Alienación Parental: Usando a los Hijos como Armas Arrojadizas

 

El psiquiatra argentino Jorge Bucay es de la opinión de que los padres que tienen hijos en común no deberían separarse por el bien de esos hijos. Este argumento, que coincidiría con el que apoyarían muchas de nuestras madres o abuelas, puede sonar muy antiguo y totalmente desfasado en la sociedad actual.

Las personas, de promedio, vivimos más y nuestra existencia es mucho más compleja que la de las generaciones que nos han precedido. Tenemos derecho a desenamorarnos, a separar nuestros caminos, a embarcarnos en nuevos retos y a ilusionarnos con otras personas. No tenemos por qué aguantar según qué situaciones con nuestras parejas, del mismo modo en que lo hicieron nuestras madres y abuelas o nuestros padres y abuelos. A ellas y a ellos les preocupó siempre el qué diría la gente, pero sobre todo, temían por el futuro de sus hijos.

Cuando, ya de adultos, ellas y ellos nos han referido todo ese ejercicio de renuncias y de sacrificio que hicieron por nuestro bien, nuestra reacción casi siempre ha sido de incredulidad, pues no nos ha entrado en la cabeza que pudieran pensar y conducirse por la vida con tanta resignación. Pensamos, sin duda, que nosotros no compartimos su misma vocación de entrega a los demás hasta el punto de olvidarnos de nosotros mismos. Pero, al vernos en la misma tesitura que ellas y ellos se vieron, no nos cuesta apenas llegar a comprender su decisión. Tal vez por aquello de que no puedes comprender del todo al otro hasta que te ves caminando con sus mismos zapatos.

Imagen de Pixabay. 


¿Por qué se rompe el amor?

Quizá no se rompe, sino que se transforma del mismo modo en que todo en la vida cambia constantemente. Cuando acabamos de conocer a una persona, nos engañamos pensando que nos gusta y nos convence todo de ella porque flotamos en una nube y vemos sólo lo que queremos ver: Que todo es perfecto, que todo es maravilloso, que esa persona nos entiende mejor que nadie en el mundo y que con ella siempre nos vamos a sentir a salvo.

Pero los momentos hermosos nunca se detienen y una etapa nos conduce a otra y, al aterrizar en la de la convivencia, pasada la euforia inicial, marchitas las rosas, apurado el vino y difuminados los fuegos artificiales, la realidad del otro se desprende de todos los velos que la disimulaban y empezamos a descubrirle facetas que no nos convencen, al tiempo que le descubrimos al otro nuestra otra cara y, seguramente, tampoco le convence.

Las personas que se han ejercitado en respeto y en empatía tienen ante sí en esos momentos una oportunidad de oro para aprender a amar de verdad a sus parejas. Porque el AMOR no tiene nada que ver con los envoltorios mágicos que utilizamos para seducir a alguien cuando le acabamos de conocer. Tampoco con la pasión de los primeros encuentros íntimos ni con la pretensión de que el otro sea tal como esperamos que sea y nos procure todo lo que creemos que necesitamos para ser dichosos. Tampoco tiene que ver con la sumisión, ni con el miedo, ni con el dolor. Cuando el amor nos duele, nos hiere y nos desacredita, deja de ser amor para convertirse en otra cosa bien distinta.

El AMOR, ante todo, es aprender a querer al otro tal como es, con sus luces y con sus sombras. Sin imponernos, pero sin permitir que nos imponga nada que no queramos aceptar. Convivir en pareja no es en absoluto embarcarse en una aventura fácil. Implica mucha capacidad de adaptación y muchas dosis de paciencia por ambas partes. Es como cocinar a fuego muy lento nuestro plato favorito. Si olvidamos alguno de sus ingredientes y no vigilamos la cocción constantemente, por muy buena voluntad que le pongamos, el plato puede acabar resultando insulso, quemándose o arruinándose por un exceso de sal.

En una relación hay quien decide abandonar ante los primeros desencuentros, sin comprender que esos conflictos forman parte del proceso de adaptación de cualquier pareja. Si logran superarse esos primeros escollos sin perderse el respeto ni la confianza mutuos, ambos miembros de la pareja maduran y alcanzan una nueva etapa. En cambio, de romperse la relación en ese punto, tenderán a buscar en nuevas parejas lo que supuestamente no han encontrado en la pareja que acaban de abandonar y volverán a tropezar ante la primera dificultad.

Hay quienes, ante los primeros problemas de relación, optan por tener un hijo para intentar arreglarlos. Craso error, pues si una relación de dos ya es complicada, una relación de tres, sin la madurez adecuada para gestionarla, puede llegar a ser caótica.

Cuando una pareja llega a plantearse la separación, habiendo hijos pequeños de por medio, tal vez el primer paso que debieran dar sería acudir a terapia de familia. No esperando salvar su relación y continuar conviviendo, pues nadie puede convencer a nadie de que siga junto a otra persona si considera que ya no siente nada por ella. Pero sí para orientarse en el modo más idóneo de gestionar esa separación de cara a los hijos comunes.

Una pareja se puede romper, pero los hijos son para toda la vida. Y esos hijos tienen derecho a seguir teniendo un padre y una madre, o dos padres o dos madres que no se peleen cuando se vean, que no se lancen reproches, que no se pongan demandas en los tribunales y, lo más importante de todo, que no les utilicen a ellos como arma arrojadiza para golpearle al otro allí donde más le pueda doler.

Por mucho daño que un miembro de la pareja le haya causado al otro, ambos siguen siendo padres de esos hijos que tienen en común. Y, como padres, pueden ser ambos maravillosos o desastrosos, dependiendo de las estrategias que decidan seguir con sus hijos después de la separación.

Un hijo tiene todo el derecho del mundo a seguir teniendo a su padre y a su madre, o a sus dos padres, o a sus dos madres, independientemente de que éstos decidan seguir viviendo juntos o por separado. Y también tiene derecho a que cada una de sus figuras paternas respete a la otra y no la cuestione como padre o como madre.

En 1985, el profesor de psiquiatría Richard Gardner acuñó el término “Síndrome de Alienación Parental” para describir un desorden psicopatológico en que los niños, de forma permanente y sin justificación alguna, denigran, insultan y desacreditan a uno de sus progenitores mientras defienden al otro a ultranza.

Lamentablemente, este síndrome se ve en muchos de los hijos de padres separados que no han sabido gestionar bien dicha separación. Utilizar a los hijos para dañar a la que ha sido nuestra pareja es de una crueldad y una irresponsabilidad supremas. Y no puede justificarse en ningún caso. Al margen de que uno de los miembros de la pareja le haya causado un daño tremendo al otro, los hijos de ambos no tienen por qué acarrear ninguna de las consecuencias. Tampoco merecen ser manipulados por uno de sus progenitores para que ir contra el otro. Los problemas entre adultos han de saber solucionarlos los adultos, sin implicar a los niños ni a los adolescentes.

Si ya suficientemente duro les tiene que resultar a los hijos de las parejas que optan por custodias compartidas tener que cambiar de casa e incluso de ciudad cada 15 días, sintiéndose extraños y de paso en todas partes, ¿cuánto más duro aún les puede resultar que un progenitor les hable mal del otro hasta el punto de llevarles a sentir desprecio e incluso odio por una de las personas a las que hasta hace poco consideraban más importantes de su vida?

Si los adultos no somos capaces de madurar y aprender a perdonarnos, de guardar las formas ante nuestros hijos y respetarnos, de quedarnos con quienes somos ahora y no con quienes hemos sido mientras nos peleábamos, definitivamente, no somos dignos de esos hijos.

Si no podemos olvidar el daño causado y sentido antaño ni apostar por lo que realmente debería importarnos de esa relación que se ha roto, que son esos hijos que merecen ante todo seguir teniendo a sus padres, sin cuestionarse si son buenos o malos, entonces no estamos a la altura de las circunstancias ni podemos considerarnos ningún ejemplo para nuestros hijos.

No podemos intentar vivir hoy sin soltar el lastre de lo que fuimos ayer. Lo que vivimos, lo que nos dijimos y las heridas que nos infringimos nos las causamos mutuamente cuando éramos otros. Mucho más inmaduros, mucho más inseguros, mucho más analfabetos emocionalmente hablando. Cumplir años no tiene sentido si no nos dignamos a avanzar con ellos, asumiendo la responsabilidad de actualizarnos y de liberarnos de nuestros fantasmas y de las sombras de aquellos que en otro espacio temporal nos hicieron daño, tal vez sin ser muy conscientes de su falta de tacto o de empatía. Porque nadie nace sabiendo y todos hemos de tropezar con mil y una piedras antes de ser capaces de andar con paso firme por la vida.

 

 

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

 

 

Comentarios

  1. Iba a poner que esto está de moda. Pero es un clásico lo de utilizar a los peques para ve a saber qué razones.

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    1. Muy cierto, Estefanía. Que una pareja se rompa por los motivos que sea, no convierte a sus miembros en malos padres ni en malas madres. Los hijos y los padres lo son para toda la vida.

      Un abrazo.

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  2. Este es un artículo muy interesante sobre el tema.

    Cuando la paternidad es prohibida y perseguida

    O…cuando la lucha por tus hijos es convertida en un crimen.
    El ejercicio de la paternidad como una víctima de un negocio judicial.

    Se denuncia una problemática en aumento: la obstrucción de los vínculos entre padres e hijos que, en procesos de divorcios conflictivos, se ven inmersos en un sistema que considera al padre peligroso y un accesorio prescindible en la crianza de los hijos y lo aparta sistemáticamente.

    LINK: https://ydequehablamosahora.wordpress.com/2016/05/27/cuando-la-paternidad-es-prohibida-y-perseguida/

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    1. Muchas gracias por el comentario. Una pareja se puede separar, pero los hijos que tienen en común tienen derecho a seguir teniendo a su padre y a su madre, o a sus dos padres, o a sus dos madres. Manipularles contra la ex pareja es dejar de respetarlas y causarles un dolor innecesario.

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