se espera de nosotros y abrazando unas creencias en entes sobrenaturales que nos permitirán sentirnos más o menos protegidos. Todo ese legado que nos es transmitido por nuestros mayores y por el entorno en el que se suceden nuestros días desde la cuna es lo que entendemos por nuestra cultura. Una cultura que puede tener tantas normas explícitas como implícitas, porque muchas veces aprendemos más por lo que vemos hacer a otros que por lo que nos cuentan con palabras.

Pese a las distancias geográficas que separan a diferentes culturas, cuando nos encaminamos hacia atrás en la historia, descubrimos muchas veces cómo, en la misma época, culturas que no tenían nada que ver unas con otras y cuyos miembros era imposible que hubiesen podido contactar unos con otros por vivir a miles de kilómetros en tiempos en que ni siquiera la rueda se había inventado aún, habían inventado utensilios muy similares para manejarse en su cotidianeidad y descubierto prodigios como el fuego, la agricultura o la domesticación de animales que les pudiesen proveer de huevos, leche o carne con frecuencia, que les permitiese dejar la vida nómana para poder establecerse en un lugar estable y protegido.

A  medida que esas primeras sociedades fueron evolucionando al incorporar elementos cada vez más sofisticados como el arado, la alfarería o la navegación también descubrieron nuevas necesidades que les acabaron abriendo nuevas puertas. Una de esas necesidades fue la del comercio. La posibilidad de canjear productos que tenían en abundancia por otros que no conocían o que escaseaban, les permitió dar un paso de gigante hacia el progreso

Ruinas de la ciudad griega d'Emporiom

Gracias al comercio, un día llegaron los griegos a Empúries y contribuyeron a que los pobladores autóctonos, los llamados indiketas,  aprendieran muchas cosas que desconocían y descubrieran que había más mundo que el que ellos habitaban entre sus chozas excavadas en la tierra.

Gracias a aquellos comerciantes griegos descubrieron el gusto por las cosas bellas, por el vino, por las conservas de pescado, por la poesia, por la música, por otra forma de construir sus casas, por su habilidad para sacar estatuas impresionantes de los callados bloques de mármol que hacían traer desde islas tan lejanas, por maneras distintas de despedir a sus muertos y de honrarlos con generosas ofrendas. Los griegos también les dieron a conocer a sus dioses y les hablaron de Asclepios, su dios de la medicina, al que no dudaron en dedicarle un templo cerca del ágora, donde los pobladores de la Empúries griega acudían buscando remedio para sus males. Con los griegos llegó la civilización y, tras ellos, se decidieron a venir los romanos, aunque con intenciones bastante menos altruistas. Ellos no querían vender ni comprar nada. Lo que pretendían era conquistar nuevos territorios que hicieran cada vez más grande y temible su imperio emergente.

Tras siglos de interminables batallas, conspiraciones, abusos de poder y demasiada sangre derramada por el golpe de sus espadas, el sacro imperio romano empezó a decaer, primero en occidente, para dar paso a los primeros reinos de pueblos bárbaros y, siglos después, en oriente, con la caída de Constantinopla. Pero otros pueblos les tomaron el relevo creando nuevos imperios a base de más sangre derramada en pos de otros emperadores, otros papas u otros dioses.

Mientras muchos hijos de esas culturas tan diversas se afanaban en guerrear o en procrear sin descanso para assegurar valientes herederos que mantuviesen y expandiesen en un futuro cercano sus territorios, otros hijos de esas mismas culturas se ocupaban de escribir las crónicas de cuanto acontecía a su alrededor; o de aprender a esculpir la piedra; o perfeccionaban armas de guerra para ser más efectivos en futuras batallas;  o estudiaban los astros del cielo en noches despejadas; o copiaban manuscritos rescatados de la Antigua Biblioteca de Alejandría para que los estudiosos de la época pudiesen seguir teniendo acceso a los conocimientos de los clásicos; o experimentaban con pigmentos de plantas o moluscos para crear tintes que dignificasen más sus ropajes; o estudiaban medicina a escondidas de los inquisidores atreviéndose a practicar autopsias a cadáveres; o arriesgaban sus vidas y las de los hombres que tenían bajo su supervisión levantando bloques de piedra para construir imponentes catedrales que, en nuestros días, nos siguen pareciendo verdaderas joyas del ingenio humano.

Detalle de la Catedral de Palma de Mallorca

Gracias a todo ese conocimiento acumulado y preservado durante toda nuestra andadura sobre la tierra, hoy somos quienes somos. De no haber aprendido a comunicarnos con otros, nada de lo que hemos hecho posible existiría. Es evidente que nosotros tampoco.

Sin comunicación, ningún humano sobrevive. Tampoco ninguna cultura.

Otro antropólogo de nuestro tiempo, esta vez Clifford Geertz, define la cultura como la red de significación que tejemos sobre nosotros mismos. Visto así, tal como afirma Sarah Sanderson King en su libro “La comunicación humana como campo de estudio (1989), podríamos afirmar que las comunicaciones que establecemos con nuestros semejantes a través del lenguaje, el arte, la música, la danza, la escritura, el cine o el software que utilizamos en nuestros ordenadores, son las herramientas que los seres humanos usamos para interpretar, reproducir, mantener y transformar dichas redes de significado.

El teórico de los medios de comunicación Lee Thayer apunta que “ser humano es estar en comunicación dentro de alguna cultura humana, y estar en una cultura humana es ver y conocer el mundo – para comunicarse- de forma que a diario se reproduzca esa cultura particular”.

Por último, el antropólogo Edward T. Hall afirma que “la comunicación constituye la esencia de la cultura y, en realidad, de la vida misma”.

Llevamos en nuestro ADN la necesidad de aprender de los demás y la de enseñar a otros al mismo tiempo, la de intercambiar con otros lo que tenemos, la conectar con otros aunque estén a miles de kilómetros de distancia.

Internet es, con diferencia, el instrumento más ambicioso que la mente humana ha podido diseñar hasta ahora, pues nos permite acceder a casi cualquier persona y cualquier conocimiento sin necesidad de movernos de casa. Si, en los siglos futuros, los antropólogos del mañana estudian esta cultura generalizada que se ha creado en la aldea global a la que ya pertenecemos muchos de nosotros, serán capaces de trazar una línea que marque el antes y el después de la era de internet. Porque, sin duda, considerarán que entre finales del siglo XX y las primeras dècadas del XXI habremos dado saltos de gigante en nuestra evolución como especie, revolucionando para siempre las formas de comunicarnos.

 

 

 

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

 

Bibliografía consultada:

La ciencia de la cultura- Leslie A. White –1949 – Edición de Círculo Universidad- Círculo de Lectores- 1988

La era del acceso- Jeremy Rifkin- Paidós Estado y Sociedad- 2000

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