Instaurando el Horror

¿Qué delito puede haber en que una niña acuda a la escuela y aprenda a leer, a escribir, a pensar?

¿Qué ley puede justificar que una mujer acabe con los dedos de los pies o de las manos mutilados sólo por el hecho de haber osado pintarse las uñas?

¿Qué se puede esperar de un gobierno que condena a sus mujeres y niñas al ostracismo, encerrándolas en sus casas y escondiéndolas de las miradas de cualquier otro hombre que no sea su padre, su hermano o su marido; que les prohíbe trabajar, prefiriendo verlas morir de hambre a permitirles mendigar cuando se quedan solas y aún más desamparadas?

¿Qué clase de servicios médicos puede recibir una mujer cuando cae enferma o se pone de parto y la criatura viene de nalgas o ha de practicarse una cesárea si las absurdas leyes talibanes prohíben que una mujer sea atendida por un hombre y las mujeres que se dedican a la medicina deben dejar de trabajar, como el resto de mujeres?

¿Puede llamarse a sí mismo hombre aquél que desprecia tanto a las mujeres, hasta el punto de olvidarse de que él le debe la vida a la mujer que cometió el error de parirle?

Y, mientras los afganos contemplan atónitos cómo se les cae literalmente la noche encima, el resto del mundo, ¿qué piensa hacer?

Una vez se hayan evacuado todos los extranjeros de Afganistán y los distintos gobiernos occidentales se hayan criticado unos a otros por las decisiones tomadas, ¿quién se dignará a mover ni un solo dedo por esas madres ni por esas hijas a las que abandonaremos a su suerte girándonos discretamente para empezar a mirar hacia otro lado?

¿De verdad no se puede hacer nada para frenar la barbarie de esos descerebrados a quienes algunos países ya están reconociendo como gobernantes legítimos del país afgano?

¿De verdad vamos a seguir financiando sus despropósitos desde occidente, permitiendo que el pueblo afgano vuelva al horror que ya vivió hace veinte años, después de otros tantos de guerras, de abusos y de destrucción a todos los niveles?

¿Cuánta sangre vamos a dejar que corra esta vez?

¿Cuánta cultura vamos a permitir que se destruya a base de pedradas y de armas de combate?

¿Cuántos siglos vamos a dejar que retroceda un pueblo al que, entre unos y otros, no le están permitiendo levantar cabeza?

 Estatua de uno de los Budas de Bamiyán, de 53 metros de altura. Tallada hace más de 15 siglos, sufrió las mutilaciones que se aprecian en la fotografía por parte de musulmanes iconoclastas e intransigentes con los símbolos budistas en el siglo XII. Pero se mantuvo en pie hasta 2001, cuando los talibanes decidieron dinamitarla y acribillarla a disparos realizados desde tanques por considerar a estas estatuas ídolos y, por tanto, contrarias al Corán.

                                               Crédito de la foto: Embajada de Afganistán.

¿Quién les provee a esos salvajes disfrazados con barba y turbante de tantas armas y con qué oscuro interés? ¿Acaso no se les podría cerrar el grifo por esa vía? ¿Qué harían sin armas y sin dinero? ¿Quién se empeña en sostener sus despropósitos? ¿A quién le beneficia que otro pueblo retroceda en pleno siglo XXI hasta la oscura Edad Media?

¿Qué han hecho los pobres afganos para merecer verse convertidos en el chivo expiatorio de mentes tan perversas?

Nada puede haber más peligroso que darle poder a un grupo de fanáticos que interpretan los textos religiosos según su capricho y, supuestamente en nombre de su Dios, se permiten administrar la más injusta y sangrienta de las justicias. Como si ellos estuviesen por encima del bien y del mal. Intocables caballeros cuya caballerosidad brilla por su ausencia.

¿Qué clase de hombre, que quizá sea también padre, puede negarle a un niño que vuele una cometa, o que vaya a un cine, o que simplemente ría y cante con sus amigos?

¿Qué clase de hombre puede arrancar a una niña de los brazos de su familia para obligarla a casarse con alguien que podría ser su padre o su abuelo, o dedicarse a violarla y a mutilarla para luego acabar asesinándola y enterrándola en un agujero del que nadie nunca sabrá su ubicación?

Tales hechos, en cualquier país occidental, se considerarían propios de psicópatas y asesinos en serie. ¿Por qué tienen que resignarse los afganos a que en su país todo ese horror sea legal y que la comunidad internacional lo permita con su silencio y su inacción?

Hace casi veinte años, cuando creyeron que Irak escondía armas de destrucción masiva, no dudaron en invadir el país ni en derrocar a su dictador, al que acabaron ejecutando en la horca.

¿Por qué ahora no se atreven a acorralar a los talibanes? ¿Por qué no dejan de financiarles?

El pueblo trata de huir del país despavorido por miedo a ese nuevo orden tan desordenado que ha perdido los pies, no teniendo ya sobre qué sostenerse, y ya no siente la cabeza sobre los hombros, pues toda razón se le ha esfumado.

Pero nadie se moja ni mueve ficha. Estos señores tan peculiares dan una rueda de prensa y tratan de ofrecer una imagen conciliadora hacia el exterior que tal vez a occidente le convenga creerse para así no tener tanto cargo de conciencia cuando toque lavarse las manos y ocuparse de otra crisis en cualquier otra parte del mundo donde los intereses de los más poderosos se puedan estar viendo comprometidos.

Paisaje desolador de Bamiyán, tras la destrucción de los budas y la privación de libertad para las mujeres afganas.

Los pueblos, los hombres, las mujeres, los niños, las niñas... aunque sufran lo indecible, aunque soporten lo insoportable, nunca le han importado nada a los distintos gobiernos de los distintos rincones del mundo. Son sólo daños colaterales, piezas perfectamente sustituibles en el engranaje de mueve las finanzas de los más poderosos. Señores educados en los mejores colegios y universidades de todo el mundo, vestidos de forma impecable, acompañados de señoras imponentes de las que presumen en las portadas de las revistas y en sus redes sociales. Señores que nunca se mancharán las manos de sangre, pero a quienes ya les va bien que otros que no han conocido ni la educación, ni el lujo, ni la higiene que ellos se gastan les hagan el trabajo sucio para mantener doblegado y amenazado a un pueblo o una región que, por alguna oscura razón, está en su punto de mira y demasiado relacionado con sus intereses particulares.

Esos salvajes de los talibanes que se creen tan poderosos cuando lapidan a una mujer o la muelen a palos son, en realidad, meros necios que, lejos de servir a ningún Dios que, de existir, ya les habría fulminado a todos a base de rayos, sirven a intereses mucho más mundanos que se traducen en el lenguaje del vil metal.

 

 

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749 

Comentarios

Entradas Populares