Perdonando y Pidiendo Perdón

 

Todos hemos cometido errores debido a nuestra inmadurez en muchos momentos de nuestra vida. Hay quien acostumbra a tratar de ocultarlos porque le resulta difícil el ejercicio de admitirlos ante los demás, dado el sentimiento de vergüenza o de rechazo que le despiertan cuando su memoria se detiene en ellos. Otros, simplemente, tratan de engañarse a sí mismos optando por creer que nunca incurrieron en tales errores, como si estas personas ya hubiesen nacido sabiéndolo todo y aterrizasen en el mundo de los demás con la potestad de darles lecciones continuamente.

Pero la realidad es bien distinta, porque nadie nace enseñado. Nadie sabe nada de sí mismo, ni de los demás ni de la misma vida en el momento de su llegada a este mundo. La vida es una larga sucesión de pruebas que hemos de ir superando a base de caernos muchas veces y de agobiarnos ante demasiados precipicios. Nadie nos prepara para esas pruebas con antelación y a nadie le sirven las experiencias que ha vivido otra persona en circunstancias que, a priori, parecerían similares. Porque la vida de cada uno es una aventura singular e intransferible.

Ser hijo no es fácil, pero tampoco lo es ser el padre de ese hijo, ni la pareja del padre o de la madre de ese hijo, que a su vez también es su madre o su padre.

Las relaciones familiares nunca se desarrollan en un escenario ideal. Siempre hay roces, diferencias de criterio por las cosas que se expresan abiertamente o por las que se silencian. El horizonte que tenemos delante no se ve igual a los cinco años que a los quince, los treinta o los cincuenta. Las prioridades cambian, las experiencias nos moldean y las hormonas muchas veces contribuyen a que lo confundamos todo y cometamos más errores que de costumbre. Pero nada de todo eso deja de ser natural. Los errores, las discusiones, los sentimientos contradictorios, las distintas versiones de los mismos episodios son parte de la vida que todos hemos vivido y de la que nos queda por vivir.

La vida no es un guion de cine con el que los actores ensayan para recrear las peripecias de los personajes a los que prestarán su carne y su voz. La vida no se abre paso llevando bajo el brazo ningún manual de instrucciones. Precisamente por eso es tan mágica, porque nunca sabemos lo que nos vamos a encontrar en el próximo minuto. De hecho, no sabemos siquiera si en ese próximo minuto continuaremos estando aquí.

Muchas veces, al compararnos con el resto de las especies animales, acostumbramos a creernos superiores porque estamos dotados de la particularidad del habla. La palabra nos ha permitido desarrollar una cultura extraordinaria que hemos ido legando de generación en generación hasta llegar a nuestros días en una evolución constante que nos ha permitido acabar dominando el mundo y estar más interconectados que nunca gracias a todos los avances que ha supuesto la revolución de internet. Pero, cuando nos alejamos de esa visión global y tratamos de enfocarnos en nuestros núcleos de relaciones más íntimas, nos damos cuenta de que esas mismas palabras que han hecho posible que, muchos siglos después de sus muertes, podamos conocer hoy cómo pensaban los antiguos filósofos griegos o tener acceso al famoso Canon de la Medicina de Avicena, son las que acaban complicando muchas de las relaciones que tenemos con nuestros familiares o nuestros amigos.

A veces duelen más las palabras que no se dicen que las que se gritan desgarrando gargantas y escupiendo odio, asco, vergüenza o miedo. Porque lo que se grita, por duro que sea, se libera y la persona descansa, pudiendo llegar a calmarse e incluso a arrepentirse después y a acabar pidiendo perdón. Pero las palabras que no se dicen tienen el don de colarse en la mente de quienes se quedan con las ganas de oírlas y fijarse allí durante mucho tiempo tejiendo una telaraña de posibles combinaciones, intentando adivinar lo que la otra persona no se digna a decirle. Es algo tan cruel como rascarse continuamente la costra de una herida, impidiéndole sanar.

¿Cuántas familias no han cortado relaciones entre algunos de sus miembros por palabras que nunca se han dicho?

¿Cuántos errores de la inmadurez no están detrás de conflictos que se han prolongado durante décadas sin que ninguna de las partes implicadas se dignase a dar su brazo a torcer?

Equivocarse no es motivo suficiente como para que un hijo se quede sin padres o unos padres se queden sin hijos. Tampoco justifica que se tenga que romper una pareja a la primera de cambio, ni que una parte del mundo tenga que dejar de existir para la otra parte. Somos humanos y estamos obligados por imperativo biológico a seguir evolucionando hasta el día de nuestra muerte. No tenemos ningún derecho a creernos tan exclusivos ni tan intocables. Somos tan vulnerables como el resto de los animales y fallamos todos los días en todo lo que hacemos, aunque no siempre lo advirtamos, porque la primera que nos engaña para protegernos es nuestra propia mente.

Uno de los errores en los que más frecuentemente incurrimos es el ejercicio nada honroso de la recriminación. Nos encanta detectar los errores que cometen los demás, pero no toleramos que nadie nos señale los nuestros. Esa recriminación puede convertirse en motivo de discusión y ésta puede desencadenar un verdadero conflicto entre los implicados. Así es como, a partir de un simple grano de arena, llegamos a construir una montaña que se nos antoja insalvable a la hora de tender puentes de reconciliación.

¿No sería mucho más fácil ser capaces de reconocer, de entrada, que nos hemos equivocado?

¿No sería mucho más acertado dignarnos a perdonar los errores de los demás que nos han podido perjudicar en algo y acostumbrarnos a pedir perdón cuando somos nosotros los que hemos podido perjudicar a otros con nuestras meteduras de pata?

Palabras que a veces nos resistimos a pronunciar y que podrían llegar a cambiarnos la vida a nosotros y a quienes amamos.

Qué peculiares resultamos los humanos... No nos cuesta nada desatarnos para vertir sobre otros todo el veneno que somos capaces de generar dentro de nosotros mismos. Pero, en cambio, cuando se trata de ofrecerle al otro esos otros contenidos amables que también guardamos en nuestro interior, somos incapaces de dejarnos llevar. Nos supone una verdadera odisea decir “te quiero”, pedir perdón, olvidarnos de nuestro puñetero ego, dejar que el otro diga todo lo que sienta que necesita decir sin interrumpirle, sin recriminarle nada.

Porque nada de lo que argumentemos en el presente sobre algo que ya ha pasado va a poder cambiar ese hecho. El pasado de todos es el que es. Nunca lo vamos a poder cambiar. Los errores cometidos nunca se podrán reparar, pero si tenemos la suerte de que las personas que los cometieron sigan vivas, podemos recuperar la relación con ellas, reparando así nuestro mayor error: el habernos distanciado de ellas por algo que escapaba de nuestro control e incluso del suyo.

Querer a alguien es, ante todo, aceptarle como es. También con sus errores, igual que a nosotros nos aceptan con los nuestros. Si fuésemos solo aciertos, nada pintaríamos ya en este mundo. Porque aquí estamos todos para seguir aprendiendo y no hay mejor maestra que la equivocación.

 

 

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

 

 

 

Comentarios

  1. Coincido en que muchas veces hace mayor daño el silencio que las palabras mal dichas. Nunca entenderé a aquellas personas que creen que nunca se equivocan, porque pienso que nunca aprenderán nada.

    Cuanto mayor es el ego menos se reconoce los errores y el orgullo impide pedir perdón, y cuantas relaciones se rompen por ese tonto orgullo y por esos silencios.

    Feliz Semana Santa y un abrazo gigante, Estrella.

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    1. Muchas gracias por leer el post y comentarlo, Yolanda. Comparto contigo todo lo que dices. El ego y el orgullo no son recursos precisamente recomendables cuando lo que deseamos de verdad es acercarnos a los demás.

      Un fuerte abrazo.

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  2. ¡Qué gran entrada, Estrella! Bueno, como todas, en eso no cambia nada.
    El tema de las equivocaciones, de los errores, del perdón ¿Por qué cuando nos enfadamos con alguien, o alguien se enfada con nosotros, el tema de esa ofensa es lo único que pesa en el cómputo general de la opinión que tenemos de ella, o tienen de nosotros? Ya sabes, se ha producido un desencuentro y ya todo lo vivido antes con esa persona parece que no importa. No pesa. Se olvida. Solo cuenta esa presunta ofensa (da igual que seamos inductores o perjudicados), lo único que importa es esa herida que borra toda la existencia anterior. Esto me hace pensar en que exigimos la infalibilidad, ¿acaso existe eso?
    Hay una frase que no recuerdo de quién es, que dice que solo vemos en los demás lo que ya existe en nosotros mismos, pero aprendemos a ser indulgentes con nuestros errores y taxativos, implacables con los de los demás. Si fuéramos con más humildad por la vida nuestras relaciones florecerían mucho mejor.
    Con respecto al silencio... buf, el presuponer, el que adivinen mis sentimientos, el que no los adivinen... tremendo tema. Sigo aprendiendo a gestionar mis silencios, reconozco que en eso todavía me queda mucho camino....
    Mil gracias Estrella. Cada vez que te leo experimento algo así como una catarsis..
    Un fuerte abrazo

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  3. Mil gracias a ti, Matilde. Yo tampoco puedo entender esa memoria tan selectiva que tenemos que se olvida con tanta facilidad de lo bueno que hemos vivido con los demás y se empeña en atesorar sólo los momentos críticos, las palabras que se nos escaparon sin querer o los silencios en los que nos perdimos, poniendo el foco en lo que hicimos mal y en las supuestas heridas que nos abrimos los unos a los otros. Nos queda mucho por pulir de esos diamantes en bruto que escondemos bajo capas intercaladas de ego y orgullo.

    Un fuerte abrazo.

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