Renaciendo de nuestras Cenizas
El pueblo costero de Ise, en Japón, es el equivalente a la
Meca de los japoneses, ya que alberga el santuario sintoísta más importante de
todos. Este santuario tiene más de dos mil años, pero se destruye y reconstruye
cada veinte años, en un intento de cambiarlo todo, para que nada cambie en
realidad.
Una de las dependencias del Santuario de Ise- Foto encontrada en PxHere |
En
Europa sería impensable que nos planteásemos destruir una catedral para
reconstruirla cada veinte años, entre otras cosas porque necesitaríamos
invertir muchísimos años más para levantar de nuevo esos pilares de piedra,
esculpir esas esculturas, diseñar y colocar esas impresionantes vidrieras o
fabricar todo el mobiliario que la hiciera más acogedora a sus visitantes.
Pero, a diferencia de las
catedrales e Iglesias a las que estamos acostumbrados en el mundo occidental,
el santuario de Ise irradia sencillez. Para su construcción, utilizan leña del
bosque que lo rodea, sin recurrir a los clavos ni a ningún otro elemento
metálico para reforzar su estructura. Siguen las instrucciones y la manera de construir tradicional de hace
miles de años, sirviéndose de cuerdas shimenawa, que hacen trenzando paja de arroz
y con las que marcan objetos o territorios sagrados. Es por ello que, aunque
cada veinte años, sus visitantes contemplen un santuario nuevo, tienen la
sensación de estar contemplando el mismo santuario de siempre, porque su
esencia sigui siendo la misma.
De la misma manera que un
santuario puede reconstruirse cada cierto tiempo sin perder su esencia
original, las personas también podemos reinventarnos
cada vez que nos encontramos frente a un precipicio que amenaza nuestra
continuidad.
Hay quienes sucumben al estrés
o al miedo y acaban cayendo en trampas que no les permitirán avanzar hacia
adelante, quedándose irremediablemente rezagados del resto. Suelen ser personas
que, temiendo no ser capaces de afrontar más cambios en sus vidas, deciden
recluirse en sus espacios seguros, viviendo más de recuerdos que de esperanzas,
aferrándose a objetos o a personas que les ayudan a mantener su equilibrio
interno.
Pero
la mayoría de las personas apuestan por arriesgarse, aferrándose al presente y determinándose
hacia el futuro. Conscientes de que el tiempo pasa y no se
detiene ante nada ni ante nadie, aprenden a aceptar la adversidad como parte
inherente de la vida. No dudan en bailar con la lluvia, ni en servirse del
sentido del humor para rebajar las tensiones cotidianas, ni en desoir el dolor,
la desgana o el pesimismo cada vez que se enfrentan a situaciones críticas que
les vuelven a poner a prueba. Y es así como, una y otra vez, renacen de sus
propias cenizas para seguir siendo quienes son, pero con bríos renovados.
Constatemente
nos vemos obligados a cambiar para que nada cambie, para
que todo siga teniendo sentido y podamos volver a enfrentarnos al día siguiente
a lo que la vida decida que tenemos que seguir enfrentándonos.
Los más reacios a abrazar los
cambios, siempre objeetan que en nuestro tiempo todo está yendo demasiado
rápido. Cada vez tenemos menos paciencia para esperar los resultados de todas
nuestras acciones: Enviamos un mensaje y pretendemos tener una respuesta immediata,
viajamos en trenes y en aviones a los que pedimos que alcancen cada vez mayores
velocidades, trabajamos en proyectos cuya fecha de entrega nos la marcamos para
ayer y no toleramos la “lentitud” de las personas que no nos siguen el ritmo.
Hay que reconocer que no les
falta razón en sus objecciones, porque vivir a la velocidad que nos estamos
llegando a imponer, es simplemente quemar días que difícilmente diferenciaremos
uno del otro. La vida auténtica debería ser algo más pausada y menos ambiciosa.
¿De
qué nos sirve tener tantas cosas si no tenemos tiempo de disfrutarlas?
Puente que lleva al Santuario de Ise. Foto encontrada en Pixabay |
Con nuestra velocidad
enfermiza no sólo quemamos nuestros días, también estamos agotando los recursos
y la paciencia de nuestro planeta.
La pandemia que estamos padeciendo
nos ha enseñado, entre otras cosas, que cuando
introducimos cambios en nuestra manera de actuar, nuestro entorno también
cambia. Bastaron unas pocas semanas de confinamiento domiciliario
generalizado para que el aire se volviese más puro y la hierba se abriese paso
entre las grietas de las aceras y del asfalto de las calles.
De la misma manera, si nos
atreviésemos a modificar algunos de nuestros hábitos de consumo, seguiríamos
provocando nuevos cambios en nuestro entorno más inmediato que se podrían
acabar traduciendo en cambios en el resto del planeta. En lugar de comprar
tanta ropa confeccionada en el otro extremo del mundo por trabajadores
explotados por las grandes marcas comerciales y en industrias que no cumplen
con las normatives relativas a contaminación del medio ni a riesgos laborales,
sería preferible que nos habituásemos a comprar lo que realmente necesitamos
preocupándonos más por la calidad del producto que vamos a adquirir y por su
trazabilidad (saber dónde se ha elaborado, con qué materias primas, si éstas
contaminan más o menos el medio ambiente, etc).
La
ropa es uno de los artículos que más contaminan cuando nos deshacemos de ella
en un contenedor de basura. De ahí que sea tan importante optar por
reciclarla siempre que sea posible y que, en los últimos tiempos, hayan surgido
tantas aplicaciones de móvil que permiten comprar y vender prendas de segunda
mano.
Otra manera de cambiar
nuestros hábitos para que podamos seguir disfrutando del planeta tal y como lo
conocemos ahora, es animarnos a usar menos el coche y a andar más. Nuestro
bolsillo y nuestro cuerpo nos lo agradecerán. Y nuestro nivel de estrés estará
más controlado.
En los años 70 del pasado
siglo las industrias alimentarias generalizaron el uso de los plásticos y los
tetra briks en sus envases para abaratar costes, reduciendo el vidrio y otros
materiales. Cincuenta años después, tenemos los ríos, los mares y los océanos
contaminados de microplásticos de los que no sabemos cómo librarnos. Su impacto
en los ecosistemas ha sido y está siendo demoledor. Frente a esta situación,
también hemos de reconocer que cada vez más personas se están comprometiendo en
el reciclaje de esos plásticos e incluso en la limpieza de playas y otros
entornos naturales. También es cada vez más frecuente el uso de bolsas de tela
y de los canastos de toda la vida a la hora de acercarnos a los mercados y supermercados.
Aprender
a desconectar, tomarnos tiempo para respirar o para cocinar con calma lo que
vamos a ingerir, en lugar de recurrir a la comida precocinada,
cuya oferta cada vez es más amplia en los supermercados, es otra manera de
plantarnos y abandonar esta absurda carrera de fondo por llegar el primero a
ninguna parte. Porque estamos llevando el estrés propio de nuestros puestos de trabajo
al resto de áreas de nuestra vida, y eso no puede ser sano.
Nos
exigimos demasiado y le exigimos demasiado a quienes nos acompañan en este
viaje por la vida y, en nuestra escalada imparable, nos
olvidamos demasiadas veces de tomarnos un descanso y detenernos a contemplar
los paisajes en los que se bifurcan nuestras vidas. A veces olvidamos que la magia
que perseguimos en la cima, puede estar impregnando los pequeños detalles que
no somos capaces de captar en esos paisajes que, de hecho, no nos dignamos ni a
contemplar. Porque vivimos más en el futuro que en el presente ante el que pasamos
de largo.
Estrella
Pisa
Psicóloga
col. 13749
Siempre es un placer leerte. Aprendo mucho por aquí. Te mando un abrazo Estrella, y gracias por seguir compartiendo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Estefanía. El placer es mío, al saberme leída por personas como tú.
EliminarUn fuerte abrazo.
Me apunto a todo lo que sugieres y recomiendas Estrella. Me apunto a la vida "slow" y a ser dueña de mi tiempo...A desprenderme de ambiciones profesionales narcotizantes y cambiarlas por el objetivo personal de morder ese presente del que hablas... ¡Qué gusto leerte!
ResponderEliminarUn abrazo
Muchas gracias Matilde. No hay nada más gratificante que sentirnos dueños de nuestro tiempo. Yo siempre digo que a la empresa en la que trabajo le vendo ocho horas diarias, porque de algo tengo que vivir, pero me niego en rotundo a dedicar ni una hora más al trabajo. El resto de mi tiempo es mío y sólo yo decido cómo emplearlo. Prefiero lo sencillo a lo complejo, lo hecho con las propias manos a los lujos que nos acaban esclavizando. Tal vez porque creo que la mayor riqueza no está en tener mucho sino en necesitar muy poco para vivir y sentirnos felices.
EliminarUn fuerte abrazo.
Me ha encantado la entrada. La verdad es que he entrado pensando que era sobre otra cosa pero me ha gustado como fluyen los temas. Y cuánta verdad hay en todo lo que dices
ResponderEliminarMuchas gracias, Ainhoa. Me alegra que te haya gustado. Un fuerte abrazo.
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