Tronos y Alcantarillas

 

El poder no es de quien lo ostenta, sino de aquellos que lo sostienen. Bien con importantes activos financieros o con un silencio pasivo y cómplice. Bien con el propósito de que todo siga tal como está o con el miedo a las represalias de los que están por encima hacia los de abajo si éstos osan delatarles.

Para que haya tronos, siempre han de haber alcantarillas debajo para que puedan tragarse todos los desperdicios de tanta ostentación y tantos despropósitos. De no ser así, aquellos que tan despreocupadamente sientan sus posaderas sobre ellos correrían el riesgo de ahogarse en su propia inmundicia.

Es triste que, para brillar, algunos tengan que optar por apagar las luces de todos los que intentan brillar a su alrededor. Alcanzar la cúspide de una meta personal es un objetivo muy legítimo, pero el logro de esa empresa pierde todo su mérito cuando se utilizan las cabezas de todos los compañeros de viaje que se proponen el mismo fin como escalera para esa ascención. Llegar el primero no te convierte en el mejor si durante la carrera te has dedicado a tenderles trampas a todos cuantos competían contigo para que se quedasen por el camino o, simplemente, te dejasen pasar.

Brillar de verdad es una experiencia que empieza desde dentro de uno y que nos conduce al eterno dilema del ser o no ser, del ser o tener.


Desde que el mundo es mundo y los humanos emergimos como especie diferenciada del resto siempre han habido tronos y alcantarillas porque pronto aprendimos que el primero en descubrir algo es el que se asegura el liderazgo y el que consigue el poder sobre los demás, que acaban estando en sus manos para lo mejor y para lo peor.

La historia de la humanidad podría resumirse como una lucha sin cuartel contra sí misma, pues pese a no dejar de considerarnos animales sociales, y por tanto gregarios, nunca hemos dejado de lado la adoración a nuestro ego en singular. Si avistamos una mínima posibilidad de erigirnos ganadores en algún terreno, no dudamos en ir a muerte contra los otros para satisfacer ese sentimiento egocéntrico que nos ciega y nos envenena, sin calcular el coste que ese capricho propio pueda tener para toda nuestra comunidad.

Nunca otra especie se ha dañado tanto a sí misma como nosotros. Por fieras que sean ni por depravados que sean sus instintos, el resto de especies animales siempre acaban pensando y actuando en beneficio de su especie, no de su individualidad. Pero los humanos somos peculiares. Nos gusta ir de masters del universo, de reyes que se creen legítimos merecedores de ocupar tronos en medio de un mundo diverso y complejo en el que nos atrevemos a considerar todo lo que no sea humano como inferior.

Si como especie actuamos con esa prepotencia ante el resto de animales, como individuos tendemos a hacer lo mismo con los de nuestra propia especie. No dudamos en utilizar a aquellos que consideramos que no están a nuestra altura, ya sea por estatus o linaje, por formación académica, por cuestiones raciales o por el nivel de ingresos económicos. Desde tiempos inmemoriables, los humanos más privilegiados han optado por servirse de las necesidades de los menos afortunados para convertirlos en sus brazos ejecutores a la hora de levantar sus fastuosas mansiones o palacios, o de labrar sus campos y cazar para surtir sus ricas mesas de abundantes viandas. También se han servido de los más humildes de sus pueblos para enviarlos a batallar y a dejarse la vida en las guerras que estallaban cuando sus enfermizos egos chocaban con los egos de otros gobernantes tan enfermos de poder como ellos. Tampoco han dudado en imponer la esclavitud como recurso de mano de obra, no barata, sino totalmente gratuita, ni en traficar con esos esclavos convirtiendo el mundo en un mercado de carne y voluntades humanas que, a día de hoy, sigue facturando ingentes cantidades de dinero que se traducen en más poder para quienes promueven la continuidad de tan deplorable actividad.

No siempre los que se erigen en el liderazgo resultan ser los mejores ni mucho menos los más dignos. Muchas veces, son personas elegidas a dedo por la clase empresarial, que no duda en financiar ambiciosas campañas electorales para intentar por todos los medios que ese partido alcance el poder y así poder gobernar ellos desde la sombra, legislando a favor de sus propios intereses. Otras veces son personas que, simplemente, han heredado su sillón y se limitan a dejar que pasen los días sin detenerse a enfocar los detalles de la realidad que les está pasando por delante.

Dicen que corazón que no ve, corazón que no siente. Así, es casi imposible poder llegar a empatizar con las dificultades que sufren los menos favorecidos socialmente. Si nunca has bajado a una cloaca, ni te has dignado a dejarte caer por los barrios más pobres de tu ciudad, ni te has preguntado cómo hace una madre de familia con el marido en paro o ausente para estirar hasta fin de mes los pocos euros que percibe de prestación sin que sus hijos lleguen a pasar hambre, entonces no tendrías derecho a erigirte en líder de nada porque no tienes ni idea de la realidad que sufre todos los días el pueblo al que crees dirigir.

El poder siempre se acaba sosteniendo sobre una base corrupta y alimentándose de las desigualdades sociales y el desconcierto general. Si repasamos nuestra historia como humanos, al menos la que dejaron escrita los primeros historiadores, veremos que siempre ha sido así, desde los antiguos espartanos y los persas, hasta las legiones romanas, los bárbaros del norte de Europa, los musulmanes que nos invadieron en el siglo VIII, los francos que llegaron después, el surgimiento del feudalismo, la Inquisición, el descubrimiento de América con todas las matanzas, aberraciones y dolor que provocó en tantas personas, las guerras napoleónicas, las guerras de sucesión en diferentes partes del mundo y las dos guerras mundiales, entre muchas otras páginas negras de un libro que, más que venerar, quizá deberíamos quemar en la hoguera y tratar de empezar de cero para intentar escribir una historia que nos dignifique un poco más.

Un mundo ideal debería ser aquel en que no fuesen necesarios ni los tronos ni las alcantarillas. Un mundo en el que se educase a la gente desde muy pequeña en la cooperación y no en la competición. En el que cada uno aprendiese muy pronto a ser autodependiente, a vivir por y para aquello que de verdad va a necesitar, sin caer en la esclavitud de los engañosos deseos, sin hipotecarse la vida por tener cosas que, en realidad, no le van a hacer feliz. Y un mundo en el que se nos concienciara desde niños en la necesidad de preservar el planeta para que las generaciones que nos sucedan encuentren un paisaje en el que desarrollarse que les resulte más acogedor del que hemos heredado nosotros.

La mejor manera de reducir las cloacas es dejar de producir residuos innecesarios, comprometiéndonos a reciclar más y a consumir productos más sostenibles; y tal vez la mejor forma de combatir la corrupción que lo acaba pudriendo todo sea empezando a cultivar valores que nos alejen del culto al propio ego.

 

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

 

 

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