Desaprender: la Receta Mágica

 

Cuando hablamos de Educación muchas veces cometemos el tremendo error de pensar que ésta ha de quedar relegada al ámbito académico. Así, si un niño o un adolescente incurre en comportamientos que no se ajustan a lo que sería deseable, no dudamos en culpabilizar al equipo docente del colegio o instituto en el que el sujeto estudia. Este siempre es el camino más fàcil cuando nos encontramos ante un problema: buscar culpables, en lugar de centrarnos en buscar soluciones.

La tarea de un docente es impartir conocimientos a sus alumnos para dotarlos de un bagaje que les servirá de por vida en su andadura por los mundos que decida explorar por sí mismo. Si no nos preocupamos de consolidar esa base, difícilmente seremos capaces de construir nada sólido que pueda perdurar en el tiempo. Pero no debemos olvidar que, para asegurarnos la consolidación de esa base de conocimientos, desde la família en la que crecen esos educandos, no se puede descuidar la otra educación: la que se imparte desde la cuna a base de ejemplos de conductas de los padres o cuidadores en las que los niños se miran constantemente.


Imagen de Pixabay

Si un niño crece en un entorno que le resulta hostil, tiene las mismas posibilidades de convertirse en una víctima que en un verdugo, porque acabará imitando lo que ve y adoptando los roles que ve en sus referentes adultos. Aprenderá a sobrevivir dando pena o dando miedo, porque es justamente lo mismo que le han hecho sentir a él.

Cuando alguien se acomoda en el rol de víctima le puede llegar a resultar muy complicado lograr abandonarlo, aunque las condiciones en las que viva mejoren considerablemente y las personas que la acompañen en el presente tengan comportamientos completamente distintos a los de las personas que la acompañaban durante su infancia o adolescencia. Del mismo modo, cuando alguien adopta la estrategia de hacerse el duro y el violento para salir del paso en las situaciones que le incomodan, difílmente puede acostumbrarse a desarrollar roles más saludables cuando sus circunstancias mejoran.

Si ese mismo niño crece en un ambiente de sobreprotección, tendrá las mismas posibilidades de convertirse en un niño inseguro y débil que en un niño prepotente y manipulador. Sentirnos demasiado protegidos por nuestros adultos de referencia puede crearnos inseguridad al generarnos dudas de si, más adelante, seremos capaces de hacernos cargo de nuestras propias vidas por nosotros mismos, sin tener que seguir recurriendo siempre a otros que nos saquen las castañas del fuego. Pero también esa sobreprotección puede conducirnos a creer que nos lo merecemos todo por nuestra cara bonita. Que siempre tendremos a alguien a quien manipular para que acabe haciendo lo que necesitemos que haga por nosotros. Ese sentirnos demasiado seguros nos convertirá en personas temerarias e irresponsables, sin sentido de la decencia ni de la justícia.

Podemos encontrar ejemplos de estos cuatro tipus de personas en todos los ámbitos sociales, con independencia de su estatus económico y académico. Porque, cuando falla la educación que se ha de recibir en el ámbito familiar, por muchos conocimientos que haya adquirido esa persona y por muchos puestos que haya escalado en el sector en el que se haya formado, carecerá de los valores esenciales para poder mostrarse como una persona realmente segura de sí misma y de lo que siente.

En la vida nos encontramos demasiado a menudo en encrucijadas que nos obligan a decidir si tomamos una dirección o la contraria, como si el hecho de recorrer un camino nos privase de recorrer otro en otro momento, como si no tuviésemos derecho a cambiar de opinión, a desandar parte de un camino para adentrarnos en el otro. Esa rigidez de miras, esa absurda tendencia generalizada de optar por los extremos, huyendo de los términos medios y de los puentes que nos unen, nos lleva en demasiadas ocasiones al desastre. Porque cada vez que fracasan nuestros intentos de entender lo que se nos resiste, optamos por huir, dejando montones de cadáveres en nuestros singulares armarios. Preferimos no ser a admitir que somos como no nos gusta ser e intentar emprender la odisea de mejorarnos a nosotros mismos. Mejor solos que mal acompañados, nos excusamos con demasiada frecuencia. Cuando lo que no nos atrevemos a decir es: “Tengo miedo de que me vuelvan a hacer daño, porque no sé cómo enfrentarme a lo que no domino”.

Los conocimientos académicos se pueden adquirir en cualquier etapa de la vida. Está demostrado que, cuando alguien tiene claro que quiere estudiar una materia concreta y está dispuesto a invertir buena parte de su tiempo en ello, tarde o temprano, su perseverancia le conduce a lograr su objetivo.

Pero, cuando lo que falla es la educación de base, el reto es bastante más complicado. Cuando este reto se enfrenta en edades tempranas resulta más sencillo, porque a la persona afectada no le ha dado tiempo a instaurar unos hábitos de conducta concretos y éstos se pueden modificar, siempre que contemos con la colaboración de la familia y de los profesores. Cuando la persona en cuestión es adulta, las dificultades crecen y se hace necesaria la intervención de profesionales de la psicologia o de otros ámbitos relacionados. Porque la persona debe estar dispuesta a embarcarse en la tarea de desaprender todas aquellas convicciones y conductas que ha ido incorporando a lo largo de los años y que sólo le han servido para complicarle cada vez más su existencia.

Muchos casos de violencia de género son el desenlace de historias en las que la víctima no ha aprendido nunca a quererse ni a respetarse a sí misma. Bien porque en su infancia haya sido testigo del sufrimiento de su propia madre o porque haya crecido interiorizando mensajes equivocados con los que alguien trataba de inculcarle que “las mujeres son inferiores a los hombres, a los que deben obediencia y respeto, aunque no lleven la razón. Que según que conductas no son propias de mujeres decentes, que las tareas de la casa y el cuidado de los hijos son exclusivas de las mujeres o que el hombre es quien debe mantener a la mujer y tratarla como a su princesa”.

Y podemos pensar: ¿cómo alguien que ha visto a su madre sufrir a manos de su padre, puede acabar repitiendo el mismo patrón con su pareja? Muy sencillo: porque puede entender el sufrimiento de su propia madre, pero nunca ha tenido la oportunidad de aprender otro rol distinto al que adoptaba su madre. Aprendemos viendo cómo actúan nuestras personas de referencia. Si ellas se equivocan, también nos equivocaremos nosotros, por mucho que creamos que nosotros controlamos la situación y que nos engañemos pensando que somos nosotros los que hemos provocado a quien nos insulta, nos golpea o nos hace sentir como un despojo.

De ahí que la re-educación se haga imprescindible en estas personas para dotarlas de los recursos que no tienen para salir del círculo vicioso en el que se hayan atrapadas. Enseñarlas a desaprender lo que aprendieron de forma inadecuada y a aprender a interpretar lo que sienten y lo que les está pasando en la vida de una manera mucho más constructiva y saludable.

Los niños son como esponjas que lo absorben absolutamente todo. Son capaces de aprender la bondad, la apreciación de la belleza, el sentido del deber, el respeto, el amor o la importancia de ayudar a los demás, pero también son muy capaces de adoptar la maldad, el desprecio, la irresponsabilidad, la violación de los derechos de los demás, el odio o la violencia. Cierto es también que la educación por sí sola no determina el modo cómo un niño se acabará desarrollando en la vida. No podemos obviar la influencia genética. Pero, si estamos ante un niño que, ya desde muy pequeño, muestra rasgos no demasiado recomendables, lo último que deberíamos hacer es reírle las gracias. Hay padres o abuelos que a veces encuentran muy divertido que un niño que apenas sabe hablar bien ya diga tacos y le animan a que los repita. Otros padres pueden machacarles continuamente con mensajes del tipo: “si en el cole te atacan, tú te defiendes golpeando más fuerte”. Esas reacciones lo único que hacen es contribuir a que el niño en cuestión interiorice el mensaje de que lo que hace es lo correcto y, evidentemente, lo siga repitiendo y perfeccionando para conseguir más risas de aprobación a su alrededor.

Educar para la vida es una tarea muy compleja, que requiere de mucho esfuerzo y perseverancia. Es importante mentalizarnos de que partimos del hecho de que, por muy hijos que sean, no nos pertenecen ni hemos de permitir que deriven en prolongaciones nuestras. El objetivo a alcanzar es su independencia, no sólo física, sino también emocional. Que se conviertan en personas con recursos suficientes para librar sus propias batallas y derribar sus propios miedos. Que sean autosuficientes y se determinen a tomar sus propias decisiones, aunque se acaben equivocando, pues la equivocación es la mejor manera de aprender lecciones nuevas.

Lejos de tratar de protegerlos ubicándoles en los extremos, enseñémosles el valor de tender puentes, de empatizar con lo que les resulte diferente, de respetar aunque no entiendan lo que ven, de preguntar antes de juzgar, de admitir un error antes de tratar de endosárselo al compañero, de amar con los ojos abiertos, conscientes de los defectos del otro y sin pudor alguno a mostrar los propios.

 

 

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

Comentarios

  1. Un gran artículo, ¡pero qué complicado desaprender cuando ya se es adulto! Como bien vas señalando, de pequeños hay mucho más que hacer que intentar cambiar después lo que se ha interiorizado de mayor.

    ResponderEliminar
  2. Muy cierto, Estefanía. Los viejos hábitos se apoderan de nosotros y nos cuesta muchísmo cambiarlos. Pero la esencia de la vida es precisamente el cambio constante.

    Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas Populares