Refugiados Ambientales y Culturas en Peligro de Extinción

Para mantenernos en activo y sentirnos debidamente informados de lo que acontece a nuestro alrededor se hace imprescindible tratar de tener actualizados nuestros conocimientos, reciclándonos en los métodos que utilizamos diariamente para desarrollar nuestro trabajo, adaptando nuestro lenguaje y nuestras formas al lenguaje y a las formas de los nuevos tiempos e interesándonos por temas que, hasta este momento, nunca habían llamado nuestra atención.

Pero, para entender los entresijos del presente en el que intentamos mantenernos a flote, a veces también puede ayudarnos releer artículos o titulares que fueron noticia años atrás, cuando aún no se sabía lo que sabemos ahora, pero de alguna manera se podía intuir.

En temas tan preocupantes como el cambio climático, este ejercicio de retroceder en el tiempo y volver a perdernos en páginas que se escribieron hace veinte, treinta o cuarenta años nos permite entender mejor la rapidez con la que se están transformando los escenarios en los que representamos diariamente nuestras vidas.

En 1985, Sir Edmund Hillary publicó el libro Ecología 2000, en colaboración con un grupo de escritores comprometidos con la cuestión mediambiental, entre los que se hallaba Norman Myers. El libro comprende 13 artículos-capítulos en los que los diferentes autores exponen sus teorías y sus expectativas sobre las consecuencias de la superpoblación humana, la excesiva industrialización, la sobreexplotación de los campos de cultivo, la contaminación, la deforestación de las selvas amazónicas, la desertización progresiva de muchas zonas del planeta, el calentamiento global, el efecto invernadero, la desaparición de culturas ancestrales y la extinción de muchas especies de animales y plantas, entre otras cuestiones.



Norman Myers fue un ecologista británico que se especializó en biodiversidad y se dio a conocer por su trabajo sobre los llamados “refugiados ambientales”. Fue consejero de diferentes administraciones gubernamentales de todo el mundo y también de organizaciones como Naciones Unidas y el Banco Mundial, así como de academias científicas de varios países.

Su trabajo recibió críticas de científicos sociales y becarios de inmigración por determinar éstos que los cálculos que aventuraba Myers sobre el número de personas que dejarían sus países de origen por cuestiones meramente ambientales en próximas décadas eran erróneos. Sin duda, podía estar equivocado en sus predicciones en cuanto a números, pero lo que 36 años después nos parece indiscutible es que estas migraciones por cuestiones puramente climáticas se están dando cada vez más, porque hay lugares de la tierra que ya son del todo inhabitables. Agotados los recursos de sus suelos, contaminados sus pozos, asolada su vegetación, huida su fauna, huidos sus gobernantes corruptos y muerta de hambre, miseria y guerra su población bajo temperaturas extremas, no les queda otra opción a sus supervivientes que la de tratar de huir en busca de escenarios más favorables, aunque el intento de salvarse les conlleve riesgos aún mayores que el de quedarse a esperar una muerte segura.

Es muy triste darse cuenta que los excesos de la mitad más capitalista del mundo siempre acaban afectando primero a la mitad menos privilegiada. Nuestra manía de coger el coche aunque sea para ir solo hasta la próxima esquina, nuestra obsesión por estar conectados todo el santo día y parte de la noche a todo tipo de pantallas, nuestra tendencia a hacerlo todo rápido: la compra, la comida, la limpieza, las llamadas o incluso el amor. Tratamos de optimitzar el tiempo que hemos de emplear en lo importante, para después tener tiempo de perderlo entre pantallas que a veces sólo llegan a aportarnos dolor de cabeza, escozor en los ojos y más sensación de estrés.

No somos conscientes de que, para comer rápido, nos tenemos que servir de cantidad de productos ultraprocesados para cuya conservación se han tenido que invertir ingentes cantidades de plástico que acaban en los océanos, en los ríos y en los campos y vuelven a nuestra comida, contaminándonos por dentro y acortando nuestra esperanza de vida.

Tampoco nos damos cuenta de la cantidad de emisiones tóxicas que vertimos diariamente al aire que respiramos y al agua que corre por nuestras tuberías con cada una de nuestras acciones. Toda esa irresponsabilidad en la que, inconscientemente, sucumbimos los urbanitas del primer mundo, repercute negativamente sobre las esperanzas de futuro de los habitantes de mundos bastante menos privilegiados. Mundos que, también hemos de reconocer, que hemos contribuido a arruinar nosotros, primero con nuestra imperiosa necesidad de conquistar nuevos territorios que nos aportasen materias primas y mano de obra gratuita que les permitirían a nuestros reyes y gobernantes mantener ritmos de vida escandalosamente vergonzosos. El continente africano, en la época de las colonias imperiales, fue algo así como un delicioso pastel que se repartieron los ambiciosos europeos y del que siguen extrayendo los minerales para fabricar sus móviles de última generación y sus diamantes para presumir de lujo en las grandes avenidas o en las macro islas artificiales del mundo que se cree intocable e invencible. Luego, cuando los supervivientes de ese otro mundo que hemos arruinado intentan acercarse al nuestro para pedir nuestra ayuda, tratamos de mirar para otro lado y nos pasamos la pelota de un país a otro intentando escurrir el bulto, porque nadie les quiere en su casa.

Si los humanos hemos podido llegar hasta el momento evolutivo en el que nos encontramos ahora ha sido gracias a nuestra capacidad de compartir conocimiento. Las grandes ideas, los ingeniosos proyectos, la inspiración artística o la observación continuada de la naturaleza son recursos que, cuando se comparten con otros grupos de personas que tienen otras ideas, otros proyectos, otra inspiración u otra manera de observar lo que acontece a su alrededor, dan lugar a mejores ideas, mejores proyectos, inspiración más fluida y observación más objetiva.

Siempre se ha dicho que el todo es más que la suma de sus partes y que la unión hacía la fuerza. Si, cuando empezamos a comportarnos como humanos diferenciados del resto de primates, nos hubiéramos encerrado cada uno en sí mismo y nos hubiéramos limitado a tratar de sobrevivir cazando y comiendo lo que nos salía al paso, jamás habríamos llegado donde estamos ahora.

Del mismo modo, la medicina tampoco habría llegado al punto en el que se encuentra ahora sin haber podido contar con los conocimientos y la experiencia acumulados durante generaciones de culturas remotas que ya trataban el cáncer sin saber lo que en realidad era, porque sabían a qué plantas acudir para tratar sus primeros síntomas.

En Ecología 2000, Norman Myers hablaba en uno de sus artículos sobre la tribu Tasaday, en los bosques pluviales de Filipinas. Esta tribu había permanecido aparentemente aislada desde los tiempos neolíticos, apenas separada por 24 kilómetros de bosque del mundo exterior. Fue descubierta a principios de los años setenta.

En los años 60, una asociación farmacéutica norteamericana, Eli Lilly,  buscaba plantas que pudiesen paliar el problema de la diabetes. Consultaron con distintos hechiceros de algunas tribus en Africa y éstos les sugirieron que probasen con la Vincapervinca rosa, una pequeña flor a la que le atribuían propiedades de resistencia a diferentes enfermedades y dolencias. Eli Lilly descubrió que la flor no tenía efectos contra la diabetes, pero resultó ser una poderosa terapia para la leucemia.


Vincapervinca rosada. De un recurso primitivo para combatir dolencias y enfermedades a una flor exótica en nuestros jardines.

Alentado por esta experiencia, el Instituto Nacional contra el Cáncer, situado en Washington emprendió una investigación sistemàtica de medicamentos derivados de las plantas para usarlos contra el cáncer. Los científicos no tenían fondos para estudiar las 250.000 especies del reino vegetal, y descubrieron que algunas de sus mejores fuentes se hallaban en los tradicionales herbolarios y en los hechiceros de algunas tribus perdidas.

Los científicos comprobaron que, cuando se seleccionan especies que la sabiduría popular consideraba útiles agentes contra el cáncer, una de cada cinco resultaba tener propiedades curativas. Se preguntaron entonces cómo era posible que hechiceros que nunca habían salido de sus tribus y habían mantenido el mismo sistema de vida que sus ancestros desde el Neolítico, pudiesen conocer el cáncer y las plantas que podían combatirlo. Descubrieron que, tradicionalmente, habían estado utilizando con éxito ciertas plantas contra las verrugas, granos y otras imperfecciones de la piel, que los expertos médicos consideraban ahora indicadores ocasionales de los tumores malignos que se encuentran bajo la piel.

Otro de los grandes hallazgos que hicieron estos científicos fue entender que muchos habitantes de estas tribus estaban familiarizados con substancias de las plantas que tenían propiedades anticonceptivas, lo que les permitía controlar sus índices de natalidad.

Cada pueblo que se desertiza es como una fuente de agua que se agota en el planeta. Se pierden tierras, se pierden personas insustituibles, pero también se pierde la inmensa riqueza de una cultura que se extingue sin que le hayamos permitido compartir sus conocimientos con nosotros. En esa fuente de conocimientos perdida pueden desvanecerse las respuestas que no encontraremos nunca a las preguntas que más nos atenazan.

Tal vez deberíamos dejar de pensar en nuestro propio ombligo y de vivir de espaldas a la realidad que creemos que nos afecta directamente. Podemos pensar que el desierto está aún demasiado lejos para empezar a preocuparnos por una hipotética escasez de agua futura, que las bombas están cayendo sobre otros a quienes no tenemos ninguna necesidad de conocer y que el ébola, la malaria o la viruela matan sólo en el trópico. Pero resulta que el Covid-19 es una triste realidad en todo lo largo y ancho del planeta, que nos está atacando a todos por igual, aunque, como de costumbre, los países ricos se están dando mucha prisa en vacunar a su población mientras que los más pobres ven como el virus se ceba con ellos, mientras los más poderosos de la tierra siguen mirando para otro lado o estudian qué migajas de sus recursos destinarles para acallar sus malas conciencias.

Cuando nuestro aire se vuelva irrespirable y tengamos que utilizar mascarillas especiales incluso para dormir, cuando nuestra agua se convierta en una especie de artículo de lujo y nuestra comida se parezca más a materia sintética que a un alimento natural, quizá recordemos lo que los científicos llevan décadas advirtiéndonos y lamentemos todos los recursos impagables que habremos dejado extinguir. Sólo el hombre es capaz de destruirse a sí mismo.

 

 

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749

 

Bibliografía consultada: Ecología 2000- La faz cambiante de la tierra- edición de Sir Edmund Hillary. 1985- Capítulo 9- Desaparición de culturas- Norman Myers.



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