Fondos y Formas
Decía con gran acierto Gandhi aquello de “ojo por ojo y el mundo acabará ciego”.
La injusticia
no se puede combatir con otra injusticia, por muy justificada que creamos que
pueda estar. Porque lo que acaba ocurriendo muchas de las veces en que elegimos
la venganza como método para manifestar nuestras protestas es que acaban
pagando justos por pecadores. Y nuestros fines nunca pueden justificar los
medios que empleamos para perseguirlos si esos medios resultan injustos.
Podemos
no estar de acuerdo con muchas cosas y podemos protestar libremente por ello.
Pero, cuando nos atrevemos a cruzar líneas rojas y convertimos nuestro acto de
protesta en un acto violento contra el mobiliario urbano, contra bienes de
propiedad privada (como vehículos, establecimientos comerciales, portales de
viviendas o entidades bancarias) o monumentos histórico-artísticos, ¿podemos
seguir defendiendo que estamos ejercitando nuestro derecho de libertad de
expresión?
Quemar
contenedores de basura en plena calle, junto a edificios de viviendas, o
arrancar parte del adoquinado de las calles para lanzar esas piedras a la
policía o a los cristales de establecimientos comerciales para después
saquearlos, ¿tiene algo que ver con la libertad de expresión?
Por
muy indignados que estemos ante determinadas decisiones políticas o judiciales,
por muy asqueados que nos encontremos por la precariedad en la que malviven
tantas personas todos los días en nuestro país y por muy hartos que estemos de
un sistema que no funciona porque se sustenta sobre una base corrupta que
ninguno de los gobiernos de la democracia se ha atrevido a cambiar, esa
indignación, ese asco y ese hartazgo no legitiman que tomemos las calles
armados con piedras y fuego para arremeter contra todo lo que se nos ponga por
delante.
La
restitución de esas aceras destrozadas para proveernos de munición, de esos
contenedores quemados o de esas papeleras arrancadas para construir barricadas se
acaba pagando con los impuestos que pagamos todos. ¿De verdad no sabemos darle
otra utilidad más digna a nuestros recursos comunes?
Siempre
podemos encontrar quien argumente que el mobiliario urbano nos tendría que importar
un rábano en comparación con que alguien acabe en la cárcel de forma injusta.
En el caso del rapero Pablo Hasél, por escribir letras de canciones ofensivas hacia
la corona. Y seguramente llevan mucha razón, si analizamos la situación desde
su punto de vista. Pero, ¿acaso convertir las ciudades en campos de batalla va
a solucionar el problema? ¿Acaso no lo va a agravar mucho más?
Pedir
la libertad de alguien que ha acabado en la cárcel no implica que se le tenga
que propinar una paliza desproporcionada a una agente de policía, ni que muchos
vecinos se encuentren al día siguiente sus vehículos carbonizados, ni que un
comerciante o un hostelero tengan que invertir un dinero que quizá no tienen
(después del año de crisis que llevan por la pandemia del coronavirus) en
reparar los daños sufridos.
Manifestarse
es muy lícito. Desmadrarse y arremeter contra todo y contra todos es perder las
formas y acabar despojados de toda razón.
Cuando
ocurren episodios como los que hemos estado viviendo en diferentes ciudades de
todo el país después de la detención de Pablo Hasél, no faltan las voces que
tratan de transmitir el mensaje de que la mayoría de los manifestantes que
acuden a este tipo de concentracions lo hacen de forma pacífica y que los que
cometen actos violentos son infiltrados muy extremistas y delincuentes habituales
que aprovechan la concentración de tanta gente para diluirse entre ella y
cometer sus actos vandálicos. Sin duda, estas situaciones se dan en la mayoría
de los casos, pero eso no justifica que ese vandalismo se contagie al resto de
la concentración ni que tengamos la sensación de que, en medio de tanta gente,
nuestros actos puedan pasar desapercibidos ni que nos dejemos llevar por la falacia
de que nos tendrían que detener a todos y eso no les saldría rentable a las
autoridades.
Es
evidente que, ante la maquinaria de la represión, no funciona ir de ingenuos o,
como decimos los catalanes, “ir con el lirio en la mano”. Durante las cargas
policiales del 1 de octubre de 2017 se tomaron muchas fotografías de personas
que se enfrentaron a las fuerzas policiales con una flor y una sonrisa. Imágenes
muy potentes que, sin duda, nos recordaron a Ghandi y a otros activistas de la
no violencia. Pero no evitaron los golpes, ni la prisión para un montón de
gente que lo único que pretendía era votar para decidir el futuro de su pueblo.
Un
país que se define como democrático, no debería encarcelar a nadie por escribir
canciones que molestan a determinadas personas, por muy reyes o hijos de reyes
que sean. Una revisión de nuestro código penal no estaría nada mal para evitar
en el futuro este tipo de situaciones. En el año 2021, no podemos seguir
rigiéndonos por leyes que fueron pensadas en plena dictadura. Afortunadamente,
el mundo ha cambiado, la sociedad española ha evolucionado y deberíamos
adaptarnos todos a los nuevos tiempos y legislar hoy para dar respuesta a los
problemas de hoy.
Al
margen de esto, también es importante matizar que tenemos derecho a pensar y a
escribir lo que nos dé la gana porque nos ampara la libertad de expresión. Pero
hay dos cosas que deberíamos tener en cuenta cuando esos pensamientos y esos
escritos nuestros se generan con la intención de hacerlos extensivos a otras personas:
el respeto y la empatía.
Se
puede denunciar cualquier cosa sin necesidad de abandonar ese respeto ni esa
empatía. Cuando perdemos las formas y traspasamos líneas rojas, provocamos una serie
de reacciones en aquellos a quienes van dirigidos nuestros mensajes que se
acaban volviendo en nuestra contra. Porque, por más razón que tengamos en
nuestros argumentos, éstos quedan deslegitimados cuando le perdemos el respeto
a nuestros oponentes y no somos capaces de ponernos en su piel ni de tratar de
andar un rato dentro de sus zapatos.
Criticar
es muy fácil. De hecho, sabemos hacerlo todos. Pero, para criticar con
fundamento, hemos de conocer a fondo aquello que criticamos. Estar bien
informados y mantener la cabeza fría en lugar de encendernos como mechas y
hacer explotar toda la rabia que llevamos dentro contra las víctimas equivocadas.
Si
queremos que nos escuchen, que nos tomen en serio y que nos respeten, lo
primero que hemos de hacer es escuchar, tomar en serio a nuestros oponentes y
respetarlos. Estudiarlos de cerca, como si estuviésemos jugando con ellos una
partida de ajedrez. No tener prisa por tratar de dejarles sin peones, porque
nuestro objetivo deberían ser la reina o el rey.
Cuando
una manifestación que se pretende pacífica deriva en una protesta violenta, sin
darnos cuenta, estamos sacrificando montones de peones en un tablero gigante en
el que nos van a acabar ganando siempre. Porque ellos tienen las leyes, tienen
el poder y tienen los instrumentos para acabar ejerciendo más represión de
libertad y de derechos fundamentales. ¿Qué ganan los padres de esos chavales de
apenas 17 o 18 años cuando la policía les comunica que sus hijos están detenidos
por participación en actos vandálicos y tienen que pagar una cuantiosa fianza
para que puedan volver a casa, a la espera de un juicio que les puede suponer penas
de prisión? ¿Qué gana la chica que ha perdido un ojo por una pelota de foam de la policía?
¿Cuántos
peones más tendrán que sacrificarse por culpa de las formas equivocadas de
alguien que olvida el respeto y la empatía hacia los demás?
La
verdadera lucha diaria por la libertad no debería librarse en las calles a base
de pedradas ni de insultos ni de proclamas incendiarias. La verdadera lucha
deberíamos librarla todos en nuestro día a día, manifestando nuestros
desacuerdos con las formas adecuadas, no consintiendo la corrupción a nuestro alrededor, dignificando lo que somos y lo que hacemos, aprendiendo a contar hasta diez antes de
sacar toda la artilleria contra los demás, defendiendo nuestros derechos sin
pisotear los de nadie, exigiendo que nos traten con la misma deferencia con la
que tratamos nosotros a los demás, dialogando para llegar a acuerdos que nos
beneficien a todos, aceptando las críticas constructivas y acostumbrándonos a
expresar lo que pensamos de los demás sin caer en el juego sucio de las
descalificaciones.
Aunque
tratemos de defender la causa más loable del mundo, si para hacerlo elegimos la
forma inadecuada, quienes estén al otro lado no se molestarán lo más mínimo en
indagar en la naturaleza de esos fondos que creemos tan justificados. Por el
contrario, se limitarán a juzgarnos duramente por lo que ven en la superfície,
por nuestras malas formas.
Pensemos
un poco más antes de actuar. Dejemos de disparar primero y preguntar después si
el muerto era el correcto. Porque una vez le hemos matado, ya no puede haber
vuelta atrás. Adelantémonos a los movimientos de nuestros adversarios y no
caigamos en la trampa de darles lo que esperan que les demos, porque entonces
nos tendrán siempre en sus manos. ¿De qué sirve poder ejercer la libertad de
expresión si al final resulta de lo más ilusoria?
A
veces, no hay persona más libre que la que siempre acaba haciendo lo que nadie
espera que haga.
Estrella
Pisa
Psicóloga
col. 13749
Un placer leerte como siempre.
ResponderEliminarLa verdad que ciertas cosas que ocurren a día de hoy nos hace pensar que vivimos en una dictadura disfrazada de democracia.
Ahora bien, el fin no justifica los medios y en el momento que se acude a la violencia se pierde toda la razón aunque en el fondo se pudiera tener.
Además, en estos tristes casos siempre pagan justos por pecadores y eso es de todo menos justo.
La violencia genera siempre más violencia.
Gran reflexión, Estrella.
Un abrazo gigante!
Muchas gracias, Yolanda.
EliminarUn abrazo muy fuerte.
Una gran reflexión la que has hecho. Ojalá esa gente pudiera verlo así. Siempre se puede hacer mejor. El fondo y las formas cuentan.
ResponderEliminarUna gran reflexión la que has hecho. Ojalá esa gente pudiera verlo así. Siempre se puede hacer mejor. El fondo y las formas cuentan.
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